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Authors: Donna Leon

Tags: #Intriga

Malas artes (12 page)

BOOK: Malas artes
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El sillón estaba situado en el centro de lo que parecía una alfombra de Isfahán: sólo una fina seda podía tener ese brillo que se distinguía en la punta del fondo, porque, en un amplio semicírculo que se extendía en torno al sillón, la ceniza incrustada en el tejido había apagado el brillo y hasta borrado el dibujo. Automáticamente, con un movimiento que parecía tan instintivo y tan rítmico como la respiración, la mujer tomó un paquete de Nazionali de la mesa que tenía al lado y prendió uno con un encendedor de plástico.

Después de inhalar profundamente, dijo:

—¿Me dice ya lo que tenga que decirme?

—Se trata de Claudia Leonardo —dijo él—. La han matado.

La mano que sostenía el cigarrillo cayó a un lado del sillón, como olvidada. La mujer cerró los ojos y, si las vértebras se lo hubieran permitido, hubiera dejado descansar la cabeza en el respaldo, pero sólo pudo alzarla lo suficiente para mirarlo a la cara. Cuando Brunetti advirtió que debía de estar incómoda, acercó una silla y se sentó frente a ella, para permitirle mirarlo sin forzar la postura.

—Ay, Dios, creí que esto nunca podría ocurrir —murmuró ella, quizá sin darse cuenta. Se quedó mirando a Brunetti, levantó una mano haciendo un esfuerzo y se cubrió los ojos.

Brunetti iba a preguntar qué había querido decir, pero vio elevarse humo al lado de la mujer. Se levantó rápidamente y fue hacia ella, que parecía indiferente a ese movimiento súbito y quizá amenazador. Brunetti recogió el cigarrillo y pisoteó la seda chamuscada.

La
signora
Jacobs estaba completamente ajena a su presencia y a sus actos.

—¿Se encuentra bien,
signora
? —preguntó, poniéndole una mano en el hombro. Ella no daba señales de oírle—.
Signora
—repitió él, oprimiéndole el hombro con más tuerza.

La mano que ella tenía delante de los ojos cayó en su regazo, inerte, pero los ojos seguían cerrados. Él se apartó ligeramente, deseando verla abrirlos. Cuando por fin los abrió dijo:

—En la cocina. Los comprimidos… en la mesa.

Él corrió hacia el fondo del apartamento, por otro pasillo, éste cubierto de libros. Por una puerta de mano izquierda, vio un fregadero, echó en él el cigarrillo que aún tenía en la mano y agarró el frasco de comprimidos que estaba en la mesa. Llenó un vaso de agua y volvió a la sala. Dio el frasco a la mujer, que lo destapó y se echó en la palma de la mano dos comprimidos del tamaño de aspirinas. Se los metió en la boca y levantó una mano para rechazar el vaso de agua que él le ofrecía. Ella volvió a cerrar los ojos y se quedó quieta. Cuando él vio que la mujer se relajaba y empezaba a recobrar el color, no pudo resistir la tentación de volver a mirar las paredes.

Brunetti estaba habituado a los signos de riqueza, si bien su insistencia, y quizá hasta obstinación, en que su familia viviera exclusivamente de lo que él y Paola ganaban con su trabajo, los mantenía alejados de los lujos de los Falier. No obstante, unos cuantos cuadros, propiedad personal de Paola, como el Canaletto de la cocina, habían conseguido colarse en la casa, como gatos extraviados en una noche de lluvia. Él estaba familiarizado con las colecciones del conde y de algunos amigos de éste, sin contar las obras que había visto en las casas de acaudalados sospechosos a los que había interrogado. Pero nada de lo visto hasta entonces podía equipararse a esa grandiosa aglomeración: pinturas, cerámicas, grabados y estampas se agolpaban como disputándose el terreno. Allí podía no haber orden, pero la belleza era abrumadora.

Se volvió hacia la
signora
Jacobs y vio que ella lo miraba mientras buscaba a tientas los cigarrillos. Él dio la vuelta al sillón y se sentó mientras ella encendía y aspiraba el humo profundamente, casi con desafío.

—¿Qué ha ocurrido?

—Su compañera de piso la ha encontrado esta mañana, al volver al apartamento. Al parecer, la mataron anoche.

—¿Cómo?

—Con un cuchillo.

—¿Quién?

—Quizá un ladrón. —Ya al decirlo se daba cuenta de lo poco convincente que era la suposición.

—Aquí no pasan esas cosas —dijo ella. Sin molestarse en mirar si tenía un cenicero al lado, echó la ceniza en la alfombra.

—Por lo general, no,
signora.
Pero hasta el momento no hemos encontrado otra explicación.

—¿Qué han encontrado? —inquirió ella.

—Su libreta de direcciones —respondió Brunetti, sorprendido por la rapidez con que la mujer había recobrado la serenidad.

—¿Y, casualmente, la primera persona que usted visita soy yo? —preguntó ella con una mirada sagaz en sus ojos pálidos.

