Read Manolito on the road Online

Authors: Elvira Lindo

Tags: #Humor, Infantil y juvenil

Manolito on the road (9 page)

BOOK: Manolito on the road
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Antes de que nos fuéramos, el encargado me dijo en voz bastante baja:

—¿Tú crees que tu madre le echó a tu abuelo el detergente en la leche Molico a propósito?

—Ella dice que no.

Me iba a seguir preguntando pero mi padre me miró desde la puerta con una mirada de esas que te paralizan a distancia, así que yo me quedé callado y el encargado se quedó observándome hasta que me fui con unos ojos bastante enigmáticos.

Cuando nos montamos en el camión mi padre me dio la charla y me dijo que a la gente nunca había que contarle nada de lo que pasaba en tu vida o en tu casa.

—¿Entonces tú quieres que no hable? —le dije yo.

Y mi padre me dijo que no, que tenía que aprender a hablar sin contar nada importante. Y yo pensé que a mí lo del Imbécil comiendo jabón no me parecía tan importante, ni tampoco lo de mi madre echando detergente en los botes de mi abuelo, a mí eso me parecía una tontería. Me parecía importante que la gente no supiera que hay un chulo en mi clase (Yihad) que ya me ha roto las gafas dos veces, y que encima desde entonces quiero ser su amigo para que no me las vuelva a romper; me parecía importante que nadie supiera que un día robé en la panadería de la Porfiria, pero que ya no soy un ladrón y estoy reinsertado de verdad en la sociedad (no como el hermano de Yihad que se reinserta lo menos seis veces al año); me parecía importante que mi madre no supiera que Melody Martínez ha decidido por su cuenta que es mi novia, y que yo no me atrevo a llevarle la contraria, porque además eso a Melody no le importa, lo que yo piense no le importa. A mi madre le parece bien que seamos amigos pero nada más. Nos vio un día en el parque del Ahorcado, un día que Melody Martínez no hacía más que cogerme de la mano y darme un besito por aquí y otro por allá, que me estaba poniendo de los nervios, y cuando volví a casa, mi madre me decía:

—Que sois amigos, muy bien, estupendo, pero de besitos nada, que los padres de Melody están en la cárcel.

—Pero mujer —le decía mi abuelo—, si sólo tienen diez años.

—Así se empieza. Y me veo en la boda de éste y con mis consuegros pidiendo un permiso especial para acudir a la ceremonia.

A mí me da igual que mis suegros estén o no en la cárcel, yo lo que no quiero es tener suegros, ni ahora ni nunca. Cuando cumpla por fin la edad penal me iré con mi abuelo a vivir a una residencia, no me importa que sea de ancianos. Mi abuelo dice que va a pedir permiso a las autoridades para poderse llevar al nieto (yo).

Después de descargar no sé cuántos paquetes en no sé cuántos sitios, paramos por fin en el campo para comernos la tortilla de patatas de mi madre. Hice un agujerito en el papel de plata y metí la nariz para oler la tortilla. Me tapé el otro agujero de la nariz para que me entrara el olor hasta bien dentro. Casi me caigo para atrás del gusto. En ese momento tuve mucho cariño a mi madre. Para que veas que hay momentos en que nos queremos bastante. Nos sentamos en dos piedras y yo le dije a mi padre:

—¿A que no sabes cuál es el trabajo que NO quiero tener nunca en mi vida?

—Pues no sé.

—Caliente, caliente, que casi te quema, que te quema, que te fríes.

—Dímelo, venga.

—Camionero —se lo dije sin mala intención, pero yo creo que a mi padre no le hizo mucha gracia.

—Pues es el trabajo de tu padre.

—Ya, pero es que yo no quiero trabajar tanto como tú; yo quiero ser director de algo, tener una oficina en Torre Picasso, que es donde limpia la madre del Mostaza y dice que mola un despacho en el piso 25.

—Pues tendrás que estudiar mucho para no ser camionero.

—Ése es el lado malo.

—Y tendrás que vender el camión
Manolito
, porque ya no te hará falta.

—¡No, eso no, iré todos los días a la Torre Picasso montado en el camión
Manolito
! Lo que haré es que viviré en el camión, me pondré dentro un salón con todo y con parabólica y con una bañera de burbujas. Como tendré mucho dinero porque no voy a ser camionero…

No sé muy bien por qué pero me pareció que mi padre se quedaba un poco triste, así que abrí mi mochila y le dije que no se comiera todavía el bocadillo, que tenía que darle en la cara y en los brazos protección 18 que me había dado mi madre para el viaje.

—Si no me hace falta, no me pongas eso, que son cosas de tu madre.

Y yo le dije que sí que le hacía falta porque había visto en un documental que había un conductor al que le habían atacado los rayos que venían del mismo agujero de la capa de ozono, le habían dado en el brazo que llevaba fuera de la ventanilla y que casi, casi le entra un cáncer.

