Por entonces, ya nos habíamos deshecho de sus remeros, y los hombres estaban desmadejados junto a los bancos; pero Galas, Mal y Negro llevaron a los marineros y a los remeros a sus puestos. Se arrojaron cuerpos por la borda, asomaron los remos por los portillos.
Fuimos demasiado lentos. El barco fenicio más ligero venía hacia nosotros por el norte; ya había alcanzado la velocidad de ariete y viraba para tomar el mejor ángulo posible. Pero apuntaba a un barco abandonado y que se estaba hundiendo. No tenía manera de saber que todos estábamos a bordo de su propio barco de mando, ni que ya lo habíamos apresado y nos habíamos deshecho de los cuerpos.
Apestaba a sangre y a mierda, pero todavía nos quedaba algo de ánimo. Nos separamos del otro barco empujándolo con todo lo que pudimos echarnos a las manos; remos rotos, lanzas, bicheros. Los cinco primeros golpes de remo fueron tan desordenados que yo estuve a punto de desesperarme, y Mal se desgañitaba de tanto gritar; pero el barco nuevo tenía una lanza más de eslora, y la mitad de nuestros remeros estaban en bancos que no les resultaban familiares, algunos de ellos en una banda que no era la suya.
Nos desplazamos lo justo para apartarnos del
Cortatormentas
abandonado. Este nos hizo su último servicio llevándose consigo una víctima más al fondo del mar. El barco fenicio, aunque ya venía tocado, con un exceso de entusiasmo embistió al
Cortatormentas
por el centro y a toda velocidad. Su espolón rajó las tablas y el agua entró a raudales, y el
Cortatormentas
se anegó y se hundió rápidamente… fijado todavía al espolón del fenicio. Los remeros de este ciaron como héroes, intentando retirar el espolón; pero su proa fue hundiéndose, hundiéndose como si Poseidón los tuviera asidos por el bronce con su mano poderosa.
Quizá lo hubieran conseguido; pero entonces apareció Nearco de Creta por detrás de nuestra popa y los embistió limpiamente por el centro mientras ellos estaban absolutamente indefensos. A partir de entonces, fueron hombres muertos.
Las aclamaciones se oían más fuertes al oeste.
Lo notábamos. Los fenicios, los mejores del contingente enemigo, se retiraban. Su navarca había muerto, nadie les daba órdenes, y los barcos más al norte ponían rumbo a la playa y huían.
Detuvimos los remos, jadeantes; algunos hombres reían y otros lloraban. Habíamos estado cerca de la muerte. Yo había sentido la guadaña en mi mejilla.
Mientras no hacíamos nada, por detrás de nosotros el puñado de barcos quiotas comandados por Neoptolomeo acosaban a los últimos fenicios haciéndolos batirse en retirada; y cuando Milcíades nos pasó por delante y nos ordenó que formásemos a su derecha, teníamos dieciocho barcos. El
Áyax
tenía una herida en las tablas de la banda de babor, por donde un espolón fenicio había estado a punto de hundirlo; pero, por lo demás, seguía pareciendo el barco más poderoso en toda la bahía de Lade.
Cerca de mí, por el sur, un par de barcos de Quíos abordaban al último barco fenicio que quedaba en nuestra zona de la batalla.
A decir verdad, ninguno nos lo creíamos. Supongo que habíamos esperado que nos encontraríamos en situación desesperada y que los lesbios tendrían que acudir a rescatarnos cuando hubieran terminado con los egipcios; pero lo habíamos conseguido nosotros solos.
Milcíades nos hizo formar en fila. Los fenicios rehacían su formación ante su campamento, en la orilla de Micale. Eran cuarenta barcos, o más, contra dieciocho, y los habíamos derrotado.
Bebí de una cantimplora de agua e hice pasar otra de vino. Cuando estaba volviendo hacia mí la cantimplora, Negro profirió un ruido de indignación. Estaba mirando al mar hacia el oeste. Escupió en el mar, bebió del vino y pasó la cantimplora a Idomeneo.
—La hemos jodido —dijo.
Me volví. Recuerdo ese momento como si fuera hoy, como la cerveza del desayuno de esta mañana. Hasta el momento de volverme, yo era un héroe en una flota victoriosa, y acabábamos de romper el poderío naval de Persia, y yo iba a ser un príncipe en Beocia, con Briseida a mi lado.
El sol de la mañana había terminado de disipar la bruma.
Estábamos solos.
Hablando con propiedad, no estábamos solos, y haré un salto adelante en el tiempo para contaros lo que había pasado, porque, visto desde mi cubierta, la confusión era insoportable. Creed lo que os digo, niños: pasamos el resto del día en un estado de rabia y agotamiento, entre el miedo, la traición y la confusión.
Los samios se habían pasado al enemigo.
No todos, por supuesto. Algunos se mantuvieron fieles a la rebelión, y otros más huyeron de la traición, aunque hubo quien dijo que estos últimos fueron los más cobardes de todos, pues ni siquiera fueron capaces de tomar partido. De sus cien barcos, once se mantuvieron fieles a nosotros y lucharon hasta el fin. Esos once intentaron luchar contra cien barcos fenicios, y todas sus tripulaciones murieron en el intento, y los de Samos todavía tienen en el Ágora de su ciudad una estela en honor de ellos y de sus capitanes.
