—Yo no formaba parte del pelotón que lo fusiló, pero tuve que llevarlo a la pared y vendarle los ojos con un pañuelo. Alguno habría leído eso en un libro o lo habría visto en el cine. Ya entonces me parecía que sería preferible dejarles ver a los hombres que iban a matarlos. Por lo menos eso se merecían, que bien poco es. Pero quizá les tapábamos los ojos con esa intención, la de que no pudieran vernos.
Hizo una pausa larga, quizá para reflexionar sobre esa explicación y dijo:
—Él estaba aterrado. Cuando alcé las manos para taparle los ojos, se orinó. En aquel momento, no sentí compasión, al contrario, era una satisfacción ver a un alemán reducido a tan bochornoso terror. Hubiera sido más caritativo hacer como si no lo viera, pero no había caridad en mí, ni en ninguno de nosotros. Yo miré la mancha del pantalón y él me vio mirarla. Entonces empezó a llorar, y yo sabía suficiente alemán como para entender lo que decía. «Mi madre, quiero a mi madre», y sollozaba. Tenía la barbilla apoyada en el pecho, y yo no podía atarle el pañuelo, así que me aparté y los otros dispararon. Ahora pienso que hubiera podido usar el pañuelo para enjugarle las lágrimas, pero ya te he dicho que entonces era muy joven y no tenía compasión. —El conde desvió la mirada de las luces y se volvió hacia Brunetti—. Después lo miré, le vi los mocos en la cara y la sangre en el pecho, y en aquel momento se acabó la guerra para mí. No me lo planteé en términos grandiosos, ni en lo que yo pudiera entender por ética, pero comprendí que lo que habíamos hecho estaba mal, que lo habíamos asesinado, como si le hubiéramos cortado el cuello mientras dormía en casa de su madre. No había gloria en lo que hacíamos, ni servía a propósito alguno. Al día siguiente matamos a otros tres. En la ejecución del primero yo intervine, y aún creo que se lo merecía, pero después de aquello, me daba cuenta de lo que estábamos haciendo. De todos modos, no tenía valor para tratar de disuadir a los otros, temía lo que pudieran hacerme a mí. Así pues, otra vez contestaré a tu pregunta: No; no estoy orgulloso de lo que hice en la guerra.
El conde vació la copa y la dejó en la mesa. Se puso en pie.
—Me parece que no hay nada que añadir a lo dicho.
Brunetti se levantó y, movido por un impulso que lo sorprendió, se acercó al conde y le dio un abrazo, un abrazo largo, luego se volvió y salió del estudio.
Paola ya dormía cuando él llegó y, aunque abrió los ojos lo justo para preguntar cómo había ido la visita, la vio tan atontada que sólo le dijo que habían hablado. Le dio un beso y fue a ver si los chicos estaban en casa y en la cama. Abrió la puerta de Raffi, después de dar unos discretos golpes y encontró a su hijo tendido boca abajo, despatarrado en una «X» gigante, con un brazo y un pie colgando. Brunetti pensó en la herencia del muchacho: un abuelo que había perdido en Rusia seis dedos de los pies y la moral, y el otro verdugo voluntario de muchachos indefensos. Cerró la puerta y se asomó a la habitación de Chiara, que dormía plácidamente bajo una manta lisa. Ya en la cama, estuvo un rato pensando en su familia, y se durmió profundamente.
Al día siguiente, fue directamente al despacho de la
signorina
Elettra, a la que encontró sitiada por regimientos de papeles que avanzaban sobre la mesa.
—¿Puedo ver en eso una señal prometedora? —preguntó al entrar.
—¿Qué fue lo que dijo Howard Carter cuando por fin pudo mirar al interior de la tumba? Veo cosas, cosas maravillosas.
—Pero seguro que usted no ve máscaras de oro ni momias,
signorina
—respondió Brunetti.
Como un crupier que recogiera las cartas, ella se acercó varios de los papeles que tenía a su derecha e hizo un montón.
—Mire esto. He impreso los archivos del ordenador.
—¿Y los estados de cuentas? —preguntó él acercando una silla, donde se sentó.
Ella, con ademán displicente, señaló un montón de papeles de un ángulo de la mesa.
—Es lo que me suponía —dijo con la falta de interés con la que se menciona lo que es evidente—. Ni el banco declaró los depósitos ni los de la Finanza se molestaron en preguntar al banco.
—¿Y eso quiere decir…? —preguntó él, aunque ya se hacía una idea.
—Lo más probable es que la Finanza, simplemente, no se tomara la molestia de cotejar sus ingresos con la relación de las transferencias de fondos que entraban en el país.
—Lo cual significa…
—O negligencia o soborno, diría yo.
—¿Es posible?
—Como ya le he dicho más de una vez, comisario, tratándose de bancos, todo es posible.
Brunetti aceptó su autorizada opinión y preguntó:
—¿Le ha sido difícil conseguirlo?
—Habida cuenta de la encomiable reticencia de los bancos suizos y de la instintiva falsedad de los nuestros, diría que sí, que fue más difícil de lo habitual.
