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Authors: Elvira Lindo

Tags: #Humor, Infantil y juvenil

Manolito on the road (5 page)

BOOK: Manolito on the road
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—¿Y entre Carabanchel Bajo y Japón, con qué te quedas?

—Con Japón, mola más.

Y para que se diera cuenta de mi gran sabiduría oriental le conté mi experiencia japonesa. Una historia espeluznante que te encontrarás en el siguiente capítulo y que pienso contar desde el principio de los tiempos.

SEGUNDA PARTE:
La Semana del Japón

Lo anunciaban por la radio de mi barrio: «¡Ha llegado la Semana del Japón!», y luego se oía un
gong
que te ponía los pelos de punta. El Japón había llegado al
híper
que hay cerca de mi casa y mi madre estaba que se moría por celebrarlo, así que llamó a la Luisa y se lo dijo:

—¿Lo has oído? Ha llegado la Semana del Japón.

—Sí. Yo ya me estaba vistiendo. No hay tiempo que perder.

Mi madre hizo todo lo posible porque nosotros no nos fuéramos con ella, pero nadie estaba dispuesto a cuidarnos. Se lo pidió a mi abuelo:

—Esta tarde no, Cata, tengo la Final de Petanca en el parque del Ahorcado.

—Pues llévatelos.

—No me dejan mis amigos.

Y es verdad, a mi abuelo no le dejan que vaya el Imbécil a las partidas de petanca porque el Imbécil muerde a los viejos que le van ganando a mi abuelo. Un día le mordió en la pierna a un viejo, que es amigo de mi abuelo, y a ese viejo le tuvieron que poner la antirrábica y todo, porque yo le dije a ese viejo que el Imbécil compartía el chupete con la
Boni
(la perra de la Luisa), y el viejo se puso a gritar y a montar el número mirándose la marca de los dientes del Imbécil en la pierna. No cogió la rabia pero estuvo sin hablarse con mi abuelo durante meses.

Mi madre insistió en que mi abuelo cargara con nosotros:

—Pero, papá, ¿es que no me vas a hacer ese favor?

—Pero si te lo hago todas las tardes. No tengas morro, Catalina.

—No puedo nunca ir a ningún sitio. Me tenéis atada entre unos y otros.

Mi madre siempre dice que no puede salir pero nunca está en casa. Y yo no me quejo, que conste. A nosotros nos gusta (a mi abuelo, a mí y al Imbécil).

Ella jamás se da por vencida así que le empezó a pedir a la gente que se quedara con nosotros. Bajamos con ella al Tropezón, a ver si el señor Ezequiel nos quería cuidar:

—Mira, Ezequiel —dijo mi madre con una sonrisa—, ellos se están aquí en una mesita viendo la tele, calladitos, y no hay niños.

El señor Ezequiel se rascó la cabeza:

—Catalina, no me intentes vender la burra que conozco a tus niños como si los hubiera criado en el bar. Me los dejas y dentro de cinco minutos me están cambiando el canal de la tele para poner sus dibujos, me están manoseando todas las tapas y se están riendo de los clientes.

Yo y el Imbécil empezábamos a estar un poco deprimidos, porque es un corte mortal que tu madre busque un voluntario para cuidarte y que nadie quiera quedarse contigo. Se lo pidió a la Porfiria, la panadera:

—¿Con éstos, te crees que estoy loca? Y se pasan el rato pidiéndome chucherías, si estos niños no tienen boca más que para pedir.

Se lo pidió a la madre del Orejones:

—No puedo —dijo la madre del Ore—, yo también voy a la Semana del Japón. He dejado al Ore con la psicóloga, pagándole dos horas extras.

—¿Y no le puedo dejar yo también los niños a la psicóloga?

—No, porque eso ya sería terapia de grupo y mi Ore necesita un tratamiento de choque individual.

Mi madre estaba tan desesperada que se lo llegó a pedir al vecino del cuarto, uno que nos ha hecho una gotera en el techo del váter porque dice mi abuelo que tiene cara de mear fuera de la taza, fijo.

Subimos al cuarto la Luisa, mi madre, yo y el Imbécil. Yo y mi hermano estábamos cogidos de la mano porque el vecino del cuarto siempre que nos ve, gruñe.

Abrió la puerta y dijo:

—¿Y ahora qué pasa?

Y la Luisa tomó la palabra:

—Es que Catalina y yo nos vamos al médico y los niños no tienen con quién quedarse…

El vecino del cuarto nos miró con el odio asesino de siempre, y yo y el Imbécil nos escondimos detrás de mi madre.

