Malas artes (21 page)

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Authors: Donna Leon

Tags: #Intriga

BOOK: Malas artes
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—Del
notaio
Filipetto —repitió Brunetti, sin más explicaciones.

El mecanismo de la puerta rechinó, sorprendiendo a Brunetti, que entró y subió rápidamente al piso de la anciana, a la que encontró apoyada en el marco de la puerta, como si estuviera bebida.

—Gracias,
signora
—dijo él asiéndola del codo para acompañarla al interior. Esta vez, se obligó a sí mismo a no prestar atención a los objetos de la habitación y, muy despacio, la llevó hasta el sillón, percibiendo la levedad de su cuerpo. Nada más sentarse, ella extendió el brazo hacia un lado, en busca de un cigarrillo, pero le temblaba la mano, y del paquete saltaron tres que cayeron al suelo antes de que consiguiera encender uno. Si a veces Brunetti había pensado dónde metían sus hijos todo lo que comían, ahora, al ver a la anciana aspirar con ansia se preguntó en qué intersticios pulmonares podía hallar cabida tanto humo.

Él esperaba que ella le hiciera alguna pregunta, pero la anciana guardó silencio hasta que el cigarrillo quedó reducido a una punta diminuta, que dejó caer en un cuenco de cerámica azul, ya medio lleno de colillas.


Signora
—dijo Brunetti—, en nuestra investigación, hemos encontrado el nombre del
dottor
Filipetto. —Aquí calló un momento, por si ella hacía alguna pregunta o alusión respecto al notario, pero no fue así—. Por lo tanto, me gustaría preguntarle si sabe usted por qué Claudia podía querer hablar con él.

—¿Ahora ya es Claudia?

—¿Cómo dice? —preguntó él, sinceramente sorprendido.

—Habla de ella como de una amiga —dijo la mujer secamente—. Claudia —repitió, y al pensamiento de Brunetti acudió el recuerdo de la muchacha.

¿Qué era más indiscreto —pensaba Brunetti—, sorprender a una persona después del coito o después de la muerte? Probablemente, esto último, porque la persona ha sido despojada de toda posibilidad de simulación. Ahí está, exhausta y, al parecer, dolorosamente vulnerable, a pesar de que ya se halla más allá de la vulnerabilidad y del dolor. Estar indefenso implica que una defensa aún podría servir de algo, pero los muertos están por encima de todo eso, de la defensa y de la esperanza.

—Ojalá hubiera sido posible —dijo Brunetti.

—¿Por qué? —preguntó la mujer—. ¿Para poder hacerle preguntas y descubrir sus secretos?

—No,
signora,
para poder hablar con ella de los libros que ambos leíamos.

La
signora
Jacobs resopló con incredulidad y desdén.

Atónito, pero también intrigado por la idea de que Claudia tuviera secretos, Brunetti argumentó.

—Era alumna de mi mujer. Ya habíamos hablado de libros.

—Libros —dijo ella, y esta vez no había más que desdén en su voz. La irritación la hizo aspirar profundamente, lo que le provocó una explosión de tos. Era una tos honda y blanda y tan persistente que al fin Brunetti fue a la cocina en busca de un vaso de agua. Lo sostuvo hasta que ella lo tomó y esperó mientras la mujer iba bebiendo pequeños sorbos, y por fin dejó de toser—. Gracias —dijo con naturalidad devolviéndole el vaso.

—De nada —dijo él con igual soltura, dejó el vaso en el escritorio situado a la izquierda de la mujer, acercó una silla y se sentó frente a ella.


Signora
—prosiguió—. No sé qué piensa usted de la policía ni qué piensa de mí, pero créame que no deseo sino encontrar a la persona que la mató. No quiero saber nada que ella deseara mantener en secreto, a no ser que ello pueda ayudarme en mi trabajo. Yo sólo quiero que ella descanse en paz, si ello es posible. —La miraba fijamente al hablar, instándola a creerle.

La
signora
Jacobs alargó la mano en busca de otro cigarrillo y lo encendió. De nuevo inhaló profundamente, y Brunetti tensó los músculos, esperando otro acceso de tos. Pero esta vez no llegó. Cuando la colilla ya se consumía en el bol azul, la mujer dijo:

—Su familia no tiene ese don.

—¿Qué don? —preguntó él, confuso.

—El de descansar en paz. El de hacer las cosas en paz.

—Lo siento, pero no conozco a nadie de la familia, sólo a Claudia. —Se puso a pensar en cómo formular la pregunta siguiente, pero entonces, abandonando toda prudencia, preguntó, sencillamente—: ¿Querría usted hablarme de ellos?

Ella juntó las manos delante de la cara, rozando los labios con la punta de los dedos, en actitud de oración, por más que Brunetti sospechaba que hacía mucho tiempo que esa mujer no rezaba por nada, ni a nadie.

—Usted ya sabe quién era su abuelo —dijo.

Brunetti asintió.

—¿Y su padre?

Brunetti negó con la cabeza.

—Nació durante la guerra, y su padre, naturalmente, le puso Benito. —Ella lo miró con una sonrisa, como el que acaba de contar un chiste, pero él no sonrió sino que se quedó esperando a que continuara—. Así era Luca.