Pero Aeaces, que había sido tirano de Samos, tenía comprados a los aristócratas de entre ellos; y el canalla de Dionisio de Samos (no confundirlo con Dionisio de Focea, nuestro navarca loco) se pasó al enemigo.
La traición de los samios dejó a los lesbios a su suerte. Epafrodito optó por morir, y se lanzó contra el enemigo en cabeza de sus hombres, de los hombres de Metimna y Ereso, y se llevaron por delante a muchos de los cilicios. Pero los de Mitilene optaron por seguir otro camino, izaron las velas y huyeron; eran veinte barcos que nos hacían una falta enorme.
En el centro, los quiotas vieron que los estaban abandonando, y tomaron el partido más noble de todos. Se mantuvieron juntos y se resolvieron a abrirse camino a la fuerza. No tenían idea de que nosotros habíamos vencido por la derecha (¿quién lo iba a suponer?), de modo que se abalanzaron sobre la masa de movilizados forzosos y de mercenarios del centro. Aquel fue el caos que nos encontramos cuando se terminó de disipar por fin la bruma, de manera que al principio no podíamos ver ninguno de nuestros barcos porque no se nos ocurrió buscarlos detrás de la línea de barcos egipcios que nos hacían frente.
Debo añadir también que a estas alturas, Datis, el comandante Persa, creía que su propio flanco izquierdo, los fenicios a los que habíamos vencido nosotros, había sido rodeado por una fuerza mayor. Ciro y otros amigos me dijeron que aquello era lo que habían dicho a Datis los supervivientes que volvían derrotados, porque los hombres derrotados multiplican siempre a los enemigos por dos o por tres. Así pues, Datis creía que la batalla seguía indecisa, a pesar de la defección de los samios y de la destrucción de los lesbios. Seguía guardándose su reserva de trirremes egipcios, esperando a ver el resto de nuestra flota.
Así son las batallas a escala gigante. Cuando hay centenares de barcos frente a frente, un solo hombre no puede mandarlos a todos; ni siquiera puede enterarse de lo que pasa. Datis había ganado la batalla de Lade en la primera hora; pero la bruma y la derrota de las escuadras fenicias al este lo volvieron cauto. De lo contrario, podría haber cerrado el hueco y habernos atrapado a todos dentro del saco. Allí habrían muerto Milcíades, y Arístides, y Esquilo. Y otros muchos hombres buenos.
Pero tal como quedó la cosa, todavía lloraré cuando os cuente los que murieron. Esperad y lo veréis.
Remamos hacia el sur, evitando el contacto con la escuadra egipcia. Sus barcos eran menores que los nuestros; y, como os decía, no entendíamos a qué se debía su cautela; lo único que veíamos era desastroso.
Formamos un círculo con las popas juntas; es una treta favorita de los atenienses, como cuando una falange forma en caja contra la caballería. En esta ocasión, Milcíades lo hizo para que pudiésemos comunicarnos a gritos, de popa a popa.
Arístides fue el primero que habló.
—Debemos atacar su centro —dijo—. Los milesios siguen luchando, y muchos de los quiotas también.
Paramanos gritó a su vez, interrumpiéndole.
—Un valor estúpido, mi señor. Nuestros pocos barcos no pueden salvar ni a uno de los suyos.
—Podemos morir con ellos —repuso Arístides.
A decir verdad, aquello era lo que tenía pensado yo también. Una derrota tan grande, la destrucción de toda la flota de los griegos, significaría el fin de la independencia griega. Para siempre. Vosotros que vivís ahora, no podéis ni imaginaros una época en que Atenas, en su mejor momento, tenía
quince
barcos, ocho de los cuales eran nuestros. Esparta
no tenía ninguno
.
Naturalmente, a mí los griegos orientales no me importaban nada, a excepción de mis amigos. Pero la rebelión era lo único que había conocido yo, y los hombres de aquella rebelión eran mis amigos de juventud; y, además (y por encima de todo), supe que desde aquel momento había perdido a Briseida.
Creo que sollocé en voz alta. Solo me oyeron los dioses.
Nearco sacudió la cabeza.
—No tengo derecho a desperdiciar estos barcos; son del señor Aquiles, mi padre —dijo, con más madurez que la que tenía yo—. Cargaré con la deshonra, pero me retiraré. Caiga la culpa sobre mi cabeza.
Milcíades estaba en equilibrio sobre las tablas curvas de la popa de su barco. Levantó la mano para pedir silencio.
—Nearco está en lo cierto —dijo—. Nuestro deber, en nombre de todos los helenos, es salvar lo que podamos y vivir, para volver a luchar.
Arístides soltó una maldición, cosa que no le había oído nunca hasta entonces.
—¿Volver a luchar? —dijo—. ¿Con qué?
—Con nuestro ingenio, con nuestros barcos y con nuestras espadas —dijo Milcíades.