—¿Y qué? —dijo.

—Pues que hemos pensado —siguió la Luisa— que puede ser una buena oportunidad de que hagamos todos las paces y de que usted conozca a los niños de cerca, porque estos niños no son lo que parecen.

—¿Ah, no?

—No. Parecen insoportables, parecen malos porque gritan muchísimo, porque son muy empachosos…

Y siguió mi madre:

—Porque no dejan vivir a nadie, se pelean continuamente, han pintado la escalera…

Y siguió el vecino:

—Me martirizan con los gritos a la hora de la siesta, y cómo se insultan el uno al otro, mi mujer y yo lo comentamos: parecen camioneros.

—Cuidado —dijo mi madre—, que mi marido es camionero.

—Perdón, perdón, no lo decía por su marido. Lo que quería decir es que estos niños no se los regalaba yo a nadie.

—¡Eso sí, eso sí! —dijeron a coro mi madre y la Luisa.

Entre todos nos estaban poniendo verdes. Menos mal que nosotros no tenemos sensibilidad, que si fuéramos de esos niños que les salen traumas, tendríamos ya todo el cuerpo lleno. La Luisa empezó a defendernos un poco:

—Pero todo eso es la apariencia, se lo digo yo, que soy para ellos casi más que una madre, porque a estos niños me los he tenido que tragar yo un montón de tardes que su madre no estaba.

—Bueno, no tantas, Luisa… —dijo mi madre un poco dolida.

—Unas pocas —la Luisa llevaba la voz cantante—. Y le digo yo que detrás de estos dos monstruos de apariencia diabólica —la Luisa nos cogió ahora por la cabeza al Imbécil y a mí— hay dos angelitos que quieren salir. Pero eso a primera vista no se ve, claro, hay que estar mucho rato con ellos.

—¿Cuánto rato? —dijo el vecino mascando el palillo que llevaba en un lado de la boca.

—Dos horas —dijo corriendo mi madre.

—No —dijo el vecino.

—Una hora y media —dijo ahora la Luisa.

Parecía que nos estaban subastando.

La mujer del vecino se asomó para decir:

—Ni diez minutos, Cucú —mi vecina siempre llama así a su marido y al Imbécil y a mí siempre nos da la risa.

Esta vez también nos dio y Cucú nos miró con odio.

—Ni diez minutos —dijo otra vez la mujer de Cucú— porque te tendrías que quedar tú solo con ellos. Recuerda que yo me voy a la Semana del Japón.

Mi madre y la Luisa se marcharon sin decir adiós ni a Cucú ni a su mujer, y yo y el Imbécil fuimos detrás de ellas como dos tontos a los que no quería nadie. A otros niños de otros barrios se les hubiera formado en el cerebro una depresión como una catedral pero aquí, en Carabanchel, los niños de la infancia estamos acostumbrados a que nuestras madres siempre anden por las tardes buscando alguien que se quede con nosotros y que nos aguante. He oído que en otros barrios hay chicas que cobran dinero por quedarse con niños que se quedan solos, aquí, en Carabanchel, la costumbre es pedir el favor a quien sea. Así que la gente la primera vez dice que sí, que sí y que para eso estamos los vecinos, y cuando ese vecino inocente aguanta más de una hora a un niño de Carabanchel Alto, ese vecino ya no quiere volver a repetir la experiencia.

—Es que ni aunque me pagaran, fíjate —dice ese vecino escarmentado.

Así que la madre tiene que buscar un vecino nuevo en cada ocasión.

Yo les dije a la Luisa y a mi madre que podíamos quedarnos solos pero mi madre me recordó que la última vez que nos dejó salía humo por la ventana, porque yo le había estado enseñando al Imbécil a prepararme las tostadas del sábado y en una de ésas empezó en la tele
El Chavo del Ocho
, se nos fue la olla a Camboya y dejamos las tostadas en el tostador hasta que se pusieron negras, y se puso la cocina negra, y el humo negro salió por la ventana de la cocina, y llegó hasta la nariz de mi madre que, en ese momento, volvía con dos candelabros de
La semana de Transilvania
en el Sepu. Tiró los candelabros que había comprado y subió ahogándose por las escaleras. Las tostadas seguían en el tostador y el Imbécil y yo estábamos cantando las canciones de los anuncios. No habíamos olido nada, pero es que ya te dije antes que no tenemos sensibilidad.

