Es la guerra.
Pero, como iba diciendo, los medos huían, la caballería persa huía o había muerto, y los sakas, a pesar de las voces de mando de su jefe, no se habían animado a entablar un segundo combate, y toda su masa retrocedió. Esta vez retrocedieron hacia el este, bajando hacia la playa; creo que intentaban refugiarse entre los sakas del centro.
Teucro empezó a tirar hacia ellos, y entonces se le acabaron las flechas. Parece raro cuando lo cuento, pero las únicas flechas que recuerdo por entonces son las suyas; aunque, según me han contado, los sakas siguieron tirando hasta el final.
Tenía otras cosas de qué ocuparme. Los atenienses empujaban a los sakas, y los sakas, ya fuera intencionadamente o por azar, solo retrocedían en nuestro extremo de la línea de batalla; de manera que giraban como una puerta, unidos todavía a su centro, que estaba a dos estadios de distancia. En nuestro extremo, habíamos vencido. Los persas, tanto de caballería como de infantería, estaban muertos o dispersos, huyendo y arrojando los escudos. Cuando un hombre arroja el escudo, está acabado. Los medos huían, y los sakas que estaban más próximos a nosotros… bueno, en su mayoría habían muerto.
Idomeneo estaba a mi lado.
—¡Toca a formar! —jadeé.
Lo veía, por Ares y Afrodita; es lo que recuerdo mejor de aquella jornada gloriosa. Veía lo que tenía que hacer, como si tuviera a mi lado a Atenea, o quizá a Heracles, y me lo estuviera susurrando al oído.
Giré el cuerpo para dar frente a la playa, y desplegué los brazos.
—¡A formar aquí! —grité—. ¡A mí!
Idomeneo fue a ocupar su lugar, y Gelón y Teucro hicieron lo mismo. Al cabo de unos segundos, estaban en posición otros cincuenta hombres, y más tarde cien. Al cabo de un minuto, una flecha mató a uno de mis plateos casi junto a la punta de mi lanza; pero ya estaba formando toda la masa de ellos, quince mil hombres.
Hasta los antiguos esclavos. Hasta cuando los plateos veteranos tenían que indicarles su lugar en la formación.
Los sakas no eran tontos. Nos tiraban flechas con toda la rapidez que podían.
Al final de la línea estaban Hermógenes y Antígono. Yo corrí ante la primera fila, contando veinte columnas a partir del extremo izquierdo, y saqué a Antígono de entre las filas.
—Llévatelos; vira a la izquierda, y persigue a los vencidos. Lo bastante cerca de ellos para que no dejen de correr, y lo bastante lejos como para que no se vuelvan y os maten. Si llegáis a su campamento, ¡alto!
Antígono asintió con la cabeza.
—Perseguirles —dijo. Me dirigió una sonrisa cansada—. ¿Hemos vencido?
—¡Eso es! —le di una palmada en el escudo—. ¡Ve!
Si os habéis pensado que yo era un buen estratego, que era un hombre justo… no soy ningún Arístides. Envié a mi cuñado y a mi mejor amigo a una persecución agradable y segura. Ya habían cumplido, y Pen no quedaría viuda aquel día. No pensaba que los enemigos que quedaban tuvieran muchas ganas de seguir peleando… y no me equivocaba.
Volví a atender a los míos, que ya estaban formados ante el espacio vacío que quedaba libre junto al nuevo flanco de los sakas.
—Despacio y con firmeza. Manteneos juntos.
Estas cosas las dije a gritos. Quería que los sakas nos vieran venir.
—¡Cantad el peán! —vociferé; y los hombres se pusieron a cantar a lo largo de toda la línea.
Antes de nuestra primera carga no habíamos tenido tiempo de cantar el peán ni de proferir gritos de guerra dignos de mención. Ahora… ahora teníamos todo el tiempo del mundo.
Cantábamos, y nuestras filas se fortalecían, se doblaban, se enderezaban… resulta difícil mantener la fila en línea sobre terreno irregular, y las llanuras de Maratón, a principios de otoño, son como todos los terrenos de labranza del mundo entero. Teníamos que rodear grupos de árboles, arbustos, rocas; aquello no se parecía a la pintura que hay en la estoa, niños. En Maratón no había líneas rectas.
Pero los sakas nos vieron y nos dejaron más terreno. Intentaron retirarse y reagruparse para hacernos frente, pero los atenienses no dejaron de acosarlos, y murieron. Aquellos sakas era valerosos, e intentaron una y otra vez plantarse y defender sus posiciones.
Cuando dejamos atrás el borde de su formación, vimos el motivo.
Nuestro propio centro estaba destrozado como si le hubiera pasado por encima una manada de toros. Donde había estado Arístides, solo había persas victoriosos, la guardia personal de Datis, y griegos muertos.
Solté una maldición para mis adentros mientras intentaba ver. ¿Habíamos perdido? Flaqueé; y mi voz gritó «¡Adelante!» sin que yo lo quisiera; algún dios se apoderó de mi garganta, os lo juro. Avancé.