—Así que, quieras o no, te voy a dar en ese brazo protección 18, y yo me voy a dar en éste, que es el que yo llevo por fuera de la ventanilla.

Dejamos nuestros bocadillos, que estaban a la mitad, en una de las piedras, y yo le empecé a poner crema a mi padre. Se volvió a poner otra vez contento porque le dije además que en este viaje no le iba atacar el rayo asesino del agujero de la capa de ozono, porque yo siempre le iba a estar dando con la crema porque era su camionero-copiloto.

—¿No decías que no querías ser camionero?

Y le dije que a lo mejor sí porque me di cuenta de que a él le gustaba que dijera que sí. Me pasé no sé cuánto tiempo poniéndole crema, y luego él me puso a mí la protección 18. Pero, cuando acabamos de luchar con los rayos asesinos, un ejército de cien mil hormigas se había apoderado de nuestros bocadillos. Mi padre dijo «Ay, Dios mío» y sin decir nada más me ayudó a montarme en el camión.

—Yo tengo mucha hambre —le dije.

—Si eres capaz de aguantar un poco más te voy a llevar a un sitio donde nos vamos a poner las botas.

El sitio se llamaba «El Chohuí» y llegamos al final de la tarde, después de que mi padre fuera descargando su cargamento secreto en no sé cuántos
hípers
y yo me aburriera tanto que hasta eché de menos al Imbécil. Todo niño tiene sus momentos bajos.

El sitio se llamaba «El Chohuí» porque a la dueña, que era amiga de mi padre, le gustaba una canción que decía «Chohuí, Chohuí, Chohuí», y no me acuerdo más de la letra. La dueña se llamaba Alicia, y era una mujer rubia y que me dijo que tenía muchas ganas de conocerme porque mi padre le había contado muchas cosas de mí. Cuando la mujer rubia se fue a atender a otro señor del bar, yo le pregunté a mi padre que qué le había contado, que si le había contado que Yihad me había roto las gafas dos veces y que en el Belén Viviente del colegio sólo he sido un año Árbol y al año siguiente Oveja, pero nunca persona.

—Que no le he contado nada importante, pesado, sólo le he dicho que eres muy simpático y esas cosas…

La mujer rubia me dijo que si me gustaban las salchichas y yo le dije que de qué marca. Mi padre dijo qué pregunta era ésa. Y la mujer rubia dijo que eran mucho mejor que las de marca porque eran auténticas de pueblo. Y yo le dije a la mujer rubia que a mí me gustaban las que hacía mi madre, que eran de la marca «Día». La mujer rubia se echó a reír y me dijo que le diera la oportunidad de enseñarme lo ricas que estaban sus salchichas. Cuando se fue a prepararlas mi padre me dio otra charla, me dijo que no tenía por qué pensar que lo que comía o hacía en mi casa era lo mejor del mundo, que tenía que ser un niño abierto y no un niño cateto. Era la segunda vez en mi vida que me llamaba cateto. Era duro para mí, y eso que no sabía lo que significaba.

Voy a confesarte que cuando vi las salchichas tuve que tragar saliva porque tenían forma de salchichas pero estaban llenas de tropezones por dentro, y las de mi madre son lisas y superperfectas, pero como mi padre y la mujer rubia estaban que no me quitaban ojo me metí el primer bocado. Pensé en tragármelo a lo bestia, todo de golpe, como las pastillazas que toma mi abuelo para la próstata, pero cuando ya tenía el trozo casi en el tubo de escape hacia el estómago, la boca se me llenó de un regusto que la tuve un rato en la lengua y la chupé como un caramelo.

Me comí ocho. Mi padre me decía: «A ver si ahora te vas a poner malo, que tú o te pasas o no llegas». La mujer rubia se reía, de pie, al lado de nuestra mesa, y se le movía con la risa un escote muy grande que subía y bajaba. Por la tele empezaron a echar un reportaje real de unos matrimonios que se hacían ellos mismos en su casa películas no autorizadas (esas que llama el Imbécil «de culitos», y que la Luisa tiene escondidas) y luego las vendían. Todo el mundo cenaba mientras veía el programa pero, cuando el presentador dijo: «¿Nos pueden enseñar cómo lo hacen?», la mujer rubia se sacó el mando a distancia del delantal que llevaba y apagó la tele. Todo el mundo empezó a protestar, pero ella dijo que estando un niño delante no se podían ver esas cosas. Dos señores que conocían a mi padre, porque le llamaron por su nombre, le dijeron sin cortarse que por qué no acababa de una vez el niño ese con las salchichas y se iba a dormir, pero la mujer rubia dijo que, para una noche que tenía un niño en su comedor, no iba a echarlo y que ya podían ir callándose. Creo que casi todos me miraron con un poco de odio, sobre todo porque yo todavía me comí otras dos salchichas y luego unas natillas que tampoco eran de marca, eran natillas de la mujer rubia y tenían una galleta redonda encima que se llamaba «María». Se tuvieron que fastidiar porque tardé la tira de tiempo en acabar. Me llenaba la cuchara de natillas y luego la tenía en la boca quince segundos (lo estaba viendo en mi reloj). En cuanto acabé y me levanté, uno de ellos dijo: «Venga, Alicia, que ya se va». Mi padre cerró la puerta del comedor y se oyó la televisión otra vez.