—No,
signora.
Si he venido a verla es porque, en cierto modo, ya estaba informado sobre usted.

—¿Que estaba informado sobre mí? —preguntó ella, tratando inútilmente de disimular la alarma que en Italia tiene que sentir cualquiera a quien la policía dice que tiene información sobre su persona.

—Sabía que Claudia la consideraba su abuela y que usted quería que averiguara si es posible conseguir que sea revocado un veredicto de culpabilidad dictado contra un hombre que murió en San Servolo. —No veía razón para ocultárselo, ya que, antes o después, tendría que interrogarla sobre aquel asunto, y sería mejor empezar ahora, mientras el trauma por lo que acababa de saber podía minar su resistencia a responder preguntas.

La mujer dejó caer el cigarrillo en la alfombra, lo apagó con el pie e inmediatamente encendió otro. Se movía despacio y con precaución. Él le calculaba más de ochenta años. La anciana dio al nuevo cigarrillo tres caladas ávidas, como si no acabara de tirar el anterior. Sin preguntar, Brunetti se levantó, fue a la mesa que estaba detrás de ella, volvió con la tapadera de un jarrón que parecía servir de cenicero y la dejó a su lado.

Ella, sin darle las gracias, preguntó:

—¿Es usted la persona a quien Claudia preguntó?

—Sí.

—Le dije que fuera a un abogado, que yo lo pagaría.

—Y fue. Él le pidió cinco millones de liras.

Ella sorbió el aire por la nariz, desestimando la suma por insignificante.

—¿Y entonces fue a verlo a usted?

—No directamente. Antes habló con mi esposa, que era profesora suya en la universidad, y le pidió que me lo preguntara. Pero, al parecer, Claudia no quedó satisfecha con la respuesta que yo di a mi esposa y fue a la
questura
a hablar conmigo.

—Sí, muy propio de ella —dijo la mujer con una sonrisa que apenas le rozó los labios pero le suavizó la voz—. ¿Y usted qué le respondió?

—En síntesis, lo mismo que había dicho a mi mujer, que no podía dar una respuesta sin tener idea del delito en cuestión.

—¿Le dijo ella de quién se trataba? —preguntó la mujer, ahora sin poder eliminar la suspicacia de su voz.

—No —respondió Brunetti. Era mentira, pero sacar partido de la situación aprovechándose vilmente de una anciana afligida por la muerte de una persona querida, formaba parte de sus atribuciones.

La mujer desvió la mirada y la posó en la pared de su derecha, la cubierta de cerámicas. A Brunetti le pareció que no las veía, que estaba ajena a todos los objetos de la habitación. Cuando ella llevaba ya un rato sin hablar, empezó a sospechar que ni se acordaba de él.

Finalmente, lo miró.

—Me parece que no hay más que hablar —dijo.

—¿Perdón? —preguntó él, con toda su cortesía, sinceramente desconcertado.

—Eso es todo. Todo lo que deseo saber y todo lo que pienso decir.

—Me gustaría que fuera tan sencillo,
signora
—dijo Brunetti con franca simpatía—. Pero me temo que no tenga usted elección. Esto es una investigación de asesinato, y está obligada a responder a las preguntas de la policía.

Ella se rió. Era un sonido que no revelaba diversión ni complacencia, pero parecía la única respuesta que ella era capaz de dar a una explicación, a su modo de ver, tan absurda.


Signor commissario
—dijo—, tengo ochenta y tres años y, como habrá podido observar por esas píldoras que tomo, muy poca salud. —Antes de que él pudiera responder, prosiguió—: Si se empeña en obligarme a seguir hablando con usted, no encontrará ni a un solo médico que no certifique que cualquier pregunta que usted me haga sobre este asunto puede poner mi vida en peligro.

—Por su manera de decirlo, parece que no lo cree usted así —observó él.

—Oh, claro que lo creo. Yo me crié en una escuela mucho más rigurosa de lo que ustedes, los italianos, puedan llegar a imaginar, y nunca he sido quejica. Pero si usted pudiera sentir cómo me late el corazón en este momento, comprendería que sus preguntas suponen un grave riesgo para mí. Si he mencionado al médico es sólo para que comprenda hasta dónde estoy dispuesta a llegar para evitar seguir hablando con usted.

—¿Son las preguntas lo que pondría en peligro su vida,
signora,
o las respuestas?

Ella, al observar que el cigarrillo que tenía en la mano se había apagado, lo arrojó al suelo y buscó el paquete.

—Disculpe que no lo acompañe a la puerta, comisario —dijo la mujer con el tono imperativo de quien ha vivido en una casa en la que hay muchos criados.

Capítulo 12

Su trabajo había mostrado a Brunetti las muchas formas en las que se manifiesta la desesperación, por lo que no desperdició el tiempo en lo que sabía que sería un intento inútil por convencer a la
signora
Jacobs para que le hablara de la muchacha asesinada.

