A veces los que están dentro de las murallas triunfan y sus adversarios se acaban retirando por aburrimiento. Y a veces un solo cargamento de grano puede ser un arma poderosa. En primer lugar, porque los que están dentro de las murallas pueden comer, y les sube el ánimo; en segundo lugar, porque los que están fuera saben que tienen que volver a esperar más tiempo cada vez que sus enemigos reciben un cargamento.
Pero, según mi experiencia, los asedios no suelen decidirse por la mano del hombre. Lo habitual es que el señor Apolo lance sus flechas temibles de la enfermedad a un bando o a otro, o a veces a los dos, y entonces los muertos se amontonan como si Ares los segara con la espada, solo que más deprisa. Los asedios
se comen
a los hombres.
Yo no sabía aquellas cosas por entonces, con el sol poniente tras mi popa. Tenía veinticinco años, y no había visto nunca un asedio.
Llegamos al sur de Samos y no acudió a mirarnos ningún barco de vigilancia. Aguantamos el rumbo, y cuando entramos en la bahía de Mileto nos ceñimos más al viento y navegamos siguiendo la costa sur de la bahía, como si nos dirigiésemos a la isla de Lade. Navegábamos a vela con brisa fresca, pero todos los barcos estaban tripulados y estábamos dispuestos para huir.
Con la última luz del día salieron dos barcos a nuestro encuentro. Tardaron mucho tiempo en desatracar de la playa, y nosotros no nos dimos prisa en dirigirnos hacia ellos.
—Ariete a los remos y pasar —dije a Estéfano sin subir mucho la voz, y él asintió con la cabeza y repitió mis órdenes a Harpago, cuya nariz ganchuda llegaba a verse asomar por encima de la proa del barco. Ya veíamos a lo lejos a Mileto, que se alzaba sobre el promontorio siguiente, al este por el canal.
De no esperarse que pase nada a estar preparados para la acción hay un mundo, y nuestro barco sacaba ese mundo de ventaja a los suyos. Venían hacia nosotros tomándonos por fenicios. Nosotros sabíamos exactamente lo que pensábamos hacer, y cuando estuvimos lo bastante cerca para oírnos, y del barco que iba en cabeza nos gritaron en su lengua fenicia, di una palmada (recuerdo cómo resonó el sonido por el agua y produjo un leve eco en el casco del barco enemigo más próximo), entonces se doblaron todos los espinazos de mi barco y los remos relucieron al sol poniente. Si los otros hubieran estado preparados, habrían entrado en acción allí mismo; pero pasaron muchos latidos del corazón mientras el navarca y sus oficiales llegaban a entender por qué remábamos tanto.
El navío fenicio más adelantado estaba tan poco preparado que su tripulación perdió el ritmo de boga y se desvió; y esto estuvo a punto de dar al traste con mi plan. Yo quería hacer el ariete contra los remos de los dos; Estéfano contra el enemigo de babor y yo contra el de estribor; y mi plan consistía en aplastar sus remos y pasar a toda prisa antes de que pudieran bajar de la playa otros barcos.
Pero el navío fenicio delantero se había puesto de costado hacia nosotros, y no nos quedaba más opción que dirigir el ariete a su casco o abandonar el intento. El canal era demasiado estrecho para esquivarlo, de modo que le di un poco por delante del centro del barco, y Estéfano lo alcanzó unos latidos del corazón más tarde, bastante a proa, y entre los dos lo hicimos volcar, echando al agua a sus remeros.
Habíamos volcado uno de los barcos, pero los impactos habían puesto a prueba nuestras proas y nos habían hecho perder toda la velocidad y el ímpetu que tanto nos había costado alcanzar, y esperábamos inmóviles al segundo barco.
Este sabía lo que se hacía, y ahora que había tenido un momento para pensar, estaba preparado. Soltó una andanada de flechas y algunos de mis remeros quedaron heridos, pero Galas se ocupaba de ellos, y avanzábamos.