—¿A que les he caído fatal?

—Que no, tonto, es que son así con todo el mundo.

Se había hecho de noche y salimos a por mi mochila al camión. El campo se veía todo oscuro y «El Chohuí» estaba de lo más misterioso con sus letras que se encendían y se apagaban. Primero se encendía CHO y luego al rato se encendía HUÍ, y al lado del HUÍ había un pájaro que cantaba subido en una palmera. Le dije a mi padre que si estábamos en un hotel de lujo y se echó a reír y me dijo:

—¿A ti qué te parece?

Y yo miré las letras del CHO y luego del HUÍ y el pájaro subido a la palmera y le dije que sí, que estábamos en un hotel de lujo. Le di un beso en el lomo al camión
Manolito
antes de irme a la cama y le dije que si me necesitaba que encendiera y apagara las luces.

La habitación tenía dos camas y encima tenía un cuarto de baño para nosotros. Yo pensé que el cuarto de baño estaría en el pasillo, como en todas las casas de Carabanchel (Alto). Y encima nos habían puesto bolsitas de champú y de jabón para nosotros solos.

—¿Y no pasará ningún hombre al váter a mitad de la noche?

—Esto es para nosotros solos.

Las camas estaban superperfectas hechas, sólo tenían algún roto en la colcha que tenías que fijarte mucho para notarlo. Le dije a mi padre que si podía llamar a casa, porque tenía muchas ganas de que el Imbécil se muriera de envidia. Fue el propio Imbécil el que descolgó el teléfono porque llevaba esperando lo menos dos horas a que llamáramos. El Imbécil y yo nunca nos hemos separado, así que cuando le dije para hacerle un poco de rabiar que a lo mejor no volvía nunca porque me gustaba vivir en un hotel de lujo, el Imbécil soltó el teléfono y se tiró al suelo y se puso a aullar como sólo él sabe hacerlo. Oí que mi madre recogía el teléfono y me dijo:

—¿Pero es que ni estando lejos vas a dejar de meterte con tu hermano chico?

Casi todo el tiempo se lo pasó consolando al Imbécil, y luego me tuve que poner yo para decir que sí, que iba a volver y que sólo le había querido hacer una bromita entre hermanos. Mi abuelo y mi madre me hicieron contarle todo, que cómo era la habitación, que si me había mareado. Mi padre estaba al lado y cuando no quería que contara una cosa me ponía un dedo en la boca y me decía que contara otra. Me cortó cuando iba a empezar a contarle a mi madre lo de sus bocadillos de tortilla, y tampoco quiso que le empezara a contar las cosas que me había preparado Alicia, la mujer rubia. Sí que me dejó contar que en la habitación había un cuadro encima de mi cama de unos ciervos que parecía que iban a salir corriendo hacia el váter, era un cuadro superrealista, y me dejó contar que no teníamos ni que salir de la habitación si nos entraban ganas de mear a medianoche.

—Eso es lo que le vendría bien al Imbécil: un váter en la misma habitación, a lo mejor así le resultaba más fácil no mearse en la cama.

Mi madre me dijo que como idea estaba bien pero que el único sitio un poco libre que había en mi casa para poner el váter era el mueble-bar. Me dijo que teníamos que acostarnos pronto y que no me separara de mi padre ni un momento. Antes de colgar el teléfono me dio lo menos diez besos que se me metieron en todo el oído interno. Hay cariños que matan.

Por mí me hubiera acostado con la misma ropa que llevaba pero mi padre dice siempre que no es lo mismo un camionero limpio que un camionero guarro, y también me dijo que aunque me diera pereza me tenía que duchar porque si no la habitación por la mañana olería a choto.

Mi padre me dijo «venga, desnúdate», y yo me fui al baño y fui a cerrar la puerta, pero él dijo que allí no era necesario, que nadie nos podía ver, que era nuestro propio cuarto de baño. Todo el mundo sabe en mi casa que desde el año pasado yo no quiero que nadie me vea en casa desnudo. Sólo puede entrar el Imbécil, porque por mucha vergüenza que me da que me vean desnudo, mucho más me cuesta renunciar a nuestros clásicos concursos de pedos acuáticos o pedos bañereros (de bañera). Eso mi padre no lo sabe porque no nos ve a diario, y los fines de semana se pide para él sólo el cuarto de baño lo menos dos horas, y deja todo el cuarto lleno de vapor con olor de afeitado que el Imbécil y yo nos tiramos allí sentados, yo en el trono grande, en el váter, y él en el bidé, aspirando el olor hasta que lo gastamos por completo.

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