—¿De parte de quién, por favor?
—Del comisario Guido Brunetti —respondió, y preguntó a su vez—: ¿Y Claudia Leonardo?
—Sí; trabajaba aquí —dijo el hombre, sin hacer referencia a su muerte.
—¿Y usted es…? —preguntó Brunetti.
—Maxwell Ford —respondió el hombre. De su voz se esfumó toda la itálica suavidad, dejando al descubierto el áspero sustrato anglosajón. En respuesta al inquisitivo silencio de Brunetti, explicó—: Codirector de la Biblioteca.
—¿Dónde está esa biblioteca exactamente?
—Al extremo de Via Garibaldi, al otro lado del canal de Sant' Anna.
Brunetti conocía el lugar, pero no recordaba haber visto una biblioteca por aquellos alrededores.
—Me gustaría hablar con usted —dijo Brunetti.
—Desde luego —respondió el hombre, con un tono de voz ya mucho más cálido—. ¿Sobre su muerte?
—Sí.
—Qué horror. Nos dejó consternados a todos.
—¿Todos? —preguntó Brunetti.
Una breve pausa, y el hombre explicó:
—Todo el personal de la biblioteca. —Cuando Ford hablaba en italiano, el acento era casi imperceptible.
—Tardaré unos veinte minutos en llegar —dijo Brunetti colgando el teléfono.
—¿Y bien? —preguntó la
signorina
Elettra.
—El
signor
Ford es director adjunto de la biblioteca, pero al principio no parecía estar muy seguro de si ella trabajaba allí o no.
—Cualquiera se pone nervioso si la policía le pregunta por una persona que ha sido asesinada.
—Es posible —dijo Brunetti—. Iré a hablar con él. ¿Qué hay de Guzzardi? —preguntó.
—Varias cosas. Estoy buscando datos sobre varias casas que tenía cuando murió.
Brunetti, que ya iba hacia la puerta, volvió sobre sus pasos.
—¿Eran muchas?
—Tres o cuatro.
—¿Qué ha sido de ellas?
—Aún no lo sé.
—¿Cómo ha sabido que existían?
—Pregunté a mi padre. —Ella esperaba oír qué decía Brunetti al respecto, pero ahora el comisario no tenía tiempo de hablar de eso: no quería hacer esperar al
signor
Ford. Es más, ya le pesaba haber llamado a la biblioteca y anunciado su visita: con frecuencia, la reacción de la gente a la inesperada aparición de la policía ante su puerta era tan reveladora como todo lo que pudieran decir después.
Brunetti se encaminó hacia el Arsenale, doblando esquinas y cruzando puentes instintivamente, mientras dejaba que la intrincada historia de Claudia Leonardo y su abuelo se dibujara en su mente para borrarse después y volver a tomar forma. Hechos, fechas, detalles y rumores giraban alrededor de él sustrayéndolo de su entorno de tal manera que hasta que se encontró frente a la entrada del Arsenale, con los ingenuos leones alineados a su izquierda, no volvió al presente. Al llegar a lo alto del puente de madera, se paró un momento a mirar por el portalón al interior de lo que en tiempos fuera el núcleo del poder de Venecia, la fuente de su riqueza y su dominio. Sólo con músculos, martillos y sierras y todas esas herramientas de nombres extraños que usan los carpinteros de ribera, los venecianos habían conseguido construir un barco cada día y poblado los mares de una poderosa flota. Y hoy, con grúas, perforadoras y un sinnúmero de potentes máquinas, aún no había el menor indicio de que el incendiado Fenice fuera a reconstruirse.