Después, cuando rodeamos los flancos de los sakas, ellos claudicaron con la misma rapidez con que un hombre puede perder un combate de boxeo. En un momento dado estaban en inferioridad pero dando pelea, retrocediendo pero todavía luchando con ánimo, y al cabo de otro momento estuvieron acabados y huían en un sálvese quien pueda. Echaron a correr abiertamente porque estábamos por detrás de ellos. En cualquier caso, yo no quería luchar contra los sakas. Quería vérmelas con Datis. La batalla no estaba ni perdida ni ganada, y mis hombres no iban a perder el tiempo luchando contra otros que huían mientras todo estaba en el aire.
—¡El peán! ¡Otra vez! —rugí; y me obedecieron; aunque en todo el tiempo que he sido soldado no he oído nunca cantar el peán dos veces en una misma acción.
Yo ya veía el centro griego, muy retrasado, casi donde habíamos comenzado nuestra carga, y solo había grupos de hombres. Veía penachos de crin, y gorros persas de fieltro. Y hombres que miraban hacia nosotros.
Todo sucedió en cuestión de momentos, de latidos del corazón, en un tiempo demasiado breve como para que yo diera una orden o para que cambiara la orientación de nuestro frente. El centro de los persas estaba matando a los de Antíoco… pero, de pronto, huyeron a la carrera, hacia su campamento, por el prado segado. Con todo lo mal formada que estaba en realidad nuestra falange, el vernos a sus espaldas los había aterrorizado como no los había aterrorizado, al parecer, nuestra carga.
Los sakas habían defendido los flancos para que Datis y sus hombres selectos hundieran el centro ateniense, y había muertos por todas partes, o aquello era lo que parecía. Pero, por los dioses, cuando nos vieron venir por detrás, amenazándoles con cortarles la retirada hacia sus barcos, vi que algunos hombres tomaban en vilo al sátrapa (claramente visible, vestido de escarlata y de oro) y lo llevaban hasta ponerlo en un caballo. Sus matadores escogidos corrían tras él como los perros en una cacería.
Estaban demasiado lejos para que los alcanzaran mis hombres formados. Corrieron a través del hueco de nuestras líneas y bajaron hacia la playa. Algunos de sus hombres, siguiendo a un oficial, huyeron hacia el oeste, alejándose de la playa. Otros más (aunque yo no lo vi) huyeron hacia el noroeste, rodeando nuestras líneas por detrás.
El ala derecha (la nuestra, los hombres de Milcíades) había luchado con el mismo denuedo que nosotros, y había quedado igualmente victoriosa, y mientras nosotros nos acercábamos a los persas, los hombres de Milcíades empezaron a formar una nueva falange frente a nosotros. Es uno de los espectáculos más extraños que he visto en mi vida en un campo de batalla: dos falanges victoriosas del mismo bando, una frente a la otra a tres estadios de distancia, con una riada de persas que huían entre una y otra.
Ya no pude contener a mis hombres. La cosa empezó por los de mis últimas filas, por los libertos. Veían pasar corriendo ante ellos sus fortunas, centenares y centenares de persas cubiertos de oro que huían hacia su campamento, y dejaron sus filas y emprendieron la persecución. Les grité que se detuvieran, pero más hombres se sumaron a ellos.
Todos mis hombres los siguieron en tropel. Yo me detuve, me eché el casco sobre la nuca, tomé un trago de agua y la escupí, y me vendé la rodilla. A mi lado, Idomeneo jadeaba, doblado sobre sí mismo, mirando fijamente los rastrojos, y Teucro, tarareando, buscaba flechas usadas por entre la hierba.
Cuando levanté la cabeza, vi todo lo que se extendía entre nosotros y los barcos. A lo lejos había bruma, pero vi que los bárbaros habían vuelto a formar en el campo, mucho más abajo, y que allí se libraban combates, y también se combatía en el olivar al oeste de la marisma.
Me rodeaba la mayor parte de mi
oikía
, de mis propios hombres. Estiges tenía un corte en el brazo de la espada; Gelón parecía tan sano como una estatua, y una docena de mis nuevos libertos habían optado por ponerse a despojar los cadáveres que había en la zona. De modo que yo contaba con unos veinte hombres, y había reductos de lucha por todo el campo de batalla. También había hombres que se retiraban del campo, grupos sueltos de griegos, heridos o simplemente demasiado cansados para continuar. No todos frecuentaban la palestra ni el gimnasio. Y tampoco había una verdadera disciplina; el hombre al que le parecía que ya había cumplido podía volverse atrás y retirarse sin más.
Pero yo era el polemarca de Platea, y todavía había lucha. Los griegos decían a mi alrededor «Nike, Nike
[6]
».
Quizá. Pero el ruido que se oía al norte me parecía mala señal. Daba a entender que la batalla no había terminado todavía.
Probé a usar mi pierna herida, y estaba bastante sólida. El dolor es el dolor. La fatiga es la fatiga.
—Zeus Soter —dijo uno de los hombres nuevos. Tenía en la mano una herida que manaba sangre, a pesar del trapo con que se la había vendado—. ¡Estoy hecho una mierda! —dijo—. Tengo que sentarme.
