Seguimos corriendo dos estadios más a favor del viento, y la brisa seguía arreciando a nuestras espaldas. Nos decíamos que era la mano de los dioses. Milcíades empezó a saludar con la mano, y envié a un corredor a que hiciera señales a Estéfano, que iba a mi popa. Íbamos a virar.
Milcíades iba de pie en el banco del timonel del
Áyax
, con el cuadrado rojo bajo un brazo y con el otro brazo doblado sobre la madera curva de la popa del trirreme, observando a los barcos que venían tras de mí. En el mío, Negro tenía preparados a los marineros en la proa, alrededor del mástil de la
akateion
, y Mal había hecho sacar y alzar los remos, dispuestos para bogar. Galas sonreía de oreja a oreja, con los remos de dirección firmes bajo los brazos, preparado para virar.
—Preparados para virar todo a babor —bramé—. ¡A mi orden!
«Por los dioses, esto va a ser glorioso, ganemos o perdamos», pensé. Yo solo rara vez había alcanzado tanta velocidad en un trirreme. Tal es el impulso que puede aportar el viento cuando se toma directamente por la popa. Me pregunté si podríamos conservar una parte de ese impulso durante el viraje.
También advertí que Milcíades procuraba enderezar su barco haciendo cargar a sus infantes de marina y a toda la tripulación de cubierta que estuviera desocupada sobre la banda de barlovento; y yo hice lo mismo. Todo lo que hiciera falta con tal de bajar esa banda al virar; o, más bien, todo lo que hiciera falta para que la banda de sotavento no se hundiera bajo el agua. Yo no había oído contar ningún caso de que un trirreme volcara al hacer un viraje; pero tampoco quería ser el primero.
Palpitaciones… el corazón me golpeaba el pecho como si quisiera salírseme de la armadura persa nueva que llevaba puesta. La expectación callada… el sonido del viento, y el chillido de una gaviota.
Milcíades hizo ondear el trapo rojo, y yo levanté el puño.
—Todo a babor —grité.
Galas gritó sus órdenes, y la buena disciplina y el largo entrenamiento se hicieron notar. Todos los remos de babor se hundieron a la vez, tocaron el agua… y aguantaron. Los remos de estribor se retiraron. El barco se ladeó como una cuadriga que toma una curva… más y más, hasta que el corazón se me subió a la garganta, y todos los que estábamos sobre cubierta tuvimos que asirnos de la baranda, y los remeros de babor tenían los remos tan hundidos en el agua que ya no podían retirarlos.
En alguna parte, hacia la mitad del barco, se oyó un alarido. Un remo se había roto, y al remero se le había clavado la caña en las tripas.
Y entonces terminamos el viraje, y el sol brillaba, y nuestro espolón apuntaba a los fenicios, y corríamos hacia el flanco de la línea enemiga como una lanza arrojada por Poseidón. Milcíades había virado con elegancia, y Estéfano iba a mi lado como un perro fiel; nuestra línea se iba completando ante mis ojos. Los cretenses habían sido tan rápidos como nosotros, y los cretenses se habían quedado atrás, con algo de confusión, pero así nuestra línea parecía más larga.
En cuanto los fenicios nos vieron virar, empezaron a virar a su vez para hacernos frente; pero no eran una escuadra, eran unos cincuenta barcos individuales. Y sus remeros estaban cansados.
El viento soplaba con tanta fuerza que nos impulsaba aun mientras virábamos, aun habiendo arriado las velas. Empecé a mirar con ojo experto la playa y las rocas al pie de la bahía, de su extremo oriental.
Después, corrí a la plataforma de mando, hacia la mitad del barco.
—
Diekplous
—grité al timonel—. Ariete a los remos y dejarlos atrás. Después, virar hacia el viento, al oeste.
Milcíades y yo estábamos frente a cuatro o cinco de los navíos fenicios más veloces; pero eran los últimos de sus líneas hacia el este. Y si les hacíamos ariete a los remos, no valdría la pena quedarse allí más tiempo, porque no volverían a entrar en batalla. ¿No es así? ¿Entendido, muchacho? Porque, si les rompíamos los remos, no podrían remar; y Poseidón se los llevaría hasta el fondo de la bahía y los haría naufragar. ¿Lo vas entendiendo, mi preciosa ruborizada? Todavía te voy a enseñar a ser navarca, querida.
Galas movió los remos de dirección, un poco hacia el oeste, y un poco más para compensar el viento. Nuestros remeros bogaban a la perfección. Cuando alcanzamos al primer fenicio, mi barco sacaba medio largo de ventaja al de Milcíades. Aunque no puedo saberlo con certeza, creo que nosotros fuimos los primeros que abordamos al enemigo aquel día.
