Read Manolito on the road Online

Authors: Elvira Lindo

Tags: #Humor, Infantil y juvenil

Manolito on the road (13 page)

BOOK: Manolito on the road
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Marcial se quedó allí, en mitad de la carretera, echando pestes de mí, sin que nadie le hiciera mucho caso, porque los guardias me montaron en su jeep y me dijeron que mis padres ya estaban en camino para venir a buscarme. Yo les pregunté a los guardias que dónde estaba y ellos me dijeron «Espera un momento y ahora lo verás». El jeep iba por unos campos llenos de árboles y de hierbas gigantescas y unos ríos estrechos pasaban a veces por debajo de la carretera. De pronto, sin que yo me lo esperara, lo vi. Mucho más grande que en la tele, estaba muy quieto y olía fuerte, fuerte. El mar.

El coche se metió por un caminillo y llegamos a un chiringuito. Me dijeron que estaba en Valencia y que allí esperaríamos a mis padres. La playa estaba llena de gente tomando el sol. Les dije a los señores guardias que si podía ir hasta la orilla a meter los pies. Y ellos me contestaron que me tenían que acompañar porque hasta que no vinieran mis padres no podían dejarme solo.

Fui hasta la orilla con un señor guardia a cada lado, como si me llevaran detenido. La gente se separaba de nosotros y se nos quedaba mirando, sobre todo a mí, porque debían de pensar que era un niño que había cometido un crimen tan gordo que no se me podía dejar de vigilar ni un momento. Me dijeron los señores guardias que si me quería meter, pero les dije que no llevaba bañador.

—Pues con el calzoncillo mismo, anda qué problema. Si aquí, ya ves tú, nadie se fija en nadie.

Pero no era verdad, todo el mundo estaba pendiente de lo que hacían esos guardias con ese niño detenido, así que volvimos otra vez y la gente se volvió a apartar de nosotros como si fuéramos extraterrestres. Los guardias se quedaron en la barra y yo me senté. Me dijeron que me pidiera lo que quisiera, y ahí estuve pidiendo frutopías por un tubo hasta que llegaron mis padres.

Por fin el camión
Manolito
entró en el aparcamiento. Las puertas se abrieron y mi madre se tiró como una loca desde el asiento. Por un momento se quedó en el suelo de rodillas. La vi venir corriendo de una manera que parecía que cada pierna y cada brazo iban por un lado distinto y tenía una cara tan rara que me levanté y tuve la tentación de salir corriendo, porque no sabía qué es lo que quería hacerme aquella madre con aquella cara. No me pude escapar porque me agarró con los brazos, con las piernas, con la cabeza, como si fuera un pulpo, y me llenó la cabeza de besos. Detrás de ella vi a mi abuelo. Sentí algo húmedo en la oreja: era el chupete del Imbécil. Mi madre decía «Cariño, cariño, lo que hemos pasado toda la noche», mi abuelo decía «Angelico mío», el Imbécil decía «Dejad al nene con Manolito». El Imbécil se hizo sitio y se sentó encima de mí. Por detrás de todos ellos vi a mi padre. Llevaba el paquete que le había dado a Alicia en las manos y, dirigiéndose hacia mí, dijo:

—El detergente era para ti.

No lo entendí muy bien, pero lo abrí, aunque me resultó difícil porque los tenía a todos encima. En mi familia somos así, como estamos acostumbrados a vivir en una casa tan pequeña, aunque salgamos a la calle seguimos estando unos encima de otros.

Cuando el paquete estuvo abierto me quedé mirándolo sin poder creerlo. Mi padre sabía que, desde que vimos la película, el Imbécil y yo nos pasábamos la vida saltando por los sofás y peleando con nuestras espadas invisibles. ¡Era un disfraz del Zorro! Entré en el váter y salí vestido con el bañador que me había traído mi madre y con el disfraz del Zorro encima. Era un Zorro con un bañador de palmeras debajo. El típico Zorro de la Malvarrosa, dijo el dueño del chiringuito. La Malvarrosa era la playa en la que estábamos.