Brunetti dio la espalda al portalón y a esos pensamientos y siguió su sinuoso camino hasta Via Garibaldi, donde, con el canal a su izquierda, bajó hacia Sant' Anna. Al ver la fachada de la iglesia, descubrió que no recordaba haber entrado nunca en ella; quizá, como tantas otras de la ciudad, ya no se utilizaba para el culto. Se preguntaba durante cuánto tiempo podrían seguir siendo las iglesias lugares de oración, ahora que quedaban tan pocos orantes, y los jóvenes se aburrían, como se aburrían sus hijos, por la incongruencia de lo que la Iglesia predicaba. No sería Brunetti quien lamentara su ocaso, pero lo inquietaba pensar en lo poco que había para llenar aquel vacío. Una vez más, tuvo que volver de sus divagaciones.
Brunetti cruzó el pequeño puente de su izquierda y vio, a su derecha, un largo edificio aislado situado de espaldas a la iglesia. Entró en la calle Sant' Anna y se encontró frente a un gran
portone
verde. A la derecha, había dos timbres: «Ford» y «Biblioteca della Patria». Pulsó el de la biblioteca.
La puerta se abrió con un chasquido y Brunetti se encontró en un vestíbulo que debía de tener cinco metros de alto. Por las cinco ventanas con barrotes que daban al canal se filtraba suficiente claridad para iluminar las enormes vigas, casi tan gruesas como las del Palazzo Ducale, que cruzaban el techo. El pavimento era de ladrillo colocado en forma de espiga. Brunetti observó que hacia la puerta del fondo, y especialmente en los escalones que bajaban al embarcadero, los ladrillos estaban relucientes y resbaladizos con una fina capa de musgo oscuro.
Había un solo tramo de escalera. Frente a la puerta del rellano aguardaba un hombre bajo y fornido, que vestía un caro traje gris oscuro. Era un poco más joven que Brunetti y tenía un pelo pobre y rojizo, que encanecía a motas, como acostumbra en los pelirrojos.
—¿El comisario Brunetti? —preguntó extendiendo la mano.
—Sí,
¿signor
Ford? —preguntó Brunetti a su vez, y le estrechó la mano.
—Pase, por favor. —Ford retrocedió y sostuvo la puerta mientras entraba Brunetti.
El comisario miró en torno. Una hilera de ventanas daban al canal y a la iglesia del otro lado. A su izquierda, al extremo de la sala, había más ventanas orientadas hacia lo que Brunetti sabía que tenía que ser la Isola di San Pietro.
Había en la sala cuatro o cinco mesas largas, provistas de lámparas de lectura con pantalla verde, y librerías acristaladas cubrían las paredes situadas entre las ventanas. De las otras paredes colgaban fotografías y documentos enmarcados y, en un ángulo, había una vitrina en la que se exhibían, en tres estantes, unos objetos que Brunetti no podía identificar.
El techo de la sala era tan alto como el del vestíbulo y de las vigas colgaban banderas y estandartes que Brunetti no supo reconocer. Una mesa larga, cubierta de cristal, como las de los museos, situada a la izquierda de Brunetti, contenía numerosos cuadernos, abiertos, para que pudieran leerse sus páginas.
—Celebro que haya venido —dijo Ford, mientras iba hacia una puerta de la derecha—. Pase a mi despacho, por favor. Allí podremos hablar.
Como en la sala de lectura no había nadie, Brunetti no veía la necesidad, pero siguió a Ford tal como se le pedía. El despacho, ubicado en el ángulo del edificio opuesto a Isola di San Pietro, tenía ventanas en dos de sus paredes, pero las de la más corta daban a las persianas de la casa del otro lado de la calle.
También allí, entre las ventanas, las paredes estaban cubiertas de estanterías hasta la altura de un hombre, pero en lugar de libros contenían archivadores.
Brunetti, tomando el asiento que se le ofrecía, empezó a preguntar:
—¿Dijo usted que Claudia Leonardo trabajaba aquí?
—En efecto —respondió Ford. Se sentó frente a Brunetti, declinando la oportunidad de situarse en una posición de autoridad, detrás del escritorio. Tenía los ojos castaño claro, la nariz recta y era bien parecido; por lo menos, según los cánones ingleses.