—¡Remos dentro! —grité.
La maniobra era torpe, pero ya habíamos recogido todos los remos cuando nuestra proa embistió al segundo barco. No nos movíamos deprisa (ni ellos tampoco), y los dos barcos no tenían el impulso suficiente para dejarse atrás el uno al otro. Cuando nos quedamos inmóviles del todo, borda contra borda, Idomeneo puso garfios de abordaje, pero a costa de tres infantes de marina. Los fenicios nos abatían a golpes mientras sus arqueros nos disparaban. Galas cayó con una flecha en el cuerpo, y mi tripulación de cubierta se deshacía; los hombres se refugiaban tras los mástiles, tras las pantallas, detrás de cualquier cosa. Y todo ello por solo cuatro o cinco arqueros.
Yo tenía el timón, pero nos habíamos detenido. En la playa estaban echando barcos al agua, una docena de cascos esbeltos se hacían a la mar todos a la vez.
—Joder —dije en voz alta.
Lo recuerdo porque hubo un breve silencio en el combate y mi imprecación resonó claramente sobre el agua.
Saqué la espada y tomé mi gran escudo de cuero, un escudo beocio sencillo que había comprado en la playa de Quíos. No tenía mi armadura, ni mi equipo de guerra bueno, ni mi casco nuevo, y llevaba un escudo de solo dos pieles de cabra de grueso. En cuanto lo levanté, lo atravesó una flecha que me pasó por el pelo y se quedó clavada en los codastes.
Corrí por nuestra crujía. Un hombre que corre no es blanco fácil para los arqueros, pero no por eso me dejaron: sabían que yo era el timonel. Todos los arqueros me apuntaron y se me clavaron en el escudo dos flechas, pero ninguna me hirió.
Hacia la mitad del barco, Idomeneo había puesto dos garfios de abordaje, custodiados por sus infantes de marina, que con sus grandes escudos lo cubrían a él y a sus sogas.
Al otro lado, un par de fenicios intentaban cortar con sus espadas las maromas que mantenían unidos los dos barcos. Me hice cargo de todo aquello de una sola ojeada, y giré sobre un talón. Salté de la plataforma de mando a la amura, junto a Idomeneo, cubierto durante un instante valioso por los dos
aspis
de sus infantes de marina; y, sin pausa alguna (cualquier vacilación habría significado la muerte) salté la brecha; planté el pie izquierdo en la amura del otro navío, y después tuve ambos pies firmes sobre un banco de remeros, y empecé a matar.
Me deshice de dos golpes de los hombres que intentaban cortar las sogas de los garfios de abordaje, y después despejé el banco descabezando al remero. Su sangre salpicó a los hombres que estaban tras él, y lancé un golpe con el borde de mi escudo ligero; alcancé a uno de los infantes de marina fenicios, que no se esperaba que tuviera tan largos los brazos, y lo derribé; y llegué así a la plataforma de mando de su barco.
—
¡Hellas!
—grité.
Me impulsaba la desesperación, y la euforia del hombre que se estaba muriendo de hambre y le ponen comida delante. Llevaba más de un año sin luchar de aquella manera; y yo era algo más que un mero hombre,
zugater
. Mi escudo y mi espada estaban en todas partes, como si tuvieran ojos y pensamiento propios. Recuerdo que giré la cadera, lancé un golpe
hacia atrás
con el borde de mi escudo y acerté a un marino en la entrepierna, mientras rebosaba de entusiasmo por la alegría de estar luchando tan bien. El invierno que había pasado entrenando a los plateos no había sido en vano. Los golpes, las paradas, se sucedían fundiéndose en un todo homogéneo. Era como una danza. Podría haber durado eternamente.
Y entonces Idomeneo se puso a gritar mi nombre, y yo levanté la mano, y la cubierta enemiga estaba despejada. Yo tenía la espada en el aire, y bajo su filo había un marinero semidesnudo; pero contuve la mano, como me había pedido Dión.