Brunetti, sabedor de la extensa red de amistades de la
signorina
Elettra, optó por no hacer más preguntas, aunque no podía sustraerse a cierta inquietud cuando pensaba que un día sus fuentes podían pedir información a cambio, y se preguntaba si ella la daría.
—Todo esto son cartas —dijo la
signorina
Elettra entregándole el montón de papeles—. Las fechas y las cantidades que se indican coinciden con las transferencias hechas con cargo a su cuenta.
Brunetti leyó la primera, dirigida al orfanato de Kerala, en la que la muchacha decía que esperaba que su aportación contribuiría a mejorar las condiciones de vida de los niños, y otra a un hogar para mujeres maltratadas de Pavía, en la que se expresaba, poco más o menos, en los mismos términos. En todas las cartas se explicaba que el donativo se hacía en memoria de su abuelo, aunque no daba su nombre, como tampoco el suyo propio.
—¿Son todas como ésta? —preguntó Brunetti levantando la mirada del papel.
—Prácticamente. No da su nombre ni el de él y siempre expresa el deseo de que el cheque adjunto ayude a las personas a tener una vida mejor.
Brunetti palpó el fajo de papel.
—¿Cuántas son?
—Más de cuarenta. Todas parecidas.
—¿La cantidad es siempre la misma?
—No; varía, aunque parecía tener preferencia por los diez millones de liras. El total se acerca al importe ingresado en su cuenta.
Brunetti pensó en la fortuna que cualquiera de aquellas transferencias suponía para un orfanato indio o para un hogar de mujeres maltratadas.
—¿Hay donativos repetidos?
—Al orfanato de Kerala y al hospital para enfermos de sida. Parece que eran sus instituciones benéficas favoritas, pero las demás varían.
—¿Qué más tenemos? —preguntó Brunetti.
Ella señaló el montón más próximo.
—Todo esto son los ejercicios que escribía para sus clases de literatura. No he tenido tiempo de leerlos todos, pero puedo decir que sentía una aversión por Gilbert Osmond francamente feroz.
Brunetti había oído el nombre en boca de Paola, que parecía compartir la antipatía de Claudia.
—¿Qué más? —preguntó.
Señalando un montón de papeles que tenía a la izquierda del ordenador, la
signorina
Elettra dijo:
—Correspondencia personal. Nada interesante.
—¿Y eso? —preguntó él, señalando la única hoja restante.
—Esto haría llorar a las piedras —dijo ella entregándosela.
«Yo, Claudia Leonardo —leyó él—, deseo que, a mi muerte, todos los bienes materiales que poseo sean vendidos, y el producto, distribuido entre las obras que indico al pie. Aunque ello no baste para reparar toda una vida de rapaz adquisición, valga, por lo menos, la intención.» Al pie se daban los nombres y direcciones de dieciséis instituciones benéficas, entre ellas, los orfanatos de la India y el hogar para mujeres maltratadas de Pavía.
—¿«Rapaz adquisición»? —preguntó él.
—Tenía al morir tres millones seiscientas mil liras en el banco —dijo por toda respuesta la
signorina
Elettra.
Brunetti volvió a leer el testamento hasta «rapaz adquisición».
—Se refería a su abuelo —dijo, percibiendo al fin lo evidente.
La
signorina
Elettra, que sabía por Vianello parte de la historia de la familia de Claudia, asintió inmediatamente.
Al ver que el papel no estaba firmado, él preguntó:
—¿Esto lo ha impreso usted?
—Sí. —Antes de que él pudiera preguntar, ella explicó—: No había copia entre sus documentos.
—Es natural. La gente tan joven no piensa que vaya a morir.
—Normalmente, no se muere —repuso la
signorina
Elettra.
Brunetti dejó el papel en la mesa.
—¿Qué había en la correspondencia personal?
—Cartas a amigos, a antiguos condiscípulos, a una tía en Inglaterra (éstas, en inglés). En general, habla de lo que hacía, de sus estudios, pregunta por los hijos de su tía y por los animales de la granja. No creo que haya en ellas algo de particular, pero puede echarles un vistazo.
—No es necesario; confío en su criterio. ¿Más correspondencia?
—Lo normal, la universidad, el borrador de lo que parece una solicitud de empleo, pero sin dirección…
—¿Un empleo? —cortó Brunetti—. Con más de cien millones al año, ¿qué falta le hacía un empleo?
—El dinero no es el único motivo por el que la gente trabaja —le recordó la
signorina
Elettra con repentino énfasis.
—Estaba estudiando.
—¿Qué quiere decir con eso?
—Que no tenía tiempo para trabajar, por lo menos, durante el curso.
—Quizá no —concedió la
signorina
Elettra con un escepticismo que sugería cierta familiaridad con las exigencias académicas de la universidad—. Desde luego, en sus cuentas no se reflejan otros ingresos —agregó, hojeando los papeles hasta encontrar los extractos bancarios de Claudia Leonardo—. Mire, cuando murió aún recibía la misma cantidad mensual. No tenía otros ingresos.