Por eso mi madre no quería ni oír hablar de dejarnos solos. Yo pensé que iba a decir:

—Está bien, me fastidio y me quedo en casa yo también.

Pero como es la típica madre imprevisible dijo:

—Está bien, me fastidio y me los llevo. Pero, mucho cuidadito. Al primero que me pida que le compre algo le suelto una colleja.

Era cierto. Yo sabía que esa tarde las collejas estaban sobrevolando peligrosamente nuestras cabezas. Así que me apreté la lengua hasta casi hacerme sangre para estarme callado. Los niños de Carabanchel Alto no sabemos entrar a ninguna tienda sin ponernos a pedir como posesos. Es un impulso irrefrenable que han estudiado científicos de todo el mundo. Un científico chino dijo que a algunos niños este síndrome se les curaba con una buena colleja de su madre, pero esta terapia no vale con todo el mundo. Hay niños en mi barrio que una vez que se les ha pasado el picor de la colleja vuelven a pedir como si nada.

Entramos todos al
híper
por el Sector-Pollería porque mi madre quería comprar ese pollo que nos pone todos los domingos para comer. No es que sea el mismo pollo, entiéndeme, pero deben de ser de la misma familia porque todos saben igualito, un poco
requemaos
por fuera, porque mi madre hace el pollo igual que el Imbécil las tostadas: se baja al Tropezón a tomarse unos
vermutes
con mi padre y deja al pollo en la soledad de su horno a que se chamusque. Lo original del pollo es que luego por dentro está crudo. Menos mal que el inconfundible sabor a «Pollo Catalina» se lo quitamos nosotros poniendo en el plato un suave lecho de
ketchup
que lo mejora bastante.

Llegamos a la pollería y mi madre le dijo al pollero:

—Quiero ése.

Como si entre todos los pollos ella tuviera muy claro cuál iba a ser su próxima víctima.

Con el pollo en nuestro poder entramos en la Semana del Japón en Carabanchel. Por los altavoces salía la voz de una chica japonesa que cantaba su canción japonesa y había máscaras con caras de hombres con la piel blanca y la boca roja y abierta, y también había unas figuras de cerámica de lujo de luchadores de Sumo a punto de atacarse. A mí me pareció de pronto que estaba en el mismo Japón y cogí la mano de mi hermano para que no nos perdiéramos en el Lejano Oriente. El Imbécil, que es un niño bastante extraño, se soltó de mí porque estaba muy emocionado cantando la canción de la chica japonesa. La cantaba como si se la supiera de toda la vida, te lo juro. Mi madre y la Luisa se le quedaron mirando como si el Imbécil estuviera poseído y mi madre dijo con cara de disgusto:

—Qué raros son mis hijos, Luisa, yo cada día los veo más raros.

Y le puso la mano en la frente al Imbécil por si tenía fiebre, pero no tenía. La Luisa tranquilizó a mi madre diciéndole que debía de ser que en su anterior reencarnación el Imbécil había sido una cantante japonesa. Pero al rato, el Imbécil cogió uno de los sables de guerra mortal de los samuráis y empezó a moverlo de un lado para otro mirándonos como si nos fuera a partir en dos. Nos quedamos mirándole bastante aterrorizados.

—Desde luego no sé si antes fue un samuray o una cantante japonesa —dijo la Luisa—, pero que su vida anterior este niño la pasó en Japón, de eso me juego el cuello.

Llegamos a una oferta que había de kimonos con dragón en la espalda y la Luisa y mi madre los toquetearon todos para llevárselos al probador. Mientras, el Imbécil había vuelto a ser cantante japonesa y yo me aburría porque yo en las tiendas siempre me aburro a no ser que me vayan a comprar algo (este síntoma forma parte de la enfermedad que te expliqué antes). De pronto, mi madre dijo que la gran oferta de los kimonos era llevarse siete por el precio de cuatro. Se llamaba «Gran Oferta los Siete Samuráis».

—Manolito, levanta del suelo, ¿te gustaría tener un kimono?

Yo le dije que no con la cabeza.

—Hay que ver el niño este, siempre está con sus caprichitos y hoy que a mí me interesa, no quiere. Pues te aguantas, porque te lo voy a comprar.

Otro síntoma de la enfermedad de pedir en las tiendas: a los niños de Carabanchel Alto nunca nos gusta lo que nuestras madres nos quieren comprar. Pero para mi madre eso no es problema porque ella siempre va a su bola.

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