Mi abuelo se remangó los pantalones y nos acompañó hasta la orilla. La gente me miraba otra vez, pero esta vez no miraban al pobre niño criminal, miraban al auténtico Zorro de la Malvarrosa. Mi abuelo decía que si no fuera porque yo era más bajito, un poco más gordo, y con gafas me daría un aire a Antonio Banderas. Me quité el disfraz para bañarme y el Imbécil y yo nos metimos en el agua mientras mi abuelo cuidaba mi nuevo uniforme de batalla y mis gafas. El Imbécil se empeñó en meterse en bolas. Es un niño que no tiene vergüenza y nunca la tendrá. Nos meamos en el mar porque dice el Orejones que si te meas en el mar y pides un deseo se te cumple fijo. Yo meé con los ojos cerrados y deseé que volviéramos muy pronto de vacaciones quince días enteros, como hacen algunos niños de mi clase. El Imbécil deseó que le regalaran a él un disfraz del Hombre-Araña.

Cuando volvimos al chiringuito había una paella encima de la mesa y unos músicos se habían puesto a tocar canciones de las que le gustan a mi abuelo. Mi padre nos llevó al camión al Imbécil y a mí. Me dijo: «A ver si la próxima vez te fijas en el camión que te metes». Abrió la parte de atrás.

—Te lo tenía que haber dicho, Manolito —me dijo—, el cargamento secreto no era ni más ni menos que juguetes.

El Imbécil y yo nos quedamos con la boca abierta viendo aquellas cajas y tragando saliva de la emoción incontenible.

—Pero no se tocan. Tú has tenido tu disfraz del Zorro y tu hermano, éste.

Cogió un paquete del montón y se lo dio al Imbécil.

—Es el disfraz del Hombre-Araña del nene.

Lo dijo con tanta seguridad que nos quedamos alucinados. Era el disfraz del Hombre-Araña. Desde entonces no sé si es que el Imbécil tiene poderes paranormales o si es que mearse en el mar y pedir un deseo es algo que no falla nunca. Nos vestimos ahora los dos. El Imbécil parecía una sobrasada embutido como estaba en las mallas del Hombre-Araña. Le salía esa barriga tan gorda que tiene y mi padre dijo que en vez del Hombre-Araña parecía el Hombre-Cochinilla.

Le pregunté a mi abuelo que si alguien había hablado por la radio de mí, y me dijo que sí, que habían salido todos por la radio, para ver si alguien me había visto y podía dar alguna pista. O sea, que sí, que era mi madre la que decía que yo era un niño como no había dos en este mundo. Me la quedé mirando y de pronto me pareció raro que mi madre fuera esa mujer que había dicho que me quería tanto. Estaba seria con mi padre, yo lo había notado, como cuando le falta muy poco para ponerse a llorar; pero mi padre le estaba diciendo unas cosas al oído y ella empezó a sonreír, y luego a sonreír un poco más, y luego se dieron un beso de película muda.

Los músicos empezaron a tocar
Campanera
, que es una canción antigua de un niño antiguo que la cantaba en el pasado, y que a mí me enseñó mi abuelo el primer año que vino a vivir a Madrid. Mi abuelo les gritó a los músicos: «¡Mi nieto se la sabe!», y los músicos hicieron un gesto para que yo subiera a cantarla. Empecé supercortado pero al ver que todos me hacían palmas me fui animando. Como cantar
Campanera
mucho rato es un rollo repollo me puse a hacer en el escenario como que luchaba con unos enemigos invisibles con mi espada del Zorro y mi antifaz del Zorro y mi capa.

Mis padres salieron a bailar y bailaban muy apretados. También salió mi abuelo con el Hombre-Cochinilla en brazos. Entonces, al verlos a todos ahí, bailando, me entró una cosa muy rara en la garganta, una cosa que me subía a los ojos, y si no llega a ser porque los Zorros no lloran, se me hubieran saltado dos lágrimas que tenía a punto de escaparse por debajo del antifaz.

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