Read Manolito on the road Online

Authors: Elvira Lindo

Tags: #Humor, Infantil y juvenil

Manolito on the road (8 page)

BOOK: Manolito on the road
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—No lo sé, Cata, no lo sé, de verdad, porque estaba dormido.

—¿Y si estabas dormido cómo es que les has pedido el mando a distancia?

Así es mi madre, como esos policías de las películas que hacen temblar a los acusados.

—Lo habré dicho en sueños.

—Dios mío, qué hombre más tonto —entonces se volvió a nosotros—. Lo voy a preguntar sólo una vez más: ¿quién ha sido?

No te lo vas a creer, yo tampoco me creía lo que veían mis gafas. Yo señalé al Imbécil, al fin y al cabo, era un chivato pero tenía mis razones, pero ¡el Imbécil me señaló a mí!

—Muy bien —dijo mi madre—, mañana es sábado. Os quedaréis en casa castigados sin salir.

—Me había invitado la madre del Orejones a ir a su casa con el kimono —le dije yo.

—Si me dices de verdad quién ha sido te dejo ir a casa de tu amigo.

Entonces pensé qué me convenía más, si echarme las culpas o poder ir a cenar y a dormir a casa del Ore. Tardé treinta segundos en contestar. Todos me miraban y se mascaba la tensión ambiental. Bajé la cabeza como el típico niño arrepentido y dije:

—He sido yo y lo hice sin querer.

El muy traidor del Imbécil se puso a reír y mi madre dijo con una sonrisa:

—Lo sabía, si yo lo sabía.

—Bueno, pues ya está, dejemos el tema —dijo mi abuelo.

Aquella noche mi madre curó al abuelo la herida porque le salía un líquido infeccioso y le llevamos el soperío a la cama. Yo me acosté a su lado para leerle un SuperLópez, como él hace cuando yo me pongo malo. Entonces, mi madre me dijo:

—Ahora bien que lo quieres. No te debería dejar que fueras a casa del Orejones mañana.

—Ya me ha pedido perdón, déjale en paz.

Mi madre se acostó y el Imbécil se escapó de su cuna gigantesca, como hace algunas noches, para venirse con nosotros. Se acostó al otro lado de mi abuelo.

—Abuelo, ¿no duermes en el cementerio? —le preguntó.

—Todavía no.

—Mañana tampoco —dijo el Imbécil tocando con el chupete el esparadrapo de la herida.

—Mañana tampoco.

—Abuelo —dije yo—, es un mentiroso de mentiras podridas. Fue él el que te dio, le pegó una patada al mando a distancia y el mando saltó contra tu frente.

El Imbécil se levantó y dijo:

—Le di así —y alzó una de sus piernas de luchador de Sumo para hacernos una demostración.

—Haberlo dicho delante de mamá, listo.

—Déjalo, Manolito, que es muy pequeño…

—Es muy pequeño, es muy pequeño, siempre estáis con lo mismo.

—Al fin y al cabo tú te vas mañana a dormir a casa del Orejones.

El Imbécil que seguía de pie, haciéndonos la demostración de su patada de Sumo a oscuras, se echó encima de nosotros para decir que no quería que yo me fuera a dormir a casa de nadie, que no quería que fuera a casa del Ore. Siempre pasa igual, el Imbécil siempre monta el número cuando yo me voy a dormir a casa de algún amigo.

—El nene se quedará mañana con el abuelo aquí toda la noche, ¿vale? —le dijo mi abuelo para que no se fuera a coger una de sus perras nocturnas.

—¿Y por qué se tiene que quedar contigo cuando yo me voy? Él tiene su cama.

—Nunca estáis contentos con nada. Dejadme que cierre los ojos y duerma tranquilo. Y no me tiréis nada a la cabeza, por favor.

Mi abuelo se durmió y el Imbécil y yo tardamos mucho en dormirnos. La habitación estaba a oscuras y nosotros en silencio, pero yo veía el perfil del Imbécil que estaba tocando sin parar el asa del chupete, como hace siempre que algo le preocupa muchísimo. La sombra del Imbécil se reflejaba en la pared, la sombra de la cabeza era gordísima. Ahora sí que parecía un luchador de Sumo. No era verdad lo que decía mi abuelo, no era verdad que nunca estuviéramos contentos, pero sí que tenía razón en que muchas veces yo quería ser el Imbécil y el Imbécil quería ser Manolito.