—¡Apolo! —invoqué; y dejé con vida al hombre.
Idomeneo y los infantes de marina me habían seguido a bordo. En el agua había una docena de navíos de guerra, y Estéfano ya nos había dejado atrás, remando con fuerza hacia Mileto. Era lo que debía hacer.
—¡Mal! —grité. Mal volvió la cabeza hacia mí, y yo le hice una seña con la mano. Al mismo tiempo, corté los garfios de abordaje que mantenían unidas las dos naves—. ¡Adelante!
Tuve que gritar tres veces, pero acabó por entenderlo. Se puso a golpear a los hombres con su bastón, y los remeros de la banda de estribor empezaron a empujar nuestro casco con bicheros, con lanzas e incluso con sus propios remos.
Idomeneo estaba en la popa del barco que yo acababa de tomar. Vi que asía los remos, y yo tomé una jabalina que había arrojado o dejado caer uno de los infantes de marina enemigos.
—Invertid los bancos —ordené en griego. Unos pocos hombres obedecieron; otros parecían no entender, o daban muestras de rebeldía.
Arrojé la jabalina a uno de los que se negaban a hacer su deber, y el hombre cayó sobre su remo. Después, arranqué la jabalina al cadáver.
—¡Invertid los bancos! —bramé.
Obedecieron.
Les marqué la cadencia de boga dando golpes en el mástil con el astil de la jabalina, y ellos remaron. No remaban bien; pero los hombres que habían embarcado en las playas no tenían muchas ganas de luchar a oscuras, y tampoco sabían con mucha certeza qué había pasado. Retrocedimos por el canal; un estadio, otro estadio… hasta que empezaron a alcanzar con flechas desde Mileto a los barcos enemigos que nos seguían.
Un barco más arrojado hizo un último intento. Antes de la última revuelta del canal, un hermoso trirreme largo, con una franja roja, alcanzó su máxima velocidad en solo media docena de largos de barco (excelente tripulación la suya) e intentó clavarnos el ariete, proa contra proa.
El barco lo dirigía Idomeneo, y lo pilotó tan bien que los dos espolones resonaron al chocar entre sí, como un martillo y un yunque, y nuestro barco salió aparentemente indemne del choque y quedó libre.
Caían flechas de la costa más próxima, tantas que se veían entre la luz tenue del cielo, y en el barco rojo sonaron gritos, y el barco se apartó. Oí una voz familiar que maldecía y ordenaba a los hombres que invirtieran los bancos; era una voz griega.
La voz de Arquílogos. Un hombre al que yo había jurado proteger, y que ahora dirigía los barcos de mis enemigos.
Los hombres de Mileto nos recibieron como a hermanos; como a más que hermanos. Habíamos hundido un barco enemigo y habíamos tomado otro delante mismo de su bloqueo, a vista de las murallas; y a las pocas horas habríamos estado borrachos como señores si hubiera habido vino en la ciudad baja.
En realidad, en las primeras horas que pasé en la Mileto asediada aprendí todo lo que no había querido saber nunca acerca de los asedios. La gente estaba delgada como grullas; los niños parecían viejos, y las mujeres parecían niños. Un puñado de los guerreros mejores de la ciudad seguían pareciendo hombres; recibían raciones extraordinarias de comida, y buena falta que les hacía. Los demás parecían perros famélicos; e Histieo, tirano de la ciudad, tuvo que mandar a sus soldados para que custodiaran el desembarco de nuestro grano.
Cobré lo nuestro en dóricos de oro.
—Volveré —prometí.
Histieo era un hombre alto, apuesto, con melena negra y piel dorada, y una gruesa cicatriz que le cruzaba el rostro. Su hermano Istes estaba cortado por el mismo patrón; se habían criado en la corte del Gran Rey y hablaban el persa tan bien como el griego, y parecían dioses. Istes me cayó mejor; tenía menos apego al poder y era mejor hombre; pero se rio de mí.
