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Authors: Christian Cameron

Tags: #Novela histórica

Maratón (31 page)

BOOK: Maratón
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Habíamos despejado la cubierta. Y cuando llegué a la baranda, corté los dedos a un hombre que estaba asido de ella. Me encontraba a un cuerpo de caballo de los hombres aterrorizados que iban en uno de los barcos unidos al
Tridente
por los garfios de abordaje, y me subí a la borda de un salto.

—Si venís a mí, moriréis todos —rugí.

Los egipcios cortaron los cables de los garfios de abordaje y empujaron el barco con bicheros para alejarse.

Ese,
zugater
mía, era yo en la hora de la derrota.

Servidme vino.

Los egipcios nos dejaron marchar, por voluntad de los dioses o por la temeridad de los hombres. Mis cubiertas estaban rojas de sangre y desocupadas (mi tripulación de cubierta había muerto casi hasta el último hombre); no me quedaban más oficiales que Negro, y mis infantes de marina, los dos que quedaban, estaban sentados en los imbornales, blancos de agotamiento y viendo cómo les temblaban las manos.

Todos mis mejores hombres habían muerto.

Todos mis amigos habían muerto también. Nearco, Epafrodito, Heracleides, Pelagio, Neoptolomeo, Mal, Filócrates, y otras dos docenas de hombres a los que conocía desde hacía años. Frínico y Galas yacían en mi cubierta bañados en su propia sangre.

Nos alejamos penosamente, como un león herido o como un jabalí que lleva clavada la lanza.

Pero, por el motivo que fuera, los egipcios nos dejaron marchar.

Y no en vano. Mientras avanzábamos poco a poco (quién hubiera podido remar como aquella mañana) pasando junto al borde de la línea egipcia, empezaron a llegar barcos de Quíos por detrás de nosotros. Unos pocos primero, y después más, una docena. Dos docenas. Uno de ellos llevaba a remolque un barco tomado al enemigo, y yo me reí; y vi entonces el barco de un lesbio al que conocía, y le llamé. Fue él quien me dijo que Epafrodito había muerto.

Pero habíamos pinchado la burbuja, y los rebeldes atrapados iban saliendo de la trampa tan aprisa como podían. Yo no tengo idea de quién sobrevivió; solo sé que eran los suficientes como para que los egipcios se retiraran sin más y nos dejaran marcharnos juntos. Debíamos de tener unos ochenta barcos, mezclados con un puñado de milesios. Y con Dionisio de Focea. Me contaron que este era el que más había penetrado en el centro enemigo, hasta el fondo, y que había incendiado un barco enemigo en la playa de estos antes de que la batalla se desmoronara a su alrededor.

Saludó con la mano y pasó a nuestro lado a remo, y sus hombres izaban la
akateion
. Aquel saludo fue el único agradecimiento que recibimos, pero decía lo suficiente.

Negro estaba en cuclillas a mis pies. Yo llevaba los remos de dirección en mis manos temblorosas, y él era el único oficial que quedaba, a excepción de Idomeneo, que había animado a mis remeros a seguirme cuando yo luchaba a bordo del
Tridente
. También él era un héroe. Estaba cubierto de heridas, como lo estaba yo, según advertí entonces que me tomé el tiempo de revisarme. Llevaba en el interior de mi muslo derecho un tajo ensangrentado que debería haberme matado. Yo no lo había sentido. La arteria vital debía de haberse salvado por un pelo, y yo me veía hasta muy dentro de la carne.

—¿Qué hacemos ahora, jefe? —me preguntó Negro.

Recorrí la bahía con la vista. Había barcos volcados y barcos incendiados; olor a humo, el mar lleno de cadáveres, de hombres que nadaban y de tiburones.

—Deberíamos refugiarnos en Quíos —dije. Pero Milcíades había encendido en mí el deseo de salvar algo.

Harpago llevó hasta nuestro lado el
Tridente
, el barco de Estéfano. Me dijo que Estéfano había muerto. Me lamenté en voz alta… había confiado en que solo estuviera herido. Aquel fue el golpe más fuerte del día.

Me subí a la baranda (¡cómo me dolían los muslos!) y le hablé a gritos.

—Milcíades va rumbo a Samos —dije, señalando hacia donde Cimón, Arístides y Milcíades izaban las
akateion
.

—Yo soy hombre tuyo y no de él —dijo Harpago—. Estéfano no te abandonó nunca, señor. ¡Nosotros tampoco te abandonaremos!

Yo seguía intentando hacerme a la idea de que Estéfano, tan sólido, tan grande, tan de fiar, había muerto. El mejor de mis hombres… el primer amigo que yo había tenido cuando fui libre.

—Voy hacia el campamento —dije. Esta decisión me había llegado como si me la hubiera dado Atenea, que estuviera a mi lado con sus ojos grises—. Quiero mi vela mayor, y mis remeros están agotados.

Negro asintió con la cabeza, e Idomeneo se encogió de hombros, y Harpago se apartó de mi banda y se me puso a popa.

