Oía una discusión entre la oscuridad.
Istes llegó a mi lado.
—Hemos salido —dijo—. Solo quedan diez arqueros en la muralla, con todas las flechas que nos quedan.
—Ahora, mejor que nunca —dije—. ¡Por columnas, a derecha e izquierda, retirada!
Istes se rio.
—Vosotros los dorios tenéis órdenes para todo —dijo.
Retrocedimos por el túnel, y entonces nos atacaron.
Griegos. Con armadura.
Llegaron aprisa, con fuerza y en silencio, y el hombre que los mandaba tenía en el escudo un escorpión grande. Con el primer contacto abatió a mi jefe de columna de la derecha e hizo salir gritando a su sombra; y la fila no pudo rehacerse porque los hombres del final se retiraban escalera arriba.
De pronto, nuestra fuga ordenada era un caos.
Istes se adentró en la pelea, y lo único que pude hacer fue acompañarle. Entre los dos contuvimos a diez hombres con armadura durante diez latidos del corazón, o puede que el doble de ese tiempo.
En aquel plazo, Istes mató a un hombre. Así era de bueno.
Yo no. Hacía frente a tres hombres, y uno de ellos era el que llevaba el escorpión en el escudo. Era Arquílogos.
Aquello tenía que suceder tarde o temprano.
Yo había jurado protegerle a él y a su familia, delante de todos los dioses, en el santuario de Artemisa. Y él era uno de los mejores luchadores del mundo griego. Habíamos recibido un mismo entrenamiento. Habíamos estado en unas mismas batallas.
Creo que los dioses nos enviaban esos desafíos para ver de qué madera estábamos hechos.
Lo último que me interesaba era que Arquílogos se diera cuenta de que era inmune a mi espada. Empujé su escudo con el mío y le hice tambalearse, y después lancé golpes a cada uno de sus dos compañeros, con rapidez de gato, y acto seguido retrocedí de un salto.
Como ya he dicho, Istes había matado a su rival.
Percibió que yo retrocedía, y retrocedió él también, y después retrocedimos todos juntos.
Arquílogos gritó a sus hombres que me rodearan.
—¡Están abandonando la puerta! —rugió.
Cuando el último hombre de la izquierda se adelantó de un salto, yo arrojé mi segunda lanza, le di en la pierna adelantada, y él cayó.
Ya no me quedaban lanzas, pero sentí bajo mi talón derecho las escaleras de la derecha de la muralla.
Arquílogos me atacó de nuevo, y yo retrocedí un paso, y después otro, y entonces él me lanzó un tajo a los pies (recordad que yo llevaba botas y no grebas, a causa de mis heridas). Adelanté el escudo tarde, demasiado tarde, y él me alcanzó en la pierna; su espada me atravesó la bota y las vendas y me trazó en la pantorrilla un surco de fuego helado.
Pero cuando se inclinó hacia mí al dar el golpe le acerté en el casco con el borde de mi escudo, le hice perder el equilibrio y cayó.
Otro hombre saltó a ocupar su lugar, y yo retrocedí otro paso, y me desanimé al ver cuánta sangre había perdido yo ya. El escalón que dejaba atrás relucía a la luz de la ciudad perdida.
Seguí retrocediendo, y el nuevo hombre me lanzó un tajo a las piernas. Matar a aquel efesio no me producía escrúpulos de conciencia, y bloqueé su golpe con mi espada, giré mi
xiphos
sobre el filo del otro y le corté la garganta, un golpe rastrero que había aprendido en la lucha cuerpo a cuerpo. No era muy deportivo, pero yo creía que me estaba muriendo.
Poneos en mi lugar. Lo había perdido todo: a mis amigos, a mi amante, mi barco. Pensé que el rescate de los milesios haría mi nombre inmortal. Y si moría allí, ¿qué más podía desear? Sería un final triste, pero saldría una buena canción. Podía confiar en que Frínico la escribiría, si se restablecía de su herida.