A partir de ese día mi madre sólo nos deja ponernos el kimono para salir a recibir a mi padre los viernes y cuando viene alguien a casa, para que la gente nos vea y diga «Pero qué ricos», y mi madre pueda decir por lo bajo «Porque no los conoces».

Eso que dice la Luisa de que «el hábito hace al monje» en mi casa no funciona. Los kimonos no nos han cambiado nada ni nos han dado paz oriental. No sólo al Imbécil y a mí nos entran ganas de pelearnos, también a mis padres, aunque no lo reconozcan, pero cada vez que se ponen el kimono acaban discutiendo por cualquier cosa, aunque nunca llegan a las patadas japonesas como nosotros. Menos mal, porque una patada de mi madre dirigida a las Casas Colgadas de Cuenca acabaría con toda la estantería. Tampoco a Cucú y a su mujer les ha servido de mucho llevar kimono, día sí y día no vienen con el kimono puesto a protestar porque estamos gritando o porque nos reímos muy alto.

—¡Y qué le voy a hacer yo —dice mi madre— si esta casa tiene las paredes de papel!

Dice mi madre que de nada sirve ponerse kimonos japoneses para conseguir la paz oriental si vivimos apretados como los chinos.

Mi abuelo es el único al que le sienta bien ponerse el kimono. Nada más llegar a casa se lo pone encima de lo que lleve, encima del chándal o de la chaqueta de los domingos, también se lo pone para dormir. Mi madre dice:

—Anda que la perra que le ha entrado a mi papá con el kimono.

No hay quien la entienda, primero se empeña en que se lo ponga y ahora le molesta que no se lo quite. A veces el Imbécil se acuerda de la tarde en que mi abuelo se murió y lo llevábamos entre los dos al cementerio. Él sigue creyendo que el abuelo ha resucitado por la pastilla que le dio el doctor Morales. Se sienta a su lado por las noches y le acaricia el kimono y le dice:

—Abu, éste es el traje que llevabas cuando te moriste porque Manolito te mató.

—No, no, no, listo, le mataste tú.

El Imbécil se acuerda siempre de todo menos de lo que no le interesa. La noche en que mi abuelo resucitó, los dos dormimos a su lado. Estábamos muy contentos de tener un abuelo resucitado. Nos dormimos muy, muy tarde, por un lado, por los celos que nos teníamos el uno al otro, pero también porque le estábamos cuidando. De vez en cuando le tocábamos el chichón de la frente y mi abuelo daba un respingo desde su sueño.

—Le sigue doliendo —decía el Imbécil dándole con el chupete.

Nos abrazamos los dos a él, aunque nos lo tuvimos que repartir por el centro, para no pelearnos. Mi abu estaba muy suave con el kimono. A veces parecía que no podía respirar porque lo teníamos un poco aprisionado, pero ninguno de los dos pensábamos quitarnos. Y no nos quitamos. Así en la oscuridad, con el chichón en la frente mi abuelo se parecía al hombre elefante. La paz oriental debía de ser eso: Dormir con un abuelo recién resucitado.

TERCERA PARTE:
El Zorro de la Malvarrosa

Mi padre me dijo que mi historia de la Semana del Japón en Carabanchel Alto había durado cien kilómetros y que conmigo no había quien se aburriera.

—Pues mamá siempre me dice que se aburre de escucharme todo el día.

—Porque mamá no sabe lo que es bueno.

Me puse tan gordo por lo que me acababa de decir mi padre que hasta se me desabrocharon los pantalones de lo que engordé en tres milésimas de segundo. Mi padre paró delante de un almacén para empezar a cargar su material. Le pregunté qué material era el que llevábamos y me dijo que era un cargamento secreto. Había un montón de hombres cargando camiones y luego se pusieron a cargar el de mi padre, nuestro camión
Manolito
. Uno de los que cargaban era Marcial, que se había quedado en camiseta y llevaba unos tatuajes terroríficos en el brazo. Marcial se echó a reír cuando vio que yo le miraba los tatuajes y me dijo:

—¿Ves éste de la calavera ardiendo en el infierno? Lo llevo desde que tenía tu edad. Me lo hice con el filo de una navaja. Si quieres te hago uno.

Eché a correr hasta donde estaba mi padre y le cogí la mano. El dueño del almacén le dio un paquete muy grande.

—Éste es el paquete que me pediste.

—¿Qué es el paquete, papá? —le pregunté yo.

—Pues es… —empezó a decir el señor del almacén.