Galas se había excedido al compensar el viento, y pasamos unos veinte pasos por delante de la proa de nuestro objetivo; habría sido un error mortal si hubiésemos estado avanzando a la misma velocidad; pero no fue así. Nosotros íbamos más aprisa; y Galas aprendió la lección y viró con fuerza, y Mal pidió más esfuerzo a los remos de babor; y volvimos a escorarnos y embestimos la serviola del barco fenicio, destrozando su galería de remeros con la viga reforzada de encima de nuestro ariete. Fue como si estallara toda la banda de babor del barco enemigo cuando nuestro espolón fue rasgando los bancos, y se le abrieron las junturas y se perdió bajo las olas. Para eso sirve la velocidad en un combate.
—¡Al oeste! —rugí entusiasmado.
Aquello había sido el hundimiento naval más limpio que había visto yo en mi vida. Apolo estaba a mi lado, y la liberación de Grecia estaba al alcance de la mano.
Los hombres de Milcíades vitoreaban mientras embestían al segundo barco fenicio y se dirigían inmediatamente después al tercero y lo volcaban; dos victorias en menos de lo que se tarda en contarlo. El timonel de Estéfano había cometido el mismo error que Galas, excediéndose al compensar el viento, y falló el
diekplous
y pasó de largo del enemigo; pero tuvieron la suerte de que su proa alcanzara los remos del barco enemigo al final de una pasada, y se los rompieron, matando tantos remeros como nosotros en nuestro golpe más espectacular.
Algunos barcos fallaron del todo en su ataque, y después de nuestro éxito inicial los fenicios se reagruparon y contraatacaron; pero solo hundieron uno de los barcos de Nearco, al que embistieron en el centro mientras tenía a su vez el espolón clavado en su presa, como puede suceder cuando un barco golpea con demasiada fuerza.
En aquel primer ataque cayeron al menos diez barcos enemigos. Nosotros ya habíamos perdido la velocidad que nos habían enviado los dioses; pero yo me había puesto en cabeza en el viraje hacia el oeste, y otros barcos se habían sumado a mí. Milcíades iba por detrás de mí, recogiendo a nuestros rezagados, y los de Quíos abordaban al enemigo en esos momentos al sur, es decir, a mi izquierda.
Yo tenía delante el grueso de la escuadra fenicia, en la que reinaba la confusión, pues no sabían si virar al sur para hacer frente a los quiotas, o al este para hacerme frente a mí.
Volví a la proa y me puse a buscar con la vista al navarca enemigo. Entre aquella piña de barcos debía de estar en alguna parte el de su jefe, y allí se encontraba la mayor gloria y la mayor fama, así como la posibilidad de cortar la cabeza a la Hidra.
Pero no me dio tiempo a identificarlo. Los barcos que teníamos más cerca habían optado por combatir con nosotros, como amenaza más inmediata, y nosotros no nos hicimos de rogar y nos abalanzamos a toda velocidad hacia un barco bien tripulado. El otro barco tenía buenos remeros, y la colisión me derribó sobre cubierta. Debimos de chocar proa contra proa, pero la proa de ellos cedió (tendría broma
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, o la podredumbre seca), y su barco se hundió como una piedra, mientras sus infantes de marina se abalanzaban sobre nuestra proa como lobos hambrientos y morían ensartados en la nube de lanzas de los nuestros.
Me volví hacia Negro, que estaba detrás de mi escudo como si fuera mi hipaspista. Habían empezado a volar las flechas, y lo tomaban a él como blanco ni más ni menos que a mí.
—Si cada griego mata a dos persas, venceremos —dije alegremente.
Él se encogió de hombros.
—Es el combate mayor que he visto nunca —dijo. Se frotó la mandíbula—. Pero ya he visto unos cuantos, señor. Esta suerte no puede durar.
Y no pudo. Por entonces, éramos como una flecha clavada en las entrañas de un animal. Habíamos herido a los fenicios, pero no los habíamos rematado. Mi barco apenas se movía, y mis remeros ya se estaban cansando. Ya había pasado el primer arrebato del combate, y todavía nos quedaba un mar de fenicios contra los que luchar.
—¡Los muchachos necesitan un descanso, señor! —me gritó Mal al oído.
Crucé una mirada con Idomeneo.
—Abordamos —dije. Corrí hacia atrás por la crujía—. ¡Bien remado! —grité a los tranitas
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al pasar sobre ellos—. ¡Descanso dentro de dos minutos!
En las cubiertas inferiores tienen poca idea de lo que pasa arriba: victoria, derrota, muerte… es difícil saberlo cuando lo único que ves es el culo del hombre que tienes encima y su remo.
Llegué al puesto del timonel bajo una lluvia de flechas de un barco largo que estaba por delante de nosotros. Una se me clavó en el escudo.
—Llévame junto a ese cabrón —dije—. Lo abordaremos y daremos un descanso a nuestros muchachos.
De hecho, apuntaba al barco que estaba más al norte de la escuadra fenicia; iba en la «parte de atrás» de su grupo, que ya había quedado completamente desordenado. Esperaba que, al acercarme a aquel navío por el norte, tendría unos minutos de tregua de las flechas de los demás.