Cuando yo me llevé aquella herida, creí que estaba acabado. Los barcos estaban demasiado lejos, con mucho, y yo perdía sangre como un hombre que se está muriendo.
Pero yo no soy de los que se rinden. Maté a aquel hombre con mi
xiphos
, y subí otro escalón.
Idomeneo se inclinó por delante de mí con una lanza y atravesó con ella el antifaz del casco del siguiente, y yo subí otro escalón.
Teucro disparó al hombre siguiente, y este cayó con una flecha en la parte alta del muslo, dejando los escalones despejados durante un centenar de latidos del corazón. Entonces, Idomeneo me pasó una mano por debajo del brazo, y me encontré en lo alto de la muralla.
Es bueno tener compañeros.
—Estoy acabado, amigos —dije.
Idomeneo me levantó en vilo.
—Y una mierda —dijo.
Nuestra muralla estaba vacía. El último hombre a nuestra espalda era Teucro. Tiraba una flecha, corría hacia nosotros y se volvía de nuevo para tirar. Ninguno de los efesios, ni siquiera de los que llevaban armadura completa, quería ser el primero en asomarse por encima del parapeto.
—¿Puedes ponerte de pie? —me preguntó Idomeneo. Él veía algo que yo no veía.
—No —respondí. El mundo se me estaba oscureciendo.
Me puso de pie, a pesar de todo. Caí sobre una rodilla.
—¡No! —gritó Teucro; y tiró por encima de mi cabeza.
La muralla tenía un parapeto almenado del lado de la ciudad; pero en el lado que daba al patio solo había un muro bajo para que los centinelas descuidados o borrachos no se mataran cayendo a las losas de abajo. Las escaleras estaban remetidas en la muralla. No veíamos al enemigo en la escalera próxima a nosotros, pero sí pude ver (mientras bajaba un telón que me cubría los ojos) la hilera de hombres con armadura que subían corriendo por la escalera más lejana, y vi que Istes, sobre la muralla, les hacía frente él solo. No he visto nunca a nadie luchar tan bien, como no fuera a Sófanes, y lo de Sófanes fue más tarde, y él no luchaba en los últimos momentos de una batalla perdida, condenado y contra un enemigo de superioridad abrumadora. Istes los arrojaba de la muralla, les clavaba la espada, los engañaba con el escudo, con el manto, con la espada, y ellos morían.
Pero estaba flaqueando. Yo lo noté. Y había despedido a sus hombres; ellos mismos lo dijeron más tarde.
La verdad era que Istes nunca tuvo intención de llegar a los barcos. Lo vi allí, ardiendo sobre la muralla con una energía divina, luchando tan bien que parecía brillar con luz propia. Llevaba su armamento completo de bronce: coraza, casco, grebas, escarcelas, guardabrazos, hombreras, revestimiento del escudo, y su armadura reflejaba el fuego de su ciudad moribunda, que la convertía en un sol dorado sobre su última muralla defendida.
A Teucro le quedaban tres flechas, y las empleó todas al servicio de su señor; tres efesios más enviados al Hades.
Entonces llegó allí Idomeneo, que me había dejado en el suelo para correr sobre la muralla dando toda la vuelta hasta llegar a Istes. Idomeneo arrojó la lanza por encima del hombro de Istes, y después le dio un golpecito en el hombro; pero Istes negó con la cabeza y se enfrentó, escudo contra escudo, con un hombre grande. Después de aquel hombre venía el Escorpión. Arquílogos se había restablecido de mi golpe.
Me arrastré paso a paso siguiendo la retirada de Istes. Empezaban a asomarse por la escalera de nuestro lado cabezas cubiertas de cascos. En la muralla opuesta, el hombre que estaba detrás de Arquílogos cayó con una flecha en el costado.
Teucro soltó una maldición.
—Aquella era mi última flecha, señor.
Yo conseguí reírme.