Al salir del apartamento, el comisario decidió volver andando a la
questura
mientras pensaba en la posibilidad de que la anciana y su relación con Guzzardi tuvieran algo que ver con la muerte de Claudia. ¿Por qué unos hechos delictivos cometidos décadas antes de que naciera Claudia habían de estar relacionados con lo que quizá no fuera sino un robo frustrado? Los simples ladrones, le decían la voz de la experiencia y el escepticismo habitual, no llevan cuchillo, y los simples ladrones no asesinan al que los descubre; si acaso, le dan un empujón y tratan de salir corriendo, pero no lo matan a cuchilladas.

Cuando quiso recordar, Brunetti ya estaba delante del
campanile
de San Giorgio, mirando el ángel de lo alto, restaurado después de que un rayo lo incendiara hacía varios años. Al darse cuenta de que había dejado atrás la
questura,
retrocedió hacía San Lorenzo. El agente de la entrada lo saludó normalmente, sin dar señales de que hubiera visto pasar a su superior hacía unos minutos.

Brunetti se paró en la puerta del despacho de la
signorina
Elettra, miró hacia el interior y se alegró de ver flores en la repisa de la ventana. Un paso más, y pudo comprobar con satisfacción que había más flores en la mesa, rosas amarillas, dos docenas por lo menos. Cómo había deseado él durante los últimos meses que la joven volviera a gravar descaradamente el presupuesto municipal con aquellos fastos florales que ella calificaba de gastos de oficina. Cada flor, cada capullo, exhalaba aroma de malversación de fondos públicos. Brunetti lo aspiró profundamente, y suspiró con alivio.

Era una satisfacción volver a verla sentada a su mesa y, más aún, con aquel jersey de cachemira verde. Y leyendo una revista.

—¿Qué es hoy,
signorina
? —preguntó—. ¿
Famiglia Cristiana
?

Ella levantó la mirada, pero no sonrió.

—No, señor; ésa siempre se la doy a mi tía.

—¿Es religiosa?

—No, señor. Tiene un loro. —Ella cerró la revista impidiéndole ver la portada. Él deseaba que fuera
Vogue.

—¿Vianello se lo ha dicho? —preguntó.

—Pobre muchacha. ¿Cuántos años tenía?

—Exactamente no lo sé. No más de veinte.

Ninguno de los dos hizo el comentario sobre la vida malograda.

—Ha dicho que era alumna de su esposa.

Brunetti asintió.

—Ahora vengo de hablar con una anciana que la conocía.

—¿Tiene alguna idea de lo que puede haber ocurrido?

—Quizá un robo. —Al observar la reacción de la joven se corrigió—: O quizá algo completamente distinto.

—¿Por ejemplo?

—Un novio. Drogas.

—Dice Vianello que usted había hablado con ella. ¿Lo cree posible?

—De entrada, diría que no, pero ya no entiendo este mundo. Cualquier cosa es posible. De cualquiera.

—¿Realmente lo cree usted así, comisario? —preguntó ella, y su tono indicaba que daba a la pregunta un significado más hondo del que él había puesto en su comentario, que había hecho sin pensar.

—No —respondió Brunetti, reflexionando—. Me parece que no. Al final siempre se encuentra alguien en quien confiar.

—¿Por qué?

Él no tenía idea de cómo se había suscitado ese interrogatorio y adónde podía llevarlos, pero advirtió la seriedad con que ella preguntaba.

—Porque aún hay personas dignas de confianza. Así hemos de creerlo.

—¿Por qué?

—Porque, si no tenemos por lo menos una persona en la que poder confiar plenamente, entonces… en fin… nosotros mismos quedamos disminuidos. Por no saber lo que es confiar en alguien. —No estaba muy seguro de lo que quería decir exactamente, o quizá no sabía explicarlo, pero sí tenía la convicción de que se sentiría una persona menos válida si creyera que no había nadie en cuyas manos pudiera poner su vida.

Antes de que él pudiera seguir hablando o ella preguntar, sonó el teléfono. Ella contestó.

—Sí, señor. —Miró a Brunetti y ahora sí sonrió—. Sí, señor; acaba de llegar. Ahora mismo lo hago pasar.

Brunetti no sabía si sentir alivio o decepción por la forma en que se había interrumpido la conversación, pero comprendía que no podía quedarse a continuarla una vez que el
vicequestore
Patta había sido informado de su llegada.

—Si no he salido antes de quince minutos, llame a la policía.

Ella asintió y abrió la revista.

Patta estaba sentado a su mesa, ni satisfecho ni contrariado, con su aspecto de siempre, tan propio de un cargo de responsabilidad y autoridad que su promoción podía ser resultado de una ley natural. Al entrar, Brunetti se sorprendió haciendo lo que había llegado a ser un hábito en él: buscar en la expresión de Patta las señales de lo que se avecinaba, como un augur examinaría los riñones de un pollo recién sacrificado.

—Sí, señor —dijo, dirigiéndose hacia la silla que su superior le señalaba.

—¿Qué pasa con la muerte de esa muchacha, Brunetti? —Era algo más que pregunta, sin llegar a exigencia.

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