En aquellos momentos, Milcíades se hizo grande. A partir de entonces, ya no fue Milcíades, tirano del Quersoneso. A partir de entonces se convirtió en líder de la resistencia, aunque tendrían que pasar muchos años hasta que la gente lo supiera.
—Debemos salvar a todos los milesios y quiotas que podamos —dijo—. Nearco, ve con honra. Hemos vencido. Díselo a tus hombres; cuéntaselo a tus hijos. Si todos hubieran luchado como tú, habríamos vencido.
Dicho esto, se volvió hacia mí.
—Arímnestos, tenemos que cortar la red que rodea a los de Quíos.
A mí no me quedaba ya nada que dar; pero sus palabras fueron como un emplazamiento, y me erguí más junto a la baranda de mi barco, y dije:
—Sí, señor.
—Creo que los persas han mandado a sus capitanes que dejen vía libre a todos los barcos que huyen —dijo—. Así que, nosotros «huiremos» hacia el centro, viraremos al norte y atacaremos a los egipcios. Ve tú en cabeza —añadió, señalándome a mí—; tu barco es el más pesado. Cuando veáis mi señal, virad al norte, tal como hicimos esta mañana, de ir en columna a ir en frente de batalla. No muráis como héroes. Dejad fuera de combate un barco o dos, y abrid hueco. Y, después, huid. Lo único que os pido a todos es que acabéis con un barco más.
Nearco lloraba.
—No puedo marcharme —dijo—. Lucharé hasta que huyáis vosotros.
Milcíades sonrió como sonreía siempre que salía bien parado de un trato.
—Debes hacer lo que sea mejor para ti, hijo de Aquiles —dijo.
Nuestros remeros habían descansado lo suficiente como para que se les agarrotaran los músculos; pero todos habíamos tragado algo de queso y de salchichas con ajo, y nos deslizamos hacia el oeste, a remo, en contra de aquel viento del oeste que nos había impulsado a la victoria por la mañana.
Los de Quíos estaban proa con proa y remo con remo con los egipcios, al otro lado del centro, y los de Mileto estaban a pocos estadios de nosotros, pero más adentro, más al norte; y ahora, los fenicios a los que habíamos vencido salían de la playa; no para hacernos frente a nosotros, sino para acabar con los pobres milesios.
Estábamos remando de una manera espantosa; pero yo no tenía ánimos para maldecir a mis remeros. Lo habían dado todo de sí, y para nada.
Pero Poseidón se apiadó de nosotros, los pobres griegos; o puede que ya se hubieran agotado las maldiciones de aquel día. En el tiempo que un hombre veloz tarda en correr el estadio, el viento roló por completo. Del oeste al este. Y un viento cálido y húmedo nos sopló como la mano abierta de un dios benéfico. En cuestión de pocos latidos del corazón subimos a cubierta nuestras velas
akateion
. Negro tardó más, y Milcíades nos adelantó, y Arístides también. Se burlaron de nosotros.
Nosotros íbamos en un barco ajeno, y todo iba guardado por manos ajenas. En tales circunstancias, me pareció milagroso que Negro consiguiera izar la
akateion
. Y entonces volamos hacia el oeste. A nuestra espalda, al fondo de la bahía, apareció un chubasco que cayó sobre los fenicios. Era como si los dioses quisieran hacer todo lo que estuviera en sus manos para poner remedio a la necedad pérfida de los hombres.
Seré sincero. El entusiasmo temerario de aquella mañana había desaparecido. Estábamos cansados hasta la médula, y ya no luchábamos por la gloria. Pero no dejábamos de ser peligrosos como lo son los perros salvajes.
Y, por si parece que doy a entender que los egipcios eran enemigo pequeño, muchos hombres luchan mal cuando están próximos a la victoria. A mí mismo me ha pasado. Cuando ves que estáis venciendo, ¿para qué te vas a arriesgar más? Cuando nos volvimos hacia los egipcios, estos se quedaron sobresaltados y temerosos.
Y ¿por qué no? No eran amigos de Persia, sino vasallos suyos, y su bando ya se alzaba con la victoria.
Si hubiésemos conocido el futuro, si hubiésemos sido capaces de ver los días oscuros del Artemisio y de las Termópilas, cuando los quiotas y los lesbios vinieron contra nosotros, como vasallos de Persia, en aquellos mismos barcos, entonces los habríamos dejado morir. Pero ¿quién habría podido prever una cosa así? ¿o quién habría sido capaz de abandonar a un amigo?
Y, naturalmente, ellos nos devolvieron el favor a su vez, en las playas de Micale. Pero ese relato queda para otra noche, ¿de acuerdo?
¿Por dónde iba? Aah… de modo que viramos hacia los egipcios, dieciocho barcos, y nuestros barcos eran más grandes, y nuestras tripulaciones eran más agresivas, incluso después de tanto luchar. Ellos se mantuvieron en formación, y muchos ciaron, y nosotros seguimos adelante sin hacer caso de los más temerosos, dispuestos a socorrer a los de Quíos.
Milcíades fue el primero que hundió un barco, un trirreme pequeño que se hundió bajo su ariete, atrapado al hacer un viraje en falso. Por entonces, Heracleides el Eolio ya se había convertido en un gran timonel.