—Más valía que no se lo hubieras dicho —dije.
Había debajo de mí un gran charco negro. Me puse de pie, a pesar de todo. En la muralla opuesta, Arquílogos, mi amigo de la infancia, se enfrentaba a Istes, la mejor espada del mundo. Istes relucía como el oro.
—¡Mileto! —rugió.
Arquílogos bloqueó con el
aspis
el golpe de su espada, y empujó con el mismo
aspis
, e Istes retrocedió, tambaleándose, y Arqui cortó por debajo del escudo con su espada, una vez, dos, con la rapidez de un halcón que se arroja en picado; e Istes se tambaleó hacia atrás, y advertí que tenía herido el brazo del escudo.
Istes llevaba luchando todo el día. Y sabía que iba a morir.
Pero Arquílogos demostró su maestría. No dio cuartel al hombre dorado, y volvió a lanzarle un tajo, un golpe fuerte dirigido al casco.
Pero recibió en la cara el escudo de Istes, y retrocedió, e Istes retrocedió también un paso. Idomeneo volvió a darle un golpecito y le dijo algo. Más tarde me contó que había suplicado a Istes que saliera vivo. La única respuesta de Istes fue volver a atacar a Arquílogos. Extendió los brazos, echó a correr como un atleta que llega a la meta, y barrió de la muralla entre sus brazos al que había sido mi amigo de la infancia y mi amo, y ambos cayeron juntos al patio; y, mientras caían, Istes volvió a rugir «Mileto» una vez más, y se perdió de vista, y su armadura produjo un ruido metálico al chocar con las losas.
Por entonces, Teucro ya me había llevado hasta las cuerdas dispuestas para bajar de la muralla. Yo debía de pesar menos, por toda la sangre que había perdido, pero recuerdo que pisé una lanza que había dejado caer uno de los hombres para descolgarse con más facilidad hasta los barcos.
—Ve —dije a Teucro.
Él negó con la cabeza.
—Ve, estúpido —le dije.
Me soltó el hombro, asió la cuerda y se deslizó hacia la cubierta del
Cuervo Negro
.
Yo era el último hombre que quedaba en las murallas de Mileto… el último griego libre.
No tenía intención de marcharme. Aquella lanza me había llegado como una señal, o eso pensé yo. E Istes había muerto. Y Arquílogos había muerto.
De manera que a mí no me quedaba ningún motivo para no morirme también.
Tuve fuerza para alzar la lanza por encima de mi cabeza, y apresté el escudo y esperé el ataque. Oía sus pasos sobre la muralla, y no veía bien, pero supe que llegaban.
Un efesio salió de entre la oscuridad y golpeó con su
aspis
mi beocio, escudo contra escudo, y el mío se rompió como un juguete infantil. Debía de estar debilitado por los golpes que le había dado el egipcio.
Pero, ciego como estaba por la pérdida de sangre, le metí la lanza en la cara, y él cayó profiriendo maldiciones.
Retrocedí y tomé aliento. Seguía vivo.
Solo podré contar esto como lo vi, cariño. Diré lo que vi.
Acudió a mi lado en aquella muralla Elena… o Afrodita, o puede que fuera Briseida. Prefiero pensar que fue Briseida. Llevaba los cabellos sueltos, y la piel le brillaba como si fuera una diosa.
—Este no es tu destino, amor —dijo. Y desapareció.
Eso fue lo que vi.
De modo que arrojé la lanza a lo largo del parapeto con toda la fuerza que pude. Retrocedí a trompicones, buscando la soga con los dedos, casi ciego. La encontré al tiempo que un golpe me rebotaba en la parte trasera la cota de escamas, una lanzada sobre el pesado armazón que iba sobre los hombros. Caí, asiendo la soga con las manos, y mis pies soltaron la muralla y me deslicé por la soga. Se me quemaban las palmas, pero no me solté.