Lo así del hombro.
—¿Que te sientes mal? —le pregunté—. ¡Pues figúrate cómo se sienten ellos! —dije, señalándole los sakas muertos, que ya estaban desnudos, con los cuerpos blancos tendidos en hilera, donde los habían desnudado los de nuestras últimas filas.
Idomeneo soltó su risa seca de las batallas.
—Más lucha —dijo.
Todos apuramos nuestras cantimploras, y entonces llegaron griegos procedentes del hundimiento del centro ateniense; algunos venían avergonzados, y otros orgullosos. Muchos habían huido, y otros habían seguido peleando hasta que los persas se habían visto forzados a retirarse; y ya podéis figuraros a cuál de estos dos grupos pertenecía Arístides.
—¡Por los dioses, plateo, creo que hemos vencido! —gritó al llegar corriendo. Se había recogido hacia atrás las carrilleras del casco para ver mejor. Le caía sangre por la pierna, e Idomeneo y yo nos empeñamos en que se la vendara antes de que siguiera adelante. Arístides traía consigo a cien hombres; estaban cansados, pero querían participar en el combate en que se remataría al enemigo.
Bajamos hacia la playa. Parecía que la lucha era más enconada junto a los barcos, y veíamos que se botaban cascos negros a lo largo de toda la bahía. Parecía demasiado bonito para ser verdad; pero el caso era que los barcos, uno tras otro, bajaban las popas de la arena y sacaban los remos. Algunos se quedaban cerca de la orilla, rescatando a los hombres del agua.
Otros huían sin más.
Fue entonces cuando supimos que habíamos vencido.
Los bárbaros habían formado una línea de defensa ante los barcos, ya fuera ordenadamente o a la desesperada, y los hombres de Milcíades estaban luchando allí. La mayoría de mis hombres, y muchos de los de Milcíades, subieron al campamento y se pusieron a saquearlo.
El combate ante los barcos fue mortífero. Allí cayeron el hermano de Esquilo y Calímaco, el polemarca de Atenas. Cimón, el hijo mayor de Milcíades, recibió una herida allí también, y Agios cayó herido cuando saltó a un barco enemigo y se dispuso a despejarlo.
Íbamos andando (mal puedo calificarlo de marcha) a lo largo de la playa, pasando ante los restos de los persas, cadáveres de hombres y de caballos, tan espesos como las algas después de una tormenta, medos muertos abatidos por los hombres de Milcíades. Y oí gritar a Agios, con tanta claridad como se oye a un actor en el escenario del Ágora. Después, lo vi en la popa de un barco enemigo, a medio estadio de distancia.
Yo no estaba dispuesto a dejarlo morir mientras me quedara aliento en el cuerpo. Eché a correr.
Toda mi
oikía
me siguió a mi espalda.
Arístides y Milcíades también le habían oído.
Y las mejores lanzas del ejército convergieron sobre la popa de aquel barco como una inundación. No estábamos lejos, a solo cien pasos.
¿Cuánto tiempo tarda uno en abrirse camino a tajos a través de cien pasos de medos aterrorizados y de persas desesperados?
Demasiado.
Atravesé los restos de los medos acompañado de mis hombres de confianza; pero después llegamos a los persas, y allí nos retrasamos. Había una docena; gracias a los dioses, no eran hombres a los que yo conociera, pero eran hombres de la misma especie que Ciro y sus amigos, y luchaban como demonios, y perdimos tiempo.
Agios debió de morir entonces, mientras yo estaba cara a cara con un persa con armadura. El persa luchaba bien. Debimos de intercambiar cuatro o cinco golpes antes de que mi lanza le abriera el antebrazo, y mi lanzada siguiente envió su sombra al Hades. Cuando lo dejé atrás, los persas retrocedieron, asiendo entre ellos a un hombre de barba teñida con alheña. Su casco era de oro con incrustaciones de lapislázuli, y yo lo había visto antes.
Datis.
Le tiré una lanzada y vi que la punta se le metía bajo los faldones de la armadura, y entonces lo rodearon todos sus hombres. Yo tenía al alcance de la mano el barco donde Agios yacía moribundo, con cincuenta heridas, erizado de flechas y gritando todavía el grito de batalla de Atenas de tal modo que todo el ejército le oía y los hombres seguían avanzando, poseídos por la ira de Ares. Los bárbaros podrían haberse reagrupado; desde luego que no deberían haber perdido un barco. Pero nosotros los segamos como la hoz siega las malas hierbas al borde de un huerto.
Los gritos de Agios se debilitaban, y yo hería al enemigo con más prisa, y acorralé a un medo contra la popa del barco y le asesté una lanzada tan fuerte que la punta de la lanza se me quedó clavada en la madera revestida de pez. Después, dejé caer el escudo y salté. Cuando pasé la pierna por encima de la amura, un arquero saka me tiró un tajo. Su cuchillo corto se enganchó en mi clámide y se volvió contra mi armadura de escamas. Le lancé un golpe con el hacha que llevaba en la mano derecha, y él cayó, y yo planté los pies en la cubierta.