No sé por qué pero me pareció que mi padre le hacía una seña al encargado, pero es algo a lo que el Imbécil y yo estamos acostumbrados, a que de repente mi madre y él se hagan señas secretas delante de nosotros. El encargado se quedó callado.

—¿Qué hay en el paquete? —le volví a decir a mi padre.

Mi padre me dijo que lo del cargamento secreto había sido una broma tonta, que íbamos a llevar en el camión lo que él lleva siempre: cosas de limpieza para los Prycas.

—Y este paquete es para tu madre —dijo el encargado con una sonrisa.

Miré a mi padre y le dije que era mejor que no le llevara nada a mi madre porque mi madre estaba muy harta de que sólo le llevara, después de una semana de estar fuera, productos de limpieza, y que hacía poco le había dicho:

—Manolo, no me vuelvas a traer detergente, ¡que te lo tiro a la cara!

Además el detergente no nos cabe ya en la cocina, y lo tenemos que poner en el mueble-bar, y el Imbécil, que tiene que meter su chupete en todas partes, no distingue entre un azucarero y un paquete de jabón, él mete su chupete donde sea con tal de que salga lleno de algo. Y le dije a mi padre que se acordara de que no hacía ni dos fines de semana que estábamos viendo todos tan tranquilos un capítulo de
Expediente X
, y mi madre le dijo a mi padre tocándole el brazo y con cara de terror:

—¡Manolo, mira, Dios mío!

Y todos volvimos la cara hacia el mueble-bar, que era donde señalaba mi madre, y nos quedamos con los ojos a cuadros porque el rincón del mueble-bar estaba en penumbra pero podíamos ver que de atrás del mostrador salían unas pompas enormes, una y otra y otra. Como en mi casa no hay ni un solo miembro que se distinga por su gran valentía, nos quedamos todos en el sitio viendo cómo salían las pompas y un
chupchup
misterioso sin identificar. De repente, mi abuelo cayó en la cuenta de que el Imbécil no estaba entre nosotros. Yo dije que había visto una película de
Polstergeit
y que se abrían agujeros paranormales en el suelo de las casas y que se tragaban a los niños. Mi madre me dio una colleja y me dijo:

—Eso no lo digas ni en broma.

Ella no se olvida de las tradiciones aunque esté asistiendo a fenómenos paranormales, y una de sus tradiciones es la Colleja al Bies, que es la colleja que te da de lado mientras está pendiente de otra cosa.

Mi padre se armó de valor, dio la luz del rincón y se fue detrás del mueble-bar. Desde el fondo del mostrador se oyó la voz del Imbécil, bueno, una voz parecida a la voz del Imbécil, pero mucho más pastosa, como si estuviera hablando desde dentro de la lavadora.

—Al nene no le gusta.

Allí lo pillamos al Niño-
Polstergeit
, con todo el armario del mueble-bar abierto, con uno de los paquetes de detergente roto por un lado, y a él mojando la puntita del chupete para luego pegarle un lametazo. Echaba espuma y burbujas por la boca, como dice Yihad que hacía la niña endemoniada de
El exorcista
. Mi madre le llevó corriendo al cuarto de baño para lavarle la lengua hasta el fondo y le debió de limpiar hasta la campanilla porque el Imbécil hacía unos ruidos muy extraños, como si llorara con la barriga. Si hubiera sido yo el Niño-
Polstergeit
me hubiera llevado una buena bronca pero como fue el Imbécil, la bronca se la llevó mi padre. Fue entonces cuando mi madre le dijo:

—Manolo, no me vuelvas a traer detergente, que te lo tiro a la cara. Es que no ves que tus hijos se lo comen.

Desde que mi padre hace portes de detergente, mi casa está llena por todas partes. Mi madre ya no sabe dónde meterlo. Una vez metió una de las cajas en uno de los botes Molico de mi abuelo y se olvidó de retirarlo del armario de la cocina, y al darle mi abuelo vueltas a su soperío de por las noches (soperío = leche con galletas machacadas), el soperío empezó a crecer y se extendió por toda la mesa. Mi abuelo le dijo a mi madre:

—Hija mía, dime la verdad, ¿no será que quieres acabar conmigo?

A nosotros no nos hace falta ver
Expediente X
, nuestra vida de todos los días es ya un fenómeno paranormal.

Todas estas cosas se las conté yo al encargado del almacén, y el encargado del almacén me miraba como si yo también fuera un fenómeno paranormal.

—Bueno, cállate, Manolito —dijo mi padre—. Las cosas de casa no le interesan a nadie.

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