Por lo que Brunetti sabía de Guzzardi, no parecía que éste hubiera tenido mucho honor que salvar, pero la
signora
Jacobs era muy anciana y muy frágil para oír eso.
—Que yo sepa,
signora,
no existe un mecanismo ni un proceso jurídico para eso. Quien le haya dicho lo contrario o está mal informado o pretende engañarla. —Brunetti calló, porque no quería hablar de lo que se podría tardar en conseguir la revocación de un veredicto dictado medio siglo atrás; desde luego, no sería en vida de esa mujer. Si la rehabilitación de su abuelo era algo que Claudia deseaba ofrecer a su abuela, hubiera podido ahorrarse la visita a Brunetti, pero no había por qué decírselo a la anciana.
Ella volvió la cabeza y se quedó mirando las fotos mucho rato, desentendiéndose de Brunetti. Apretó los finos labios, cerró los ojos e inclinó la cabeza con fatiga. Brunetti decidió entonces preguntarle por los hechos que habían precipitado la luciferina caída de Guzzardi desde la cumbre de la opulencia hasta los tenebrosos horrores de San Servolo. Cuando la mujer levantó una mano del regazo, Brunetti preguntó:
—¿Qué pasó con los dibujos?
Ella estaba buscando otro cigarrillo cuando él habló, y Brunetti vio cómo su mano vacilaba en el aire. La mujer lo miró sorprendida, luego se miró la mano, completó el movimiento y sacó un cigarrillo.
—¿Qué dibujos? —preguntó. Aquella mirada había preparado a Brunetti para oír protestas de ignorancia.
—Me han dicho que el cónsul suizo dio unos dibujos a los Guzzardi.
—Vendió, querrá usted decir —rectificó ella haciendo hincapié en la primera palabra.
—Como prefiera —concedió Brunetti.
—Ésa es otra de las cosas que sucedían después de la guerra —dijo ella con cansancio—. Los que habían vendido cosas trataban de recuperarlas diciendo que habían sido obligados a desprenderse de ellas. Colecciones enteras tuvieron que ser devueltas por personas que las habían adquirido de buena fe. —Conseguía parecer indignada.
Brunetti no dudaba de que tales cosas hubieran ocurrido, pero había leído lo suficiente para saber que las mayores injusticias las habían sufrido los que, por timidez o bajo francas amenazas, habían sido inducidos a vender o ceder sus posesiones. Pero no veía la utilidad de discutir eso con la
signora
Jacobs.
—
Certo, certo
—murmuró Brunetti.
De pronto, sintió la muñeca aprisionada por unos finos dedos.
—Es la verdad —dijo ella con un susurro tenso y apasionado—. Durante el juicio, todos iban a ver a los jueces diciendo que él les había estafado esto o lo otro, exigiendo que les devolvieran sus cosas. —Le tiró violentamente de la mano, atrayéndolo hasta que su cara estuvo a un palmo de la de ella—. Todo mentiras. Entonces y ahora. Todo es suyo, legalmente suyo. A mí no podrán engañarme. —Brunetti, mientras respiraba el ácido aliento a tabaco y mala dentadura, vio brillar en sus ojos un fulgor de pasión—. Luca nunca hubiera hecho algo así. Él nunca hubiera hecho algo deshonroso. —Su voz tenía la cadencia mesurada del que ha dicho muchas veces una misma cosa, como si la repetición pudiera convertirla en verdad.
No había nada que decir a eso, por lo que él aguardó en silencio, aunque apartándose lentamente, mientras esperaba oír cuál sería la siguiente defensa.
Pero, al parecer, la
signora
Jacobs ya había terminado, porque se alcanzó y encendió otro cigarrillo, y lo fumó como si fuera la única cosa interesante que había en la habitación. Al fin, cuando lo hubo terminado y dejado caer encima del montón de colillas, dijo, sin mirar a Brunetti:
—Ahora puede marcharse.
Mientras volvía a casa andando, Brunetti repasaba mentalmente la conversación mantenida con la
signora
Jacobs. Lo desconcertaba la incoherencia entre, por un lado, el triste reconocimiento de que Guzzardi sólo era capaz de amarse a sí mismo y, por otro, el profundo amor que ella aún le tenía. El amor te nubla el entendimiento, es cosa sabida, y generalmente, te impide ver las incongruencias de tu conducta. La
signora
Jacobs, sin embargo, no parecía hacerse ilusiones acerca de su antiguo amante. Qué doloroso debía de ser contemplar tu debilidad y saberte incapaz de vencerla. Guzzardi era guapo, pero al estilo de galán de cine engominado, con el físico que en la actualidad se atribuye a proxenetas y peluqueros más que a los hombres que el gusto de hoy considera guapos, la mayoría de los cuales, por cierto, parecían a Brunetti mediocridades con americana o mocosos rubios que se resistían a entrar en la pubertad.
