Quizá pudiera haberlos convencido si hubiera insistido en esta idea; pero todos y cada uno de ellos se creían el capitán más grande que habían conocido los siglos, digno de ser trierarca del
Argos
. Es un defecto griego.
Así pues, sin haber decidido nada, salvo pasar a la acción, tomamos cargamentos de cereal, hortalizas, cerdos y cabras, y nos hicimos a la mar rumbo a Mileto en pleno invierno, cosa que en aquellos tiempos se consideraba atrevida. No era como ahora, que hacemos la guerra en todas las estaciones del año.
Éramos tan poderosos que nos adentramos por el canal de Samos sin preocuparnos de si los persas se habían enterado o no de nuestra llegada.
La escuadra enemiga de Lade ya estaba sobre aviso de nosotros, y cuando entramos por la bahía, sus velas no eran más que motas en el horizonte y en su campamento no quedaban más que las ascuas de las hogueras. Ni siquiera habían dejado una guarnición. Nos apoderamos de la isla, y desembarcamos las provisiones en Mileto.
El populacho de la ciudad baja nos recibió como a héroes, y hubo banquetes a los que asistimos todos juntos; pero advertí que familias enteras nos pedían que los llevásemos con nosotros cuando nos marchásemos. Histieo ponía mala cara, pero no prohibió marcharse a ninguna de las familias de clase baja.
Bebí vino con Istes, vino del que había llevado yo mismo. Sentados en taburetes plegables en el Ágora, bebíamos de un cáliz que llevaba su muchacho esclavo, una pieza ateniense decorada con el combate de dos héroes.
—¿Has pensado alguna vez en marcharte? —le pregunté.
Pasó largo rato contemplando mi barco, se bebió su vino y sacudió la cabeza.
—No. Pero sí —dijo, riendo—. Tú eres un héroe. Conoces las reglas. No puedo marcharme. Moriré aquí, ya sea este año o el siguiente.
Pasó cerca de nosotros una muchacha delgada como un palillo que llevaba en la cabeza una tinaja grande con agua. Nos miró con admiración a los dos, que éramos hombres hermosos y musculosos, además de matadores.
—¿Cuánto vale su mirada? —dijo Istes—. ¿Qué te parecería a ti despertarte un día y descubrir que esa muchacha escupe en tu sombra?
Yo comprendía todo aquello demasiado bien.
—Pero si nos llevamos a demasiada gente de tu pueblo… —empecé a decir.
Istes sacudió la cabeza.
—No lo digas, amigo mío —susurró—. Mi hermano… no piensa como yo.
—¿Y qué piensas tú?
—Yo pienso que deberíamos irnos a Sicilia y empezar de nuevo, lejos de los persas, de los medos, de los lidios y de los jodidos atenienses —dijo, encogiéndose de hombros—. Yo me alegro cada vez que se marcha una familia de ciudadanos, que recordarán lo que fue Mileto.
Debí de poner cara de sorpresa ante la fuerza de su expresión, pues se recostó en su asiento y bebió más vino.
—Tú me lo has preguntado, y yo te he respondido. Pero mi hermano… está decidido a que esperemos a que se cumpla aquí nuestro destino. Todos. Idos antes de que proclame una ley prohibiendo la emigración —clavó sus ojos castaños oscuros en los míos—. Llévate a las familias de todos esos arqueros.
—¿Por qué? —le pregunté, mirando a mi alrededor.
Istes se encogió de hombros.
—Está loco —dijo; y no quiso añadir más.
Nos hicimos a la mar aquella tarde, mientras se levantaba hacia el oriente la primera de las grandes tempestades de invierno. Fuimos los últimos a los que se nos permitió sacar de Mileto a ciudadanos refugiados. La ciudad tenía nuevos ánimos, y víveres para el invierno.
Pero el terraplén de asedio no se había reducido, y Datis no levantó el campamento, como había hecho el ejército persa en otros inviernos. Se quedó, y sus hombres rodearon su campamento de un buen muro, de modo que tuvieron que cesar los golpes de mano. Y el terraplén iba creciendo.
Me llevé a Lesbos a dieciséis familias. La mayoría tenían dinero, y nos ofrecieron (a Estéfano y a mí) un buen pago para que los llevásemos hasta Sicilia, al otro lado del ancho mar azul.
Pero Milcíades les convenció para que se establecieran en el Quersoneso, y antes de la segunda Heracleion los desembarcamos en Galípoli y nos dispusimos a invernar allí. Mi tracia pelirroja había encontrado a otro hombre, pero había más pescaditos como ella en el mar, y no tardé mucho en pescar otro con un collar de cuentas de oro, una rubia delicada que tenía la cara en forma de corazón, y aquel era el único corazón que tenía. Hablaba lidio, griego y otro idioma, lo bastante próximo al que hablaban los iberos como para reírse con ellos.
Podía haber pasado bien aquel invierno; solo que recibí una larga carta de Penélope en la que me hablaba de la finca, y las noticias no eran buenas. El viejo Epícteto había muerto, y parte de nuestro ganado había muerto de una epidemia, y ella necesitaba que yo volviera a casa para poder casarse… aunque no decía nada de con quién pensaba casarse.