Me dijeron que me di un golpe bastante fuerte contra el mástil. Ya estaba bastante mal, y caí sobre cubierta como muerto, con cortes en todos los tendones. Pero mi armadura y la lana que llevaba dentro del casco me hicieron un buen servicio.
Recuerdo que los hombres se agolparon a mi alrededor. Recuerdo manos en mi pierna, y fuego.
Desde entonces, no he vuelto a correr la carrera de un estadio.
Las mujeres lloraban y plañían, y los hombres también, mientras los remeros nos alejaban de la orilla, adentrándonos en la oscuridad. Yo, tendido, aturdido por la pérdida de sangre, estaba muy lejos, aunque al mismo tiempo era capaz de pensar con claridad; y el
Cuervo Negro
desplegó las alas y nos llevó volando hacia alta mar. Los fenicios, los cilicios y los egipcios no nos vieron, o debieron de pensarse que no valíamos la pena, o sencillamente nos dejaron marchar. Habíamos salvado a Teucro y a un centenar de soldados más; a cinco caballeros adinerados y a otro centenar de mujeres y niños. Murieron cuatro mil, y cuarenta mil fueron vendidos como esclavos.
Y aquello no fue más que el comienzo.
Llegamos a Quíos en tres días; tres días desesperados, en los que Harpago, Idomeneo y Negro se encargaron de la labor de mantenernos con vida mientras mi cuerpo tomaba las difíciles decisiones entre la vida y la muerte. Me perdí el momento en que Idomeneo dio un discurso. Mandó tirar por la borda el tesoro, y les dijo que los niños de los milesios serían su tesoro, y les pidió que contaran el peso de la plata y que le dijeran qué era lo más valioso; y ellos lo aclamaban mientras tiraban la plata por la borda. Aquello me lo perdí, aunque forma parte de la historia.
Los milesios ayudaron a remar, y compartimos la comida que teníamos, y todos los que habían salido vivos de las murallas de Mileto llegaron vivos a las playas de Quíos.
Lo primero que recuerdo a continuación fue a Melaina llorando. Había una pira para Estéfano y otra para Filócrates, y Frínico lloró al recitar las elegías por ellos. Alceo de Mileto, uno de los caballeros a los que habíamos rescatado, organizó unos juegos funerarios.
Melaina me cuidó, limpiando mis heridas, bañándome, lavándome los residuos corporales. A la segunda semana se me pasó la fiebre, y a la tercera semana pude andar. Casi había terminado el verano.
—Vendrán los persas —dije—. Vente conmigo. Te lo debo… a ti, y a la sombra de tu hermano.
Ella se encogió de hombros.
—Me quedaré, en cualquier caso —dijo—. Soy la hija de un pescador. No me gusta el cambio. Y mi padre está aquí, como mis hermanas, y todos los niños. ¿Acaso puedes trasladar a todo Quíos?
Pasó otra semana mientras se me sanaba el cuerpo. Negro estaba inquieto, impaciente por volver a la mar. De pronto, aparecían piratas cilicios por todas partes, y quemaron una aldea costa abajo.
Por fin marqué una fecha en la que nos haríamos a la mar. Las tardes ya eran frescas y el sol estaba más bajo en el cielo.
Nos sentamos y bebimos vino hasta que se puso el sol, un vino que se me subió a la cabeza, y nos comimos un atún grande que había pescado el padre de Melaina. Este acudió y me dio una palmada en el hombro.
—Estéfano te quería —me dijo—. Eres un buen hombre.
Aquello me hizo llorar. En aquellos días lloraba con facilidad.
Abandonar Quíos fue más duro que lo que había sido marcharse de Mileto; porque, a diferencia de aquellos pescadores alegres, yo sabía lo que les esperaba. La mano ligera de Persia estaba a punto de ser sustituida por un puño de hierro. Vi ponerse el sol sabiendo que habría de pasar mucho tiempo hasta que volviera a verlo salir de aquí, en el este.