Mis remeros estaban agotados, en efecto, pero quiero hacer constar que tomaron tierra como campeones. Llevamos nuestro barco hasta la orilla en contra del viento, y Harpago tomó tierra con el
Tridente
a nuestro lado en un campamento casi desprovisto de vida.

Negro, que se estaba tomando una taza de vino, sacudió la cabeza.

—Jefe, moriremos aquí.

Yo me encogí de hombros.

—Vamos a salvar algo —dije.

No recuerdo haber dicho nada más. Caí sobre mi estera, y no me moví más hasta que me despertó Idomeneo.

Lléname la copa,
zugater
. Y déjame solo.

8

El día después de una batalla siempre es terrible. En las batallas navales queda oculto lo peor, la peste y los horrores visibles de los muertos, y los gritos de los heridos. En los combates navales quedan pocos heridos.

Cuando digo heridos, me refiero a los que tienen una lanza clavada en las tripas, o una herida tan profunda que solo un médico puede salvarlos, o no salvarlos, como quieran los dioses. Porque después de un combate como el de Lade, todos los hombres tienen cortes, nudillos en carne viva, tirones musculares. Todo hombre que ha luchado cuerpo a cuerpo en barcos tiene heridas pequeñas: un corte profundo en el brazo, una quemadura, una flecha que le ha atravesado el bíceps. Algunos tienen dos. Los luchadores (los hoplitas, los infantes de marina, los héroes) tienen todas las pequeñas lesiones propias de luchar con armadura: las rozaduras, las magulladuras donde la armadura te ha desviado un golpe, los pinchazos donde una escama atravesó el cuero. Si a esto se le añade el cansancio puro, por muy entrenado que estuvieras, entenderéis por qué reina el silencio en un campamento después de una batalla. Los nervios están de punta. Los hombres se insultan unos a otros.

Yo no había vivido nunca una derrota tan total como la de Lade. Tras la batalla de Éfeso, había estado ocupado rescatando un cadáver, y otras cosas heroicas de ese tipo. No presté atención al desánimo general. O puede que fuera demasiado joven.

El desánimo es un asesino, niños. Lo he visto en mujeres a las que se les alarga demasiado el parto, y lo he visto en hombres enfermos, pero sus efectos peores los ejerce en los ejércitos derrotados. Los hombres se suicidan. Los poetas no lo cantan, pero pasa con demasiada frecuencia. Los hombres se matan con sus espadas o se arrojan al mar. Mueren de heridas de las que podían haberse salvado.

Los sacerdotes se afanan, salvando lo que pueden. Los médicos buenos hacen bastante. Pero el día después de una derrota, los que importan son los líderes. Después de una victoria, cualquiera es capaz de liderar a los hombres. Solo los mejores son capaces de hacerlo después de una derrota.

El día después de la batalla de Lade me desperté cayendo en la cuenta de que Estéfano había muerto. Y Filócrates. Y Nearco. Fue cayéndome encima sucesivamente el peso de cada uno, como si sus sombras se estuvieran reuniendo a mi alrededor.

Filócrates estaba en mi barco, envuelto en su clámide, y Estéfano estaba envuelto en su himatión en el
Tridente
. Eso ya supone un cierto consuelo para un griego. Los honraríamos a su muerte.

Pero no aquel día.

Me levanté, me serví una copa de vino y sentí el dolor de todos mis músculos y de todas mis heridas, las nuevas y las antiguas. Me dolía la cabeza. Dirigí a mi antepasado Heracles una oración, pidiéndole fuerza, y me puse a limpiar mi armadura, prometiendo que, si salía de aquella y volvía a mi finca de Beocia, construiría un santuario en honor de Heracles y llevaría su león en la parte interior de mi escudo. Vosotros, niños, que vivís bien protegidos, ¿sabéis qué aspecto tiene una armadura después de un combate? Está salpicada de sangre, de todos los líquidos que hay dentro de un hombre, de excrementos (o sea, de mierda), y el cuero está lleno de sudor y de miedo. Pero yo no tenía ningún hipaspista que me lo hiciera, y debía parecer un héroe.

Cuando tuve la armadura bien limpia y reluciente, empecé con mi escudo. Tenía roto el borde, allí donde aquel egipcio valiente había estado a punto de matarme, y el cuervo de Apolo me parecía una burla. Apolo me había prometido la victoria. Apolo había permitido que los samios nos traicionaran. Apolo había permitido que la traición triunfara de la virtud.
Que lo jodan.

Antes de seguir con mi relato, dejadme que os diga que en Lade habríamos vencido si los samios no hubieran huido. Sé que esta no es la idea más extendida. Sé que en nuestros tiempos los atenienses quieren dar a entender que los jonios eran unos blandos incapaces de derrotar a Persia si no contaban con el apoyo de Esparta y de Atenas para mantenerlos firmes en su labor. Pero esto no son más que estupideces. Los fenicios se presentaron en esa batalla temiéndonos, y los egipcios no querían saber nada y, en la práctica, solo combatieron para defenderse. Si los samios se hubieran mantenido en su lugar en la línea de batalla, Epafrodito habría derrotado a los egipcios, y habríamos vencido.

¿Por qué os digo esto? Porque mi rabia y mi amargura eran ilimitadas. La codicia, la estupidez, la avaricia de unos pocos hombres había matado a mis amigos y me había despojado a mí de mi amor.

El día después de la batalla de Lade, yo quería venganza.

Te lo voy a dejar claro, abejita mía. Todavía la quiero.

Me lavé en el mar… me dolió, bien podéis creerlo. Nada como el agua salada en las heridas recientes. Después, me puse un quitón de lana limpio y unas botas, y mi cota de escamas persa recién limpiada. Me eché al hombro el tahalí de la espada.

Negro entró en mi tienda cuando estaba terminando de armarme.

—¿Qué hay? —me preguntó.

—Reúne a los hombres.

No dije más, y él salió.

Idomeneo me imitó, y cuando acudió a mi lado llevaba un manto tirio al hombro y mi buena coraza de bronce puesta. Harpago parecía un pescador con su gorro de lana. Lo llamé con un gesto, le hice entrar en mi tienda y le pedí que se vistiera como un trierarca.

—Ser jefe es un poco como ser actor —dije—. Tienes que vestirte de acuerdo con el papel que representas. Hoy vamos a tener que tirar de ellos cuesta arriba como un buey que tira de un carro. Todo importa.

Él se encogió de hombros.

—Sí, señor —dijo.

Lo vestí con un himatión rojo de lana y un quitonisco de lino sencillo con una estola de cuero. Idomeneo le trajo un buen casco cretense de un oficial fenicio muerto.

El casco estaba repujado; era una obra de arte.

—Nunca había tenido nada tan bueno —dijo Harpago.

Yo me encogí de hombros.

—Disfrútalo —dije.

Idomeneo sonrió, y yo fruncí el ceño.

—Eres el único hombre de este campamento que sonríe —le dije.

—Ayer luchamos bien —dijo—. Sobrevivimos. No hay por qué llorar.

Así era Idomeneo. Sospecho que era un hombre que vivía al borde de la locura.

Cuando salimos de la tienda, Negro llevaba puesto un quitón magnífico, púrpura, con franjas onduladas rojas y azules en el borde, un paño tan hermoso con el que más que hubiera visto yo en la vida. Y tenía la espada que había tomado yo al persa viejo, y a mí no me parecía mal que se la quedara.

De modo que teníamos buen aspecto. Los hombres estaban mustios y callados; pero cuando nos vieron lo entendieron inmediatamente, y vi que algunos hombres se frotaban la cara y se miraban la mugre de las manos. Bien.

—Hemos perdido —dije. Había unos trescientos hombres en aquella playa en la que el día anterior habían desayunado y habían ofrecido sacrificios un número quince veces superior—. Hemos perdido, pero la vida sigue. El señor Milcíades no dejará de luchar. Nosotros tampoco, mientras queden mercaderes egipcios gordos a los que saquear y oro que gastar.

Lo único que les arranqué con esto fue un gruñido.

—Los persas no se moverán hoy —dije, señalando hacia el otro lado de la bahía—. Les hemos hecho mucho daño, y se quedarán cuidándose las heridas. Pero mañana vendrán por nosotros. Así que, tendremos que habernos marchado. Nos iremos a favor del viento, a Quíos, donde daremos tierra a Filócrates y a Estéfano. Y celebraremos los ritos por todos los que cayeron.

Esto fue recibido con una reacción más animada.

—Pero, antes… —dije, y se levantaron todas las cabezas, y todos los ojos se clavaron en los míos—. Pero, antes, quiero completar nuestras tripulaciones en Mileto, y llevarme a todos los hombres, mujeres y niños que podamos salvar. Antes de que los persas la tomen al asalto. Y eso puede suceder en cualquier momento.

Miré a mi alrededor, y no se oía más que el viento, que agitaba las tiendas de campaña vacías como si fueran velas descuidadas.

—Hemos venido aquí a salvar a esa gente —dije—. Todavía podemos salvar a algunos. ¿Alguien está conmigo?

No estuvo mal,
zugater
. No estuvo nada mal. Resultó que todos estaban conmigo.

Pusimos buenos guardias todo el día, de manera que, cuando los persas se lanzaron al asalto de Mileto, a pocos estadios de distancia, nos enteramos. No es que lo tomaran por sorpresa ni nada de eso; pero sabían que la ciudad estaba casi desierta, y que probablemente estaba más sumida en el desánimo todavía que nosotros, los que estábamos en las playas.

En el combate se había perdido la mayor parte de la flota de Mileto. El puñado de barcos que sobrevivieron, huyeron rumbo a Samos y a Quíos. Ni un solo barco se dirigió al propio puerto de Mileto, ni siquiera el del propio Histieo, que había dejado a Istes «al mando» de una ciudad desprovista de combatientes.

Como he dicho, montábamos guardia. Vimos dos veces salir patrullas de las playas opuestas, pero ninguna se acercó a menos de diez estadios. Mis dos barcos estaban ocultos por la masa de la isla. ¿Quién se habría esperado que nos esconderíamos en un lugar tan visible?

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