Y su carta traía adjunto otro jirón de pergamino blanco, escrito de la misma mano.
Algunos dicen que una falange de infantería es la cosa más hermosa, pero yo insisto en que lo más hermoso eres tú. Ven a ser rico.
Acerqué el pergamino a una lámpara de aceite, y aparecieron en su superficie más palabras, que se habían escrito con ácido y ahora quemaban el pergamino.
Ven pronto.
Pude ayudar a Penélope. Le envié mi oro a la finca por medio de Idomeneo. Este fue sin protestar, pues sabía que no se iba a perder ninguna matanza.
Lo de Briseida era otra cuestión. Cuando ha pasado el primer arrebato del amor, resulta más difícil entender qué valor debemos atribuir a ese amor. Yo había acudido a rescatarla en otras ocasiones, más de una vez, y salvarla no me había dejado nunca en mejor situación. La verdad es que nunca quedaba seguro de haberla salvado. ¿Debía dejar a un lado mi vida, armar mi barco y salir aprisa rumbo a Éfeso?
Lo había estado pensando durante todo el otoño. Éfeso está a menos de seiscientos estadios de Mileto, y aquella noche en que me había encontrado sobre un caballo robado, esquivando a los arqueros persas, lo primero que me había venido a la cabeza era ir a caballo a Éfeso para buscarla.
Pero yo ya no tenía dieciocho años. Estaba cumpliendo mi deber para con Apolo, o eso creía yo. De hecho, tenía claro dentro de mí que yo era uno de los instrumentos de Apolo para el éxito de la Revuelta Jónica. Apolo estaba conduciendo a los griegos a la victoria. Mi buena suerte constante del otoño, las salidas de Mileto, la presa de los dos ricos barcos egipcios, todo apuntaba constantemente al favor del Señor del Arco de Plata. Y, dentro de mí, las necesidades de la Revuelta Jónica pesaban más que las necesidades de una sola mujer egoísta.
Y esto os revelará dos cosas. En primer lugar, que yo todavía sentía rencor hacia ella por haberme rechazado. En segundo lugar, que a los veinticinco años seguía siendo tan tonto como a los dieciocho, pero ya sabía racionalizar mejor mi irracionalidad.
De modo que pasé el invierno llamando «Briseida» a mi rubia, y trazando disculpas de por qué no podía acudir a rescatarla de ninguna manera.
Cuando llegó la primavera, fue la primavera más larga, más lluviosa y más tormentosa que recordaba nadie. Saqué el
Cortatormentas
a la mar cuando todavía no se habían quemado del todo los bollos en el altar de Perséfone, y tuve que volverme inmediatamente cuando una combinación de viento y olas me tronchó el mástil de la
akateion
como si fuera un palillo.
Pasamos cuatro semanas inmovilizados en el Bósforo cuando debíamos haber estado en la mar, y empezó a circular el rumor de que Mileto había caído. Pero no nos llegó ninguna noticia fiable a Galípoli, y reñíamos y discutíamos entre nosotros, y la decisión que había tomado en otoño de no acudir junto a Briseida empezó a parecerse muchísimo a una infidelidad.
Nos cansamos de ejercitar a nuestras tripulaciones, de pintar nuestros barcos, de los juegos y concursos. Nos cansamos de las chicas y de los chicos, y hasta nos cansamos del vino. Pero el viento rugía ante el Bósforo, y siempre que intentaba doblar el cabo en Troya y poner rumbo a Lesbos, me lo impedía un viento frío y oscuro.
Deméter enseñó al hombre a sembrar el cereal, y los brotes nuevos asomaron sobre la tierra, y por fin el sol saltó al cielo como una cuadriga, y el suelo se secó, y el mar estaba azul.
Milcíades tenía una buena escuadra. Con el buen tiempo, habían acudido a su lado dos voluntarios de Atenas; Arístides, que llevaba un buen trirreme ligero, y su amigo Frínico, el dramaturgo, con Clístenes, el
proxenos
de los espartanos, que era hombre poderoso dentro del partido aristocrático y que, sin embargo, era firme defensor de la Revuelta Jónica. Arístides venía acompañado de Glaucón y de Sófanes, pero estos no me miraron a los ojos. Me reí. Ahora, estaban en mi mundo.
Los atenienses trajeron noticias inquietantes.
—En la ciudad hay casi una guerra abierta —dijo Arístides con voz tranquila.
—¿Estás desterrado? —le preguntó Milcíades.
—No —respondió Arístides, sacudiendo la cabeza—. Preferí venir a hacer mi deber antes de que me desterraran sin que pudiera influir en la decisión. Los alcmeónidas controlan casi por completo la asamblea. Temístocles es el último hombre del partido del pueblo que les planta cara.
Milcíades hizo una mueca.
—Nuestra sangre es tan azul como la de ellos —dijo con desprecio—. Más azul, si cabe. ¿Por qué los llaman aristócratas?
Arístides sacudió la cabeza.
—No hace falta que te diga que la cuestión no es el color de nuestra sangre. Vamos a derrotar a los persas, primero, y ya nos preocuparemos después de la vida política de nuestra ciudad —miró a Milcíades frunciendo el ceño—. No quieras echártelas de paladín de la democracia, señor mío.