Pero allí se apreciaban todas las señales del amor perdurable. Ella se había mostrado dispuesta a hablar de Guzzardi, había invitado a Brunetti a admirar su foto —curiosa invitación, por cierto, para ser hecha a un hombre—, le había hablado del juicio y del tiempo —tiempo espantoso tuvo que ser— de su internamiento en San Servolo con evidente dolor, y no había podido disimular el efecto que incluso ahora, al cabo de tanto tiempo, le causaba hablar de su muerte.
La mujer había dicho que los Guzzardi no poseían el don de descansar en paz. Ahora recordaba Brunetti que ella había hecho ese comentario refiriéndose a Benito, el hijo de Luca Guzzardi, pero entonces la conversación se había desviado y Brunetti no había podido enterarse de por qué él no había conseguido encontrar la paz. Pero si hubo un hijo y luego existió Claudia, tuvo que haber una madre. Claudia había dicho que su abuela materna era alemana, y se había referido a su madre hablando en pasado; Lucia le había contado que Claudia decía que su padre había muerto; la
signora
Gallante había dicho que, si bien Claudia hablaba de su madre en pasado, no tenía la impresión de que hubiera muerto. La madre de Claudia podía estar frisando los cuarenta o pasar de los cincuenta y encontrarse en cualquier lugar del mundo, y lo único que sabía de ella era que su apellido era Leonardo, que no tenía nada de alemán.
Brunetti pasó revista a las posibles fuentes de información. Sabiendo la fecha de nacimiento de Claudia, podrían averiguar en qué lugar de la ciudad residía su madre al dar a luz. Ahora bien, Claudia no tenía acento veneciano, podía haber nacido en el continente y hasta en el extranjero. Pero, su pensamiento, que seguía el ritmo de sus pies, le dijo entonces que esa información podía obtenerse fácilmente, tanto en la universidad como en el Ufficio Anagrafe, donde habría tenido que inscribirse la muchacha. Era tan joven que todos los datos referentes a su persona estarían informatizados y serían fácilmente accesibles para la
signorina
Elettra. Brunetti levantó la mirada y se sonrió, satisfecho por haber hallado otro encargo que encomendar a la
signorina
Elettra y recordarle de ese modo que su labor era indispensable para el buen funcionamiento de la
questura.
Después de la guerra, la abuela se había marchado con un oficial británico llevándose consigo al padre de Claudia. ¿Cómo había podido entonces la muchacha venir a parar a Venecia, hablando italiano sin asomo de acento y cómo había llegado a ver en la
signora
Jacobs a una especie de abuela adoptiva? Por más que Brunetti se decía que toda especulación respecto a esas cuestiones era inútil, no podía dejar de darles vueltas.
Estos pensamientos lo acompañaron hasta su casa pero, al empezar a subir el último tramo de la escalera, Brunetti hizo un esfuerzo para dejarlos en el descansillo hasta la mañana siguiente, en que tendría que regresar al mundo de la muerte.
Fue una sabia decisión, porque los que poblaban estos pensamientos no hubieran cabido en una mesa a la que esa noche se sentaban, además de su familia, Sara Paganuzzi, la novia de Raffi, y Michela Fabris, una compañera de clase de Chiara que esa noche se quedaba a dormir en casa de los Brunetti.
Como se había perdido el almuerzo por culpa de Marco, Brunetti se sintió justificado para repetir de las
crêpes
de espinacas y
ricotta
que Paola había hecho de primer plato. Ocupado como estaba en saciar el hambre, guardaba silencio, y la conversación se dividió en dos partes, como el coro de un oratorio de Scarlatti. Paola hablaba con Chiara y Michela de un actor de cine cuyo nombre no decía nada a Brunetti pero con el que su hija parecía estar entusiasmada, mientras Raffi y Sara conversaban en la clave indescifrable del amor primero. Brunetti recordaba el tiempo en el que también él podía servirse de aquel lenguaje.
A medida que le disminuía el hambre, Brunetti iba prestando más atención a lo que se decía en la mesa, como el que sintoniza una emisora de radio.
—Yo lo encuentro fabuloso —suspiró Michela, con lo que indujo a Brunetti a buscar la onda de Sara, pero allí tampoco era muy entretenido el programa, a pesar de que el admirado era su propio hijo.
Su salvación llegó de la mano de Paola, que puso encima de la mesa una enorme cazuela de conejo estofado con algo que parecían aceitunas.
—¿Y nueces? —preguntó él, señalando unos gránulos oscuros esparcidos sobre el guiso.
—Sí —dijo Paola, extendiendo el brazo hacia el plato de Michela.
La niña se lo dio, pero preguntó, un poco nerviosa:
—¿Es conejo,
signora
Brunetti?
—No; es pollo —dijo Paola sonriendo con naturalidad mientras le servía un muslo.
Chiara fue a decir algo, pero su padre la silenció tomándole el plato por sorpresa, que pasó a Paola.
—¿Y qué más le has echado? —preguntó Brunetti.
—Pues un poco de apio, para el sabor, y las especias de siempre.
Al dar el plato a Chiara, Brunetti preguntó a Michela:
—¿De qué película estabais hablando con Chiara?