—¿Cuánto tiempo?
—Unos tres meses, quizá algo menos.
—¿En qué consistía su trabajo?
—Catalogaba las adquisiciones, ayudaba a los visitantes en sus consultas… las funciones normales de una bibliotecaria. —La voz de Ford era llana, como para dar a entender que las preguntas de Brunetti le parecían naturales y previsibles.
—Pero, siendo estudiante universitaria, no estaría preparada para esta clase de trabajo. ¿Cómo podía saber ella lo que tenía que hacer?
—Claudia era muy lista —dijo Ford con su primera sonrisa. Se le entristecieron los ojos cuando se oyó a sí mismo elogiar a la muchacha—. En realidad, una vez conoces los principios básicos del trabajo de documentación, todo se reduce a lo mismo.
—¿No han cambiado esas cosas con Internet? —preguntó Brunetti.
—En algunos campos, sí, desde luego. Pero la información que tenemos en la biblioteca y la clase de cosas que interesan a nuestros visitantes, bien, no se encuentran en la Red.
—¿Qué clase de cosas?
—Relatos personales de los hombres que sirvieron en la guerra o en la Resistencia. Nombres de las víctimas. Lugares en los que se libraron pequeñas batallas o escaramuzas. Esas cosas.
—¿Y a quién interesa esta información?
La voz de Ford se animaba a medida que la conversación derivaba hacia el tema que él dominaba: la muerte de hombres jóvenes ocurrida más de cincuenta años atrás, y se alejaba de la muerte reciente de una muchacha.
—Recibimos muchas consultas de familiares de hombres a los que se dio por desaparecidos o capturados por el enemigo. A veces, en los diarios o en las cartas de compañeros, se menciona a los desaparecidos. La mayor parte de la información que nosotros tenemos está inédita, únicamente se puede encontrar aquí. Sólo aquí puede la gente averiguar qué ha sido de sus familiares.
—¿No da esa información el Archivio di Stato? —preguntó Brunetti.
—Por desgracia, los Archivos facilitan muy poca información de esta clase. Y digo facilitan adrede, porque tienen la información pero parecen reacios a darla. O la dan con una lentitud exasperante.
—¿Por qué? —preguntó Brunetti.
—Sabe Dios —respondió Ford, sin tratar de disimular la impaciencia—. Yo sólo puedo decirle cómo van las cosas o, mejor dicho, cómo no van. —Como el historiador estimulado por su tema, Ford se animaba evidentemente—. Imprimen en todo el proceso de consulta una complejidad innecesaria y el Archivo debe trabajar a un ritmo muy lento. —Brunetti no pidió aclaración de este último extremo, pero Ford se la dio de todos modos—: Aquí han venido personas que habían presentado solicitudes oficiales hacía treinta años. Un hombre hasta traía una carpeta de toda la correspondencia generada por su intento de averiguar lo que había sido de su hermano, desaparecido en 1945. La carpeta estaba llena de cartas formulario del Archivo que decían que se había dado curso a la solicitud por la vía correspondiente. —Brunetti hizo un sonido con la garganta que denotaba interés, y el inglés prosiguió—: Lo más triste de este caso es que las primeras cartas que pedían la información estaban firmadas por el padre, que había muerto hacía quince años sin averiguar nada, y el hijo se había hecho cargo de las pesquisas.
—¿Por qué acudió a ustedes?
Ford parecía incómodo.
—No me gusta jactarme de lo que hacemos, y trato de evitarlo, pero nosotros hemos proporcionado datos a muchas personas que no los habían conseguido del Archivo, y ha cundido la voz.
—¿Cobran algo por sus servicios?
Ford pareció francamente sorprendido por la pregunta.
—Nada en absoluto. La biblioteca recibe una pequeña subvención del Estado, pero la mayor parte del dinero lo recibimos de aportaciones particulares y de una fundación. —Titubeó un momento y agregó—: La pregunta es ofensiva, comisario, perdone que se lo diga.