Para Brunetti, Luca Guzzardi era un oportunista político que había muerto en un manicomio, por lo que le pareció que lo más prudente sería callar.

—Él creía realmente en todo aquello. Las marchas, los uniformes, y el regreso del Imperio romano. —Ella meneó la cabeza, ahora sin sonreír—. Por lo menos, al principio lo creía.

Brunetti nunca había sabido, porque sus padres no se lo habían dicho, si su padre había creído realmente en todo aquello. Tampoco sabía si ello suponía una diferencia, ni en qué sentido. Esperaba pacientemente, sabiendo que los viejos siempre vuelven a su tema.

—Era un hombre guapo. —La
signora
Jacobs se volvió hacia un aparador que estaba arrimado a la pared y señaló con la mano una deslucida hilera de pálidas fotos. Brunetti, intuyendo que se esperaba de él que se acercara a mirarlas, así lo hizo. La primera era un busto de un joven cuya cara quedaba casi oscurecida por el penacho de plumas de su casco de
bersagliere,
un tocado que al Brunetti adulto siempre había parecido francamente ridículo. En otra, el mismo joven blandía un rifle y, en la siguiente, envuelto en los pliegues de una capa larga y oscura, una espada. La actitud era, en todas las imágenes, deliberadamente beligerante: mentón salido y firme la mirada, compuesta con el propósito de inmortalizar ese momento de patriotismo sublime. A Brunetti aquellas poses le parecían tan tontas como las plumas, las bandas y las charreteras que adornaban el uniforme del joven. Él era tan insensible al atractivo de la parafernalia militar que raramente podía sustraerse a la tentación de comparar a los hombres de uniforme con los indígenas de Nueva Guinea que llevan un hueso atravesado en la nariz, el cuerpo pintado de blanco y el pene protegido por una funda de bambú de un metro de largo. Por ello, soportaba mal los desfiles y ceremonias oficiales.

Brunetti siguió contemplando las fotos durante el tiempo que le pareció prudencial y volvió a sentarse frente a la
signora
Jacobs.

—Hábleme de él,
signora.

Ella lo miró con ojos penetrantes, apenas empañados por la edad.

—¿Qué se puede decir? Éramos jóvenes, yo estaba enamorada y el futuro era nuestro.

Brunetti se permitió entrar en el terreno confidencial que ella había abierto.

—¿Sólo usted estaba enamorada?

La sonrisa de la mujer era la de la persona anciana que ya casi todo lo ha dejado atrás.

—Ya le he dicho que él era muy guapo; los hombres como él, en el fondo, sólo se aman a sí mismos. —Adelantándose a cualquier comentario de él, agregó—: Yo entonces no lo sabía. O no quería saberlo. —Sacó otro cigarrillo y lo encendió. Lanzando una larga nube de humo, comentó—: Aunque viene a ser lo mismo, ¿verdad? —Volvió la brasa del cigarrillo hacia sí, la miró un momento y dijo—: Lo extraño es que, aun sabiéndolo, ello no hubiera hecho cambiar la manera en que yo lo amaba. Y aún lo amo. —Miró a Brunetti, se miró el regazo y, en voz baja, añadió—: Por eso quiero devolverle el buen nombre.

Brunetti callaba, resistiéndose a interrumpirla. Ella, al advertirlo, prosiguió:

—Era emocionante aquella sensación, o aquella ilusión, de que todo iba a ser nuevo y diferente. En Austria se percibía desde hacía años, y por eso a mí me pareció natural. Cuando la observé también aquí, en hombres como Luca y sus amigos, yo no me daba cuenta de lo que significaba en realidad, ni sospechaba que aquellas ideas no podían traernos nada más que muerte y sufrimiento. —Suspiró y dijo—: Tampoco Luca lo veía.

Como la mujer no decía más, Brunetti preguntó:

—¿Cuánto duró su relación?

Ella consideró la pregunta y respondió:

—Seis años, los últimos de la guerra, el juicio y luego… —Su voz se apagó. Brunetti aguardaba; sentía curiosidad por ver cómo lo expresaría ella—. Todo lo que vino después —dijo únicamente.

—¿Iba usted a verlo a San Servolo?

Ella carraspeó, con un sonido áspero y desgarrado, una siniestra señal de enfermedad y flemas oscuras que dio dentera a Brunetti.

—Sí; iba una vez a la semana, incluso después de que me impidieran verlo.

—¿Por qué se lo impidieron?

—Supongo que porque no querían que supieran cómo los tenían.

—Pero, ¿por qué, el cambio? Quiero decir, por qué al principio sí y después no.

—Porque allí dentro Luca se puso mucho peor. Cuando comprendió que nunca saldría.

—¿Tenía que salir? —preguntó Brunetti, y agregó, para aclarar la pregunta—: Quiero decir, cuando lo internaron, ¿pensaban él o usted que iba a poder salir?

—Eso fue lo acordado.

—¿Acordado con quién?

—¿Por qué pregunta todo esto?