—¡Nadie vuelve por segunda vez! —exclamó en voz alta mientras mis hombres retiraban la popa de la playa—. Pero ¡gracias!
Al oír aquello me piqué.
—¡Volveré dentro de diez días, por los fuegos de Hefesto y por los huesos de los corvaxos! —grité a Istes.
Ansiaba quedar bien ante él. En aquellos tiempos, los hombres decían que Istes era la mejor espada de la Jonia. Era unos pocos años mayor que yo, y nunca habíamos combatido el uno con el otro. Pero aquella noche, en Mileto, forjamos una amistad al instante.
Así pues, después de haber hecho aquel juramento ante los hombres y ante los dioses, mandé a mis hombres que remaran. Íbamos muy cargados: había tomado a bordo a todas las mujeres y niños que se habían atrevido a venirse con nosotros. Nos hicimos a la mar de nuevo inmediatamente.
La noche estaba oscura como la pez. Supuse que Arquílogos no esperaría que yo hiciera otro intento en seguida, y acerté. Salimos del puerto a remo, a velocidad de ariete; viramos en la bocana con elegancia y subimos velozmente por el estuario, mientras los medos y los griegos traidores debían de estar mirándonos pasar desde las playas de Tírtaro sintiéndose estúpidos; pero nadie nos hizo frente. Yo, desde mi popa, me reía de ellos, y el sonido de mis burlas resonaba sobre el agua, y los riscos que dominaban la población devolvían sus ecos.
Aquella provocación seguramente fue una tontería por mi parte, pero me dejó a gusto, y todavía sonrío cuando pienso cómo se debió de retorcer de rabia Arquílogos al oír mi risa.
Y por fin salimos a alta mar y navegamos con viento fresco.
Cuando llegamos a Quíos, todos nuestros remeros estaban agotados. Soltamos nuestra carga de refugiados, y las gentes de los pueblos de pescadores les dieron de comer. Pero no quisieron quedarse con ellos, y cuando nos pusimos en marcha hacia el norte, rumbo a Mitilene, todavía los llevábamos abordo.
Tuve que dejar a Harpago el mando del barco nuevo. No me quedaban oficiales; e Idomeneo, a pesar de toda su habilidad para matar, no tenía interés por la mar, y entendía de inspirar a los hombres lo que yo de tocar la flauta. Harpago era un buen marino, y su solidez callada era de esas cosas que inspiran confianza a los hombres en una tormenta o en un combate. Lo puse a prueba, y no tuve que arrepentirme de ello.
Llevé los tres barcos al gran puerto de Mitilene, y seguía sin haber noticias de la flota rebelde. Tampoco había oído nadie una sola palabra acerca de Milcíades. Era como si los persas hubieran vencido ya.
Pagué a mis mercaderes de cereales con el oro que había cobrado en Mileto.
—Y os compro el resto de vuestro cereal —les dije.
El beneficio que les ofrecí era bueno, teniendo en cuenta que ellos no habían tenido que moverse siquiera de sus casas; y llené tres barcos de cereal en sacos y en tinajas. He de recordar una cosa que dice mucho a su favor, a favor de todos los lesbios; que acogieron a todos los refugiados de Mileto que venían en los barcos y los trataron como a conciudadanos.
Esta vez nos hicimos a la mar a plena luz del día. Mi tripulación ya tenía confianza en mí. Y se habían vuelto hombres mejores tras pasar varias semanas de acción. Yo ya conocía aquel proceso, y lo aplicaba para mis propios fines. Íbamos a remo cuando podíamos haber navegado a vela, y así les reforzaba los músculos, como si fueran atletas; y les prometí un dárico de oro por cabeza si entrábamos en Mileto y volvíamos a salir.