—Comprendo,
signore
—dijo Brunetti con una ligera inclinación de la cabeza—, pero comprenda que, en cierto modo, también yo he venido en busca de documentación, y por ello he de preguntar todo lo que se me ocurra. Pero no era mi intención ofenderlo.
Ford aceptó estas palabras inclinando la cabeza a su vez y el clima se hizo más cálido.
—¿Y Claudia Leonardo? —preguntó Brunetti—. ¿Cómo vino a trabajar aquí?
—En un principio, vino a documentarse y, cuando descubrió la tarea que estábamos haciendo, preguntó si podría trabajar con nosotros en calidad de voluntaria. En realidad, sólo venía unas horas a la semana. Si lo desea, podríamos ver mis notas —dijo Ford empezando a levantarse. Brunetti lo detuvo con un ademán—. Enseguida se familiarizó con nuestros archivos —prosiguió el inglés— y se ganó la simpatía de nuestros visitantes. —Ford se miró las manos, buscando la manera de expresar lo que deseaba decir—. Muchos son personas muy mayores, y creo que agradecían encontrar a una persona que no sólo era competente sino muy…
—Creo que le comprendo —dijo Brunetti, que también se sentía incapaz de utilizar palabras que hicieran justicia a la integridad, franca y juvenil, de Claudia sin provocarse dolor—. ¿Tiene idea de cómo se enteró de la existencia de la biblioteca?
—En absoluto. Un día entró a preguntar si podía consultar nuestros archivos, el material le interesó, volvió varias veces y luego, como le decía, preguntó si podría ayudarnos. —Rememoraba el momento en que la muchacha le había hecho la petición—. La subvención que recibimos del Estado es pequeña, y muchos de nuestros consultantes son gente modesta, de modo que nosotros aceptamos encantados su ofrecimiento.
—¿«Nosotros»? —preguntó Brunetti—. Dijo usted que era codirector. ¿Podría decirme quién es el otro director?
—Por supuesto —dijo Ford, sonriéndose de su olvido—. Es mi esposa. En realidad, esta biblioteca la fundó ella, y cuando nos casamos me propuso compartir sus funciones.
—Comprendo —dijo Brunetti—. Volviendo a Claudia, ¿hablaba de sus amigos? ¿Nunca mencionó a alguien en particular?
Ford reflexionó.
—No que yo pueda recordar con exactitud. Quizá hablara de un chico… o será que me gusta suponer que es lo que hacen las jóvenes, pero nadie en concreto.
—¿Y de su familia? ¿O de otras personas?
—No, nada. Lo siento, comisario. Ella era muy joven, y debo confesar que, a no ser que hablen de historia o de algún tema que me parezca interesante, no acostumbro a prestar mucha atención a lo que dicen los jóvenes. —La sonrisa del hombre era tímida, casi contrita, pero Brunetti, que compartía su opinión acerca de la conversación de los jóvenes, no veía por qué tenía que disculparse.
Como no sabía qué más preguntar, Brunetti se puso en pie y extendió la mano.
—Gracias por su tiempo y su ayuda,
signor
Ford.
—¿Tiene alguna idea…? —preguntó el hombre, sin poder terminar la pregunta.
—Proseguimos la investigación —fue la respuesta estereotipada de Brunetti.
—Bien. Es terrible. Era una muchacha encantadora. Todos la apreciábamos.
Brunetti no encontró nada que decir a eso, y salió detrás de Ford a la desierta sala de lectura. Ford se ofreció a acompañarlo hasta la puerta, pero Brunetti rehusó cortésmente diciendo que bajaría solo. Salió a la pálida luz de un día de finales de otoño, sin otra cosa que hacer que irse a casa a almorzar, con la sensación, reavivada por la entrevista con Ford, del absurdo clamoroso de la pérdida de una vida joven.