—También podía tener un empleo no remunerado, un trabajo voluntario o de prácticas.
—Usted mismo ha dicho que era una estudiante, comisario, que no tendría tiempo.
—Podría ser un trabajo a jornada parcial —insistió Brunetti—. ¿Ha encontrado en las cartas alguna alusión a un trabajo?
La
signorina
Elettra reflexionó un momento antes de contestar.
—No, señor; nada. Pero cuando he leído las cartas no buscaba algo concreto. —Sin preguntar, tomó el montón de cartas de Claudia Leonardo, lo dividió en dos mitades y dio una a Brunetti.
Él apartó la silla de la mesa, estiró las piernas y empezó a leer. Mientras leía el testimonio de la vida truncada de Claudia, Brunetti recordó el regalo que, décadas atrás, le había hecho en Navidad una tía suya. Cuando, al abrir la caja de fósforos, no encontró en su interior nada más que lo que parecía una alubia hecha de papel, se llevó una desilusión. Sin poder disimular el disgusto, preguntó a su tía para qué servía aquello, y ella, en respuesta, llenó de agua una cacerola y le dijo que metiera en ella la alubia.
Él así lo hizo, el objeto quedó flotando y entonces, ante sus ojos admirados, empezó a agitarse y a retorcerse, a medida que el agua abría lo que parecían cientos de pequeños pliegues, cada uno tirando del siguiente, hasta que el niño se encontró mirando un clavel blanco perfecto, del tamaño de una manzana. Antes de que el agua lo empapara y lo echara a perder, su tía lo sacó de la cacerola y lo puso en el alféizar de la ventana, al pálido sol del invierno, donde estuvo días y días. Cada vez que Brunetti lo miraba, recordaba el prodigio de aquella mágica transformación.
Un proceso similar se insinuaba mientras el comisario leía las palabras de Claudia y oía su voz sin afectación. «Pobres albaneses. La gente los odia en cuanto se entera de dónde vienen, como si su pasaporte (si pasaporte tienen los desgraciados) fuera un par de cuernos.» «No soporto oír a mis amigos quejarse de lo poco que tienen. Todos nosotros vivimos mejor que los emperadores de Roma.» «Cuánto me gustaría tener un perro, pero ¿cómo obligar a un perro a vivir en esta ciudad? Quizá fuera preferible adoptar de mascota a un turista.» Nada de lo que ella había escrito era muy profundo ni el lenguaje especialmente brillante, pero tampoco aquella bolita de papel llamaba la atención y, sin embargo, ¡cómo había florecido!
Al cabo de un buen rato, Brunetti levantó la mirada y preguntó:
—¿Ha encontrado algo?
Ella negó con la cabeza y siguió leyendo.
Minutos después, él comentó:
—Al parecer, pasaba mucho tiempo en la biblioteca.
—Era estudiante —dijo la
signorina
Elettra, que alzó la cara y agregó—: Pero tiene razón, iba mucho a la biblioteca.
—Aunque no da la impresión de que estuviera haciendo algún trabajo de documentación en concreto —dijo Brunetti, que volvió a la página anterior y leyó: «Esta mañana tenía que estar en la biblioteca a las nueve, y ya sabes lo horrible que estoy tan temprano, horrorosa total.»
Brunetti dejó la hoja en la mesa.
—Parece una curiosa preocupación: estar horrorosa.
—Especialmente, si iba a la biblioteca a leer o a estudiar. ¿Por qué había de importar? —Aunque la pregunta de la
signorina
Elettra era retórica, ambos la sometieron a consideración.
—¿Cuántas bibliotecas hay en la ciudad? —preguntó Brunetti.
—Está la Marciana, la Querini Stampalia, la de la propia universidad, las de los barrios y quizá cinco más.
—Vamos a preguntar —dijo Brunetti alargando la mano hacia el teléfono.
Con la misma rapidez, la
signorina
Elettra abrió el cajón de abajo de su mesa, sacó el listín y buscó «Comune di Venezia». Brunetti fue llamando, una a una a las bibliotecas de Castello, Canareggio, San Polo y Giudecca; en ninguna de ellas trabajaba una empleada ni una voluntaria llamada Claudia Leonardo, como tampoco la Marciana, la Querini Stampalia ni la de la universidad.
—¿Y ahora qué hacemos? —preguntó ella, cerrando la guía. Brunetti se acercó el tomo y lo abrió por la B.
—¿No ha oído hablar de la Biblioteca della Patria? —preguntó.
—¿De la qué?
—Patria —repitió él, y leyó la dirección—. Me suena que tiene que estar por Castello.
Ella apretó los labios y movió la cabeza negativamente.
Brunetti marcó el número y al hombre que contestó al teléfono le preguntó si trabajaba allí Claudia Leonardo. El hombre, que tenía un leve acento extranjero, le pidió que repitiera el nombre, le rogó que esperase un momento y dejó el teléfono. Al cabo de un minuto, volvió para preguntar: