Idomeneo acudió a mi lado y se inclinó hacia mí en el calor y frío del borde de la hoguera.
—¿Qué fue de aquella muchacha esclava que te llevaste a Atenas? —me preguntó—. ¿La vendiste?
Lo había olvidado.
Los dioses trabajan a veces todos juntos, y al día siguiente, cuando la cabeza me repicaba como mi fragua, por el vino, Hermes me envió un mensajero de Atenas que me traía el pago de un cargamento de bronce labrado. Me trajo también la noticia de que habían detenido a Milcíades por haber querido restaurar la tiranía. Y una carta de Frínico, y una copia de su tragedia, la célebre
Caída de Mileto
. Cuando la leí, lloré.
En la carta, Frínico me explicaba que había escrito la obra para abrir los ojos de los hombres de Atenas a lo que estaban haciendo los persas. Me decía que la había escrito para que los hombres reconocieran a Milcíades su labor en el intento de salvar a los griegos orientales.
Y me invitaba a asistir al estreno de la obra.
En Atenas tienen un teatro distinto del que tenemos nosotros en Beocia, y creo que debo explicarlo. Antes, supongo que hacia la época de mi abuelo, el arte dramático venía a ser lo mismo en todas partes; muy parecido a cuando un rapsoda canta la
Ilíada
, solo que el poeta, o un músico profesional, interpretaba obras de alabanza a los dioses, o a veces la historia de un héroe. En Atenas se representaba siempre un conjunto de obras, tres como mínimo, y la mejor de las tres recibía un premio en honor al dios Dioniso. Atenas no era ni mucho menos la única ciudad que elevaba alabanzas al dios del vino ni la única que ofrecía premios a las mejores poesías en su honor; pero en Atenas siempre tienen la tendencia a llevar las cosas más lejos.
El tirano Hipias era muy devoto de Dioniso, y se cuenta que fue él quien inició la costumbre de emplear un coro (un grupo de cantantes) como apoyo del argumento principal de la obra. Así, las obras dramáticas empezaron a ser más bien como un deporte de equipo: el poeta o cantante competía, acompañado de su equipo de coreutas o miembros del coro. Era difícil, tanto física como mentalmente, y aquella competitividad espoleaba a los hombres a hacerlo mejor, más complejo, más vívido. En la época en que yo era esclavo en Éfeso, alguien introdujo la interacción entre el coro y el poeta, de tal modo que se hablaban y se respondían mutuamente como quien mantiene una conversación corriente en el ágora. Esto puede pareceros poca cosa, niños, pero imaginaos lo que significa para un campesino pobre de la Ática el poder ver a Heracles debatir su destino con los dioses. A Agamenón, pidiendo a su hijo que lo vengue. Cosa fuerte. Los sofistas lo censuran, diciendo que acaba con la piedad de los hombres; pero a mí siempre me ha encantado.
Frínico había sido el más destacado durante mucho tiempo y había ganado un premio tras otro. Pero cuando escribió la
Caída de Mileto
, dio un nuevo rumbo al arte dramático, porque en vez de escribir acerca de los dioses y de los héroes, escribió sobre un hecho que
acababa de suceder
en el mundo de los hombres. En su obra figuraban muchos actores; no solo un coro, sino una docena más de hombres que representaban un papel cada uno. Aparecía Istes, que combatía en la muralla hasta el final; e Istieo, y Milcíades… y yo.
Por entonces yo no era ciudadano de Atenas y, por tanto, no se me permitía participar en la obra. Además, algunos lo podrían haber considerado un acto de
hibris
. Pero Frínico me pidió que asistiera a la competición en que iba a presentarse la obra, que fuera su huésped y que fuera a apoyar a Milcíades.
Ya se había recogido la cosecha y mis esclavos eran, en su mayoría, hombres honrados capaces de trabajar un mes entero sin mí. Además, allí estaría Hermógenes, y también Tireo. No me detuve a pensármelo. Tomé un caballo; pedí prestado a Idomeneo un joven, Estiges, para que me hiciera de criado, y me fui a la Ática a caballo cruzando la montaña.
Esta vez fui mucho más cuidadoso al acercarme a la poderosa Atenas, y rodeé toda la ciudad y llegué al portón de la finca de Arístides a la hora en que se estaba poniendo el sol de otoño y los hombres se arrebujaban en sus clámides para protegerse del viento y del frío oscuro.
Salió a recibirme su mujer, avisada por sus criados. Me sorprendió otorgándome el relámpago de su sonrisa y un beso rápido en la mejilla.
—Arímnestos de Platea, siempre serás amigo de esta casa —dijo—. Mi marido se retrasa en volver del Ágora. ¡Haz el favor de pasar!
Siempre he apreciado a esa mujer.
—
Despoina
, este es Estiges, que me hace de hipaspista. No es esclavo.
Ella le dedicó una inclinación de cabeza.
—Entonces, me encargaré de su cama —dijo—. Tú querrás bañarte.
No era una pregunta.
Acababa de salir de mi baño y me estaba secando con la toalla y arrepintiéndome de haber vertido tanta agua caliente en el suelo de la señora de la casa, cuando Arístides entró apartando la cortina y me abrazó. Todavía llevaba en el manto de lana el frío del exterior.
—¡Arímnestos! —dijo.
La última vez que lo había visto yo había sido cuando su barco pasó velozmente junto al mío, saliendo de la bolsa de la muerte en Lade.
—Saliste vivo —dije con satisfacción.
—Y tú también, mi héroe plateo. Por los dioses, luchaste como el propio Heracles —dijo, y volvió a abrazarme.
Otros hombres habían dicho otro tanto, pero los otros hombres no eran Arístides, aquel mojigato de la justicia de palabras suaves, y yo valoré aquellas palabras… bueno, hasta hoy.
Lo seguí hasta una mesa que estaba puesta junto al telar de su esposa, y los tres comimos juntos. Más adelante surgiría la moda de excluir a las mujeres de muchas cosas; pero no se hacía así por entonces. Había carne de un sacrificio, atún fresco (un plato magnífico), buenas gachas de cebada y rico pan de trigo. En Platea, aquello habría sido un festín. En Atenas, no era más que una cena con un hombre rico.
—¿Cómo está el proceso de Milcíades? —pregunté después de haber comido hasta saciarme.
Entre los griegos, es de mala educación hacer preguntas difíciles durante una comida. A decir verdad, también es de mala educación en Persia, en Egipto, en Sicilia o en Roma.
Arístides se limpió los dedos en un paño (mi hermana le habría dado una patada, pero las costumbres varían de una ciudad a otra) y frunció los labios.
—En vista de las pruebas, el jurado no puede menos que condenarlo —dijo.
Percibí un cierto matiz en su voz, y enarqué una ceja.
—¿Pero…? —pregunté.
Se encogió de hombros.
—A los hombres solo se les condena rara vez en virtud de las pruebas —dijo—. El caso de Milcíades se ha convertido en una medida del alcance del Gran Rey dentro mismo de nuestra ciudad. El pleito lo presentaron los alcmeónidas, con malicia, y tengo motivos para creer que estaban pagados por el Gran Rey.
—Y lo triste es que todos sabemos que Milcíades tenía toda la intención de hacerse el amo de la ciudad —dije yo, riéndome.
Arístides frunció el ceño.
—Quisiera que expresaras las cosas con mayor precisión, plateo. No sabemos nada de eso. Sabemos lo que podría haber hecho si hubiera derrotado a los persas y a los medos en Lade —dijo, y se encogió de hombros.
Reconozco que me reí.
—¡Arístides! —dije, al caer en la cuenta—. ¿Tú eres su abogado? ¿Tú, su enemigo?
Su mujer se echó a reír, y yo di una palmada en la mesa; y el paladín de la justicia y del honor de los atenienses nos miró con despecho, como si fuésemos unos niños traviesos y él fuera nuestro pedagogo.
—¡No tiene gracia! —exclamó.
Probad vosotros a impedir que alguien se ría diciéndole esas palabras.
—Además, tampoco soy su enemigo ni mucho menos —dijo.
—Claro que no —dije yo, y volví a echarme a reír. No pude contenerme, y su mujer se rio conmigo.
—¿Por qué será —preguntó él cuando volvimos a recobrar el aliento— que los que vienen a visitarme siempre se burlan de mí, y tú,
despoina
, siempre les das pie?
Le puse una mano en el hombro.
—Si quieres ser mejor que los demás hombres, deberás aguantar con paciencia sus burlas —le dije—. Además, si te tomamos el pelo es solo porque te queremos.
—¿Por qué? —preguntó Arístides. Como la mayoría de los hombres rectos, no aguantaba las burlas y ni sabía defenderse de ellas ni tenía idea de por qué se las dirigían. Yo sacudí la cabeza y lo dejé por imposible.
—Perdóname, señor —dije—. Imagínate que no soy más que un pobre extranjero estúpido, y cuéntame cómo puede salir airoso Milcíades de esta acusación.
Arístides, sin atender a mi tono de voz, asintió con la cabeza.
—Muy bien —dijo, tomándome la palabra—. La cuestión que se debería plantear al jurado es si Milcíades quería hacerse tirano o no. Pero en realidad la cuestión que debe resolver el jurado es más sencilla y más compleja a la vez: si Atenas debe ofrecer resistencia a Persia o no. Si hubiésemos vencido en Lade, este juicio no habría tenido lugar.
Opté por no comentar que, si hubiésemos vencido en Lade, Milcíades habría desembarcado aquí con cincuenta trirremes y cinco mil hoplitas y se habría hecho el amo en poco tiempo. Es mejor no decir en voz alta todo lo que nos viene a la cabeza.
—La gente sabe que el Gran Rey se apoderó de Mileto. Gracias a Frínico, la gente sabrá desde mañana lo cerca que estuvimos de derrotar a Datis, y cómo nos traicionaron los aristócratas de Samos. ¿Sabías que los trierarcas de allí fueron apedreados por una turba? ¿Y que se van a erigir estatuas a los once capitanes que siguieron fieles a nosotros?
—Algún día me encontraré con Dionisio de Samos en un callejón oscuro —dije.
—Demasiado tarde —dijo Arístides—. Lo mataron sus guerreros para lavar la deshonra de su defección.
—Hicieron bien —dije. Aquella era, en efecto, la mejor noticia que había oído aquel día—. ¡Su sombra no irá nunca al Elíseo!
Vertimos libaciones a Zeus, que vela por los juramentos, y a las Furias, que vengan a los hombres injuriados.
—Así pues —dijo Arístides cuando el vino hacía charco en el suelo—, en resumen, queremos recordar a todos los miembros del jurado (y, en realidad, a todo el mundo) que combatimos junto a los hombres de Mileto y que habríamos alcanzado la victoria si no hubiera sido por la traición. Y queremos recordarles que, si llega a mandar aquí el Gran Rey, nuestros hijos y nuestras hijas pasarán a servir a sus soldados como los sirvieron las doncellas de Lesbos y de Quíos.
Aquello se parecía mucho a una mentira descarada; al menos, era forzar la verdad. El saqueo de las islas había sido horrible, pero no era representativo de la política corriente del Gran Rey. Por otra parte, era verdad que había sido terrible. Asentí con la cabeza.
—Y si los hombres de esta ciudad ven en Persia una amenaza, y si ven que podemos plantar cara al Gran Rey, entonces harán callar a los alcmeónidas, se mantendrán firmes y declararán inocente a Milcíades.
Arístides se había puesto de pie. Estaba pronunciando un discurso.
Aplaudí. Su esposa hizo lo mismo.
Él se sentó y agachó la cabeza.
—Pero aquí, en mi propia casa, diré que tengo muy pocas esperanzas —dijo—. Hoy han intentado matar a Sófanes.
Yo sonreí. No sabía que Sófanes siguiera vivo.
—He visto en acción a ese muchacho —dije—. Ningún asesino a sueldo podrá nunca con él.
—Ayer dieron una paliza a Temístocles —prosiguió él—. Está convirtiéndose en cabeza de la
demos
. A mí no me cae bien, pero está de nuestra parte en contra de los alcmeónidas y de los partidarios de estos —se encogió de hombros—. Los hombres no se atreven a hablar abiertamente.
Me froté la barbilla, pensativo.
—¿Cómo va mi pleito contra los alcmeónidas por mi muchacha esclava y por mi caballo? —le pregunté.
Arístides se quedó paralizado como si le hubieran dado un golpe.
—Por Zeus Soter, se me había olvidado —dijo—. Debo pedirte disculpas; Milcíades es tu
proxenos
, y debería habérmelo recordado.
El
proxenos
es el hombre (que suele ser un hombre destacado) que representa en su ciudad los asuntos de la tuya. Milcíades era el
proxenos
de Platea en Atenas.
Tomé un trago de vino.
—Pienso recuperar a esa mujer —dije—. Recurriendo a la violencia en caso necesario. Hice un juramento, y me lo han recordado hace poco. Aunque me rebajo al reconocerlo, yo también me había olvidado de ella.
—Hace más de un año que juramos el pleito —dijo Arístides—. No debes recurrir a la violencia, Arímnestos. Esta ciudad simboliza el imperio de la ley.
—Hum —dije.
Había matones a sueldo que pegaban a mis amigos. Milcíades temía por su vida a manos de su propia gente. Y yo me sentía vivo por primera vez desde hacía meses.
Yocasta, que estaba junto a Arístides, enarcó una ceja y se pasó por la garganta uno de sus largos dedos.
Capté lo que me quería decir con tanta claridad como si me lo hubiera dicho a gritos, y le sonreí.
—¿A qué se debe esa sonrisa? —preguntó Arístides.
Me encogí de hombros.
—Estoy a gusto aquí, contigo —dije con absoluta sinceridad.
A la mañana siguiente fui a visitar a Milcíades, al que tenían en una de las cuevas por encima del Ágora. Los que lo custodiaban eran principalmente amigos suyos.
—Aquí estoy a salvo —dijo con una sonrisa, después de haberme abrazado—. A Arístides lo matarán en el Ágora, a menos que se busque un guardaespaldas. El imperio de la ley ha terminado. El Gran Rey tiene comprados a los ricos, y estos tienen comprados a los matones. Desde ahora, habrá poca justicia.
Podría haberle dicho que si él se hubiera erigido en tirano tampoco habría habido mucha justicia, pero… que el Hades se lleve esa idea.
Milcíades era mi héroe de la infancia, y era amigo mío.
—Pienso tomar medidas —dije, mirando a un lado y a otro.
—¿Medidas legales? —preguntó Milcíades—. Eres extranjero.
—Tú eres mi
proxenos
—dije—. Y he jurado un pleito contra Cleito, de los alcmeónidas.
—Así es —dijo. Se encogió de hombros y enarcó las cejas—. Pero no entiendo qué importancia puede tener eso.
Miré a un lado y a otro.
—¿Confías en todos estos hombres?
—Por supuesto —dijo Milcíades; pero sus ojos decían lo contrario.