Milcíades se echó a reír levantando la cabeza. A mí me pareció que aquellas carcajadas tenían algo de teatrales, pero él salvó bastante bien las apariencias.
—Aquí no es que haya mucha democracia —reconoció—. ¿Piratas, asiáticos y tracios, conviviendo todos? En nombre de los dioses, deberíamos tener una asamblea, ¡solo que, lo primero que deberíamos debatir sería en qué lengua tendríamos que debatir! —bebió algo más de vino—. Y mira quién fue a hablar, ¡Arístides el Justo! Con tanto como hablas de esa democracia, desconfías de las masas; y cuando necesitas compañía, huyes de los aristócratas… ¡y acudes a mí!
Arístides se mordió los labios.
Yo me puse de pie.
—Nadie ha huido de nadie —dije, alzando la copa de vino—. Mañana navegaremos contra el Gran Rey.
Arístides me miró con sorpresa; con una expresión de sorpresa que no resultaba halagüeña del todo para mí.
—Bien dicho —respondió—. He oído decir que has hecho las paces con Apolo, ¿no es así?
—Todavía no —respondí yo—. Pero estoy trabajando en ello.
—Es lo más que puede decir un hombre cuando habla de los dioses —observó Milcíades.
Milcíades creía en los dioses tanto como Filócrates, es decir, nada en absoluto; pero hablaba como hombre piadoso y sin ofender a nadie.
Cimón contuvo una risotada, y Paramanos me guiñó un ojo. Aunque no esté hablando de Paramanos, no os penséis que no lo veía todas las noches, que no bebía con él todas las noches. Había tirado por su cuenta y se había marchado de mi
oikía
para ser señor por derecho propio, señor de piratas; pero era un buen hombre, y no dejaba de ser el más dotado de los hijos de Poseidón que surcaban el vinoso ponto.
—Bebamos por la derrota de los medos —propuso Milcíades, que ejercía de anfitrión.
Todos nos levantamos de nuestros divanes y bebimos sucesivamente: Arístides, Cimón, Clístenes, Paramanos, Estéfano, Metioco, que era el hijo menor de Milcíades, Herc, que había sido mi primer maestro de la mar; el eolio Heráclides, que ya tenía un trirreme propio, Harpago y yo. Once barcos en nombre de Atenas, un contingente tan amplio como el que enviaban algunas islas. En realidad, Atenas no pagaba ni un óbolo. Recuerdo que estaba allí Sófanes, y el poeta Frínico, que iba mirando sucesivamente a cada uno de nosotros para que supiésemos que estábamos viviendo la historia, que aquella copa de vino podía hacerse inmortal.
Bebimos.
A la mañana siguiente nos levantamos al alba y nos hicimos a la mar. Éramos un espectáculo magnífico, nuestras velas henchidas con un buen viento favorable cuando pasamos ante el cabo, frente a Troya, e hicimos un sacrificio a los héroes de la primera guerra entre griegos y bárbaros. Milcíades era como un hombre nuevo, muy metido en su misión y en su papel de jefe de la misma.
Cada noche acampábamos en los promontorios y playas de la Jonia (Samotracia, Metimna, Mitilene), y celebrábamos la unificación de los jonios y la victoria que íbamos a alcanzar. Nuestros remeros estaban en plena forma; el mes que habíamos pasado bloqueados en el Bósforo nos había permitido ejercitarlos y endurecerlos como lo han estado pocas tripulaciones; y la rica paga del otoño pasado les había hecho ser fieles a sus remos. Yo advertí que todos los atenienses procuraban evitarme.
Cuando llegamos a Mitilene, las playas estaban vacías, y en la Boulé los ancianos del consejo nos dijeron que las tormentas que nos habían tenido inmovilizados en el Quersoneso no habían llegado a Lesbos. La flota aliada se había reunido hacía tres semanas y había partido hacia Samos. Y habían nombrado navarca a Dionisio de Focea.
Creo que Milcíades habría desertado de la rebelión allí mismo si no hubiera sido porque venían con nosotros Arístides y los atenienses; pero no podía quedar por mezquino delante de su rival ateniense, de modo que navegamos rumbo al sur, hacia Samos. De pronto, nos habíamos convertido en una tripulación malhumorada.
No olvides este cambio de
daimon, zugater
, porque éramos los más disciplinados de todos los griegos.
Llegamos al fondeadero de la flota, en las playas de Samos, poco antes de que oscureciera, y me quedé sin aliento. No me había imaginado nunca que los griegos pudieran llegar a tanto.
Dejé de contar los trirremes de casco negro cuando iba por ciento ochenta. De hecho, Dionisio me contó más tarde que, en el momento culminante, llegamos a tener más de trescientos setenta en la flota, que fue probablemente la mayor reunión de barcos griegos de toda la historia. Habían venido todos. Allí estaba Nearco, mi antiguo discípulo de Creta, con cinco barcos; y los samios tenían un centenar. La propia Mileto había armado setenta, y en la ciudad solo había quedado un mínimo de efectivos para custodiarla.