El barco enemigo no tenía la menor intención de dejarse abordar, y maniobró, y los dos maniobramos como dos gatos que luchan en el polvo; y pasamos uno junto al otro a corta distancia. Había en su cubierta un hombre alto con casco griego, e Idomeneo le acertó con una flecha en la garganta, un tiro maravilloso; y el hombre cayó directamente por la borda.
Después lo dejamos atrás, y detrás venía otro barco fenicio, un barco pesado como el nuestro.
Al parecer, le tomó por sorpresa que estuviésemos tan cerca, y nuestro espolón le alcanzó un poco por detrás de la proa; pero él tenía recogidos los remos, y nosotros llevábamos demasiado poco impulso y lo habíamos embestido con ángulo demasiado cerrado para hundirlo.
Aquello no me parecía mal, ni tampoco era malo para mis remeros. Nos escurrimos a lo largo de su costado, produciendo un chirrido agudo.
—¡Infantes de marina! —grité—. ¡Tripulación de cubierta!
Negro llevaba un hacha en cada mano, hachas de mango largo como las que llevan los soldados de caballería. En los combates navales, los que luchan con hacha mueren como corderos; al no llevar escudo, están indefensos. Temí por Negro y por mi inversión; pero mi preocupación estaba infundada.
Cuando redujimos la velocidad, me subí a la baranda y se me clavó una flecha en el escudo. No esperé a que los garfios de abordaje estuvieran fijados. Salté.
Aunque ya había hecho aquello veinte veces en mi vida, esta vez pisé mal y caí sobre el banco superior. Un remero enemigo me lanzó una patada; pero me dio en la armadura, y yo ya me estaba levantando cuando cayeron sobre mí los infantes de marina enemigos. Lo de esperar habría sido que yo hubiera muerto allí; pero un hacha, un hacha de las más pesadas, atravesó volando el frontal de piel del escudo del primer infante de marina y se le clavó en el brazo. La sangre salpicó a través del escudo, y yo tomé allí mismo la decisión de no hacer nunca la guerra contra los libios. Era la primera vez en mi vida que veía a un hombre arrojar un hacha.
Negro arrojó su segunda hacha al hombre siguiente, y no le acertó con el filo, sino con el mango; pero el mango del hacha dio al hombre en la sien y lo derribó.
Me pude levantar por fin, y me puse a matar. Solo recuerdo lo de Negro y sus hachas, lo demás es una nube borrosa; y después me encontré sobre el puente de mando del barco enemigo, con Idomeneo, protegido por mi escudo, que disparaba a los oficiales enemigos desde la distancia a la que alcanza a escupir un hombre, mientras yo lo cubría y mataba a todos los que venían por mí. Había dos nobles persas, y unos guardias medos, y un fenicio noble cubierto de armadura desde la cabeza hasta las rodillas. Tenía una barba tan larga como su cota de escamas, e Idomeneo le clavó una lanza en el rostro descubierto mientras los infantes de marina que le quedaban intentaban cubrirlo con sus escudos, aunque con torpeza.
Todos los remeros eran fenicios, y luchaban, como si quisieran contradecir todo lo que he dicho antes; pero es que aquel era el barco del navarca, cariño, y tenía lo mejorcito de todo, y Apolo lo había entregado a mi lanza. De manera que mis remeros, a su vez, tuvieron que tomar las armas y saltar la borda. Aquello se encarnizó y duró demasiado tiempo. Si me pidieran una estimación, diría que los únicos remeros enemigos que salieron vivos de aquella matanza fueron los que se tiraron por la borda y huyeron a nado. Puede que fueran seis en total, de entre doscientos.
Esta es la manera más dura de tomar un barco. Y cuando los remeros luchan… por Poseidón, la cosa se pone fea. No tengo idea de cuánto tiempo duró aquello, pero no pude ofrecer a mis remeros el descanso que les había prometido contra un enemigo cómodo y blando.
En Lade no hubo enemigos fáciles.
Se oían aclamaciones al oeste. El sol ya disipaba la bruma por allí, pero no lo suficiente para que me hiciera idea de lo que pasaba.
Volví a bordo del
Cortatormentas
y me encontré a Galas en la proa con un puñado de remeros. Estábamos haciendo agua justo por delante del primer banco de remeros. No entraba mucha, pero entraba a lo largo de todas las junturas.
Al norte, un barco fenicio más pequeño se destacaba de su grupo buscando pelea. Había concluido nuestro «descanso». Nos percibió, y se puso en movimiento hacia nosotros desde una distancia aproximada de un estadio.
Volví a mirar la vía de agua. Fue un momento difícil para mí, dentro de un día que estuvo lleno de momentos difíciles.
—Está acabado —dije.
Al
Cortatormentas
debía de habérsele dañado la proa cuando aplastó al barco fenicio más ligero. Era mi primer barco. Se hundía bajo mis pies. En un día tranquilo, lo habría varado en una playa y lo habría salvado, habría reconstruido la proa, le habría echado tablas nuevas… cualquier cosa para salvarlo. Pero dentro de la batalla naval más grande que habíamos visto nunca, solo me quedaba una opción.
—Al fenicio —dije.