Mientras ella se lo contaba, no sin ponderar los encantos del joven intérprete que la fascinaba, Brunetti comía su ración de conejo, sonriendo, moviendo la cabeza de arriba abajo y tratando de adivinar si Paola habría puesto una hoja de laurel, además del tomillo. Raffi y Sara comían en silencio, y Paola volvió a la mesa con una fuente de patatitas y
zucchini
asados y espolvoreados con almendras en láminas. Michela se puso a hablar de las dos películas anteriores del actor que lo habían catapultado al éxito, y Brunetti se sirvió otro trozo de conejo.
Mientras hablaba, Michela había ido comiendo todo lo que tenía en el plato, y no se interrumpió hasta que Paola le puso otro trozo de conejo, con su salsa correspondiente, para decir:
—Este pollo está buenísimo,
signora.
Paola le dio las gracias con una sonrisa.
Después de la cena, Chiara y Michela volvieron a la habitación, donde se las oía reír a ese volumen que sólo las quinceañeras pueden alcanzar, y Brunetti se quedó en la cocina, tomando apenas una gota de licor de ciruela mientras hacía compañía a Paola, que fregaba los cacharros.
—¿Por qué no querrá comer conejo? —preguntó al fin.
—Cosas de niños. No les gusta comerse a los animales que excitan su sentimentalismo —explicó Paola en tono comprensivo, mientras colocaba los platos en el escurridor situado encima del fregadero.
—Eso no impide a Chiara comer ternera —dijo Brunetti.
—Ni cordero —convino Paola.
—¿Por qué Michela no ha de querer comer conejo? —porfió Brunetti.
—Porque un conejo es monín, es un animalito que un niño de ciudad puede ver y tocar, aunque sea en una tienda de mascotas. Para tocar los otros animales, hay que ir a una granja, y por eso no te parecen tan reales.
—¿Crees que por eso no nos comemos los gatos ni los perros? —preguntó Brunetti—. ¿Porque andan siempre alrededor y se hacen amigos nuestros?
—Tampoco nos comemos las serpientes —dijo Paola.
—Sí, pero es por lo de Adán y Eva. Hay un montón de gente que se las come tranquilamente. Los chinos, por ejemplo.
—Y nosotros comemos anguilas —asintió ella. Se acercó, alargó la mano hacia la copa y tomó un chupito.
—¿Por qué le has mentido? —preguntó él al fin.
—Porque esa niña me cae bien, y no he querido hacerle comer algo contra su voluntad ni obligarla a violentarse rechazándolo.
—Pues estaba estupendo —dijo él.
—Gracias por el cumplido —dijo Paola devolviéndole la copa—. Además, ya lo superará, o se olvidará de sus escrúpulos cuando sea mayor.
—¿Y comerá conejo?
—Probablemente.
—Me parece que a mí no acaban de convencerme las jovencitas —dijo él finalmente.
—Supongo que debería celebrarlo —respondió ella.
A la mañana siguiente, Brunetti fue directamente al despacho de la
signorina
Elettra, a la que encontró hablando con el teniente Scarpa. Como el teniente poseía la habilidad de hacer aflorar toda la malicia de la secretaria de su superior, Brunetti, tras englobar a ambos en un «buenos días» general, se retiró prudentemente a la ventana, a esperar a que terminaran la conversación.
—No me consta que usted esté autorizada a sacar carpetas del archivo —decía el teniente.
—¿Desea que vaya a pedirle autorización cada vez que tenga que consultar una carpeta, teniente? —preguntó ella con la más peligrosa de sus sonrisas.
—Por supuesto que no; pero debe seguir el procedimiento.
—¿Qué procedimiento, teniente? —preguntó ella tomando un bolígrafo y acercándose el bloc.
—Debe pedir autorización.
—Bien. ¿A quién?
—A la persona que esté autorizada a darla —dijo él, ya en tono destemplado.
—Sí, señor, ¿y podría decirme quién es esa persona?
—Es la persona que figure en la norma que especifica las atribuciones respectivas del personal.
—¿Y dónde puedo encontrar un ejemplar de esa norma? —preguntó ella golpeando el bloc con la punta del bolígrafo, pero suavemente y una sola vez.
—En el archivo de normas —dijo el teniente, con voz aún más agria.
—Ah —dijo la
signorina
Elettra con una sonrisa de satisfacción—. ¿Y quién puede autorizarme a consultar ese archivo?
Scarpa dio media vuelta, salió del despacho y se detuvo un momento en el umbral, como si sólo la discreta presencia de Brunetti le impidiera ceder a la tentación de dar un portazo.
Brunetti se acercó a la mesa.
—Ya le he dicho que tenga cuidado con él,
signorina
—dijo, y consiguió que no hubiera en su voz ni asomo de reprobación.
—Ya lo sé, ya lo sé —dijo ella frunciendo los labios y resoplando con impaciencia—. Pero es muy fuerte la tentación. Cada vez que entra por esa puerta diciendo lo que debo hacer, no puedo dominar el impulso de saltarle a la yugular.