—Porque quiero comprender cosas. Respecto a él y al pasado.

—¿Por qué?

Él creía que eso se sobreentendía.

—Porque podría ayudarnos.

—¿En lo de Claudia? —preguntó la mujer.

A él le hubiera gustado percibir un vestigio de esperanza en su voz, pero sabía que la mujer era muy vieja para depositar esperanza en algo que estuviera asociado con la muerte. Decidió decirle la verdad, en lugar de lo que hubiera preferido responder.

—Quizá. —Entonces volvió a preguntar—: ¿Con quién fue el acuerdo?

Ella encendió otro cigarrillo y no respondió hasta haber consumido la mitad:

—Con los jueces. Él confesaría, y tendría un ataque, lo enviarían a San Servolo, donde estaría un año o dos, y cuando la gente se hubiera olvidado de él lo soltarían. —Terminó el cigarrillo y hundió la colilla entre las demás del cenicero—. Y volvería a mi lado —añadió. Después de una pausa, dijo—: Eso era lo único que yo quería.

—Pero ¿qué pasó?

Ella miró a Brunetti y dijo:

—Es usted muy joven para saber lo que era San Servolo, lo que ocurría realmente allí dentro.

Él asintió.

—Lo que pasó no me lo dijeron. Fui un sábado por la mañana. Iba todas las semanas, a pesar de que siempre me enviaban a casa sin dejarme verlo. Pero aquel día me dijeron que había muerto. —Su voz se apagó y ella se miró las manos, inertes en el regazo. Las volvió, contempló las palmas y se frotó la izquierda con las yemas de tres dedos de la derecha, como si quisiera borrar la línea de la vida, según pensó Brunetti—. No me dijeron más. No me dieron ninguna explicación. Pudo ser cualquier cosa. Que otro paciente lo matara. Cuando ocurría eso, siempre lo tapaban. O uno de los guardianes. O un tifus. Los tenían como animales, cuando la gente dejaba de visitarlos. —Apretó los puños y los hundió en los muslos.

—Pero ¿y el acuerdo con los jueces? —preguntó Brunetti.

Ella sonrió y luego rió, como si realmente encontrara graciosa la pregunta.

—Precisamente usted, comisario, debería saber mejor que nadie que no hay que fiarse de las promesas de un juez. —Como Brunetti no discutió ese extremo, ella continuó—: Dos de los jueces eran comunistas, de modo que querían condenar a quien fuera y el tercero era hijo del jefe del partido fascista de Mestre, por lo que tenía que demostrar que era el más íntegro de los íntegros y que estaba limpio de toda influencia de las ideas políticas de su padre.

—¿Y la amnistía? —preguntó Brunetti, pensando en la absolución general que había orquestado Togliatti terminada la guerra, para todos los crímenes cometidos por uno y otro bando durante la era fascista. No comprendía cómo Guzzardi había sido condenado cuando a otros miles se les perdonaban delitos similares o mucho peores.

—Los jueces declararon que el acto había sido cometido en territorio suizo —dijo ella llanamente—. Luca no podía beneficiarse de la amnistía.

—No lo entiendo —protestó Brunetti.

—El domicilio del cónsul suizo. Dijeron que era territorio suizo.

—Es absurdo —dijo Brunetti.

—A los jueces no se lo pareció —insistió ella—. Y el tribunal de apelación lo confirmó. Yo agoté todos los recursos jurídicos. —Ahora su voz era truculenta y tenía ese filo duro que adquieren las voces cuando se utilizan para defender una idea más que un hecho.

Brunetti, por las historias que había oído contar a los amigos de su padre acerca de las cosas que ocurrían después de la guerra, estaba convencido de que los jueces se habían inventado ese tecnicismo para condenar a Guzzardi. Eran muchos los agravios y atropellos cometidos durante la guerra, y no pocos fueron vengados después de la rendición de los alemanes. Los jueces habrían convencido fácilmente a Guzzardi, o a su abogado, para que aceptara un acuerdo y, una vez el condenado fue internado en San Servolo, se hicieron atrás.

Brunetti miró a la anciana y vio que se oprimía los labios con un puño.

—Claudia fue a verme para averiguar si era posible revocar un veredicto por el que se había condenado a una persona poco después de la guerra —dijo el comisario—. Cuando le pregunté de quién se trataba, me respondió que de su abuelo, pero no me dio mucha más información. —Hizo una pausa, por si ella quería decir algo, pero como callaba prosiguió—: Ahora, por lo que usted me ha contado, he podido hacerme una idea más clara. Ha pasado mucho tiempo desde que terminé mis estudios de Derecho,
signora,
pero no creo que el caso sea muy complicado. Probablemente, si se presentara una solicitud formal, se anularía el fallo, pero no me parece que ello pudiera dar lugar a una proclamación oficial de inocencia.

Mientras pronunciaba estas últimas palabras, vio que ella lo miraba fijamente, con la expresión del que está haciendo otros cálculos o recordando otras frases. Tardó mucho rato en hablar.

—¿Está seguro de lo que dice? ¿No se haría una declaración oficial, una especie de ceremonia para devolverle el honor y el buen nombre?

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