Y Milcíades tuvo la grandeza de ánimo suficiente para sonreír y dar la mano a Dionisio.
Aquella alianza, fuera como fuese, debía ser obra de los dioses y no de los hombres. Nunca se habían reunido tantos griegos, tan dados a disputar entre ellos.
Llenaban las playas de Samos, y los persas deberían haberse rendido ya, aterrorizados.
Pero tanto Datis como Artafernes estaban labrados de otra madera. Datis fortificó su campamento todavía más y mandó aviso por toda la costa de Asia, exigiendo que acudieran a su servicio todos los vasallos del Gran Rey. Y Artafernes convocó a su guardia y a su corte y trasladó su ejército personal a Mileto. Él no era de los que mandan desde la retaguardia.
Dionisio era buen almirante y gran marino, pero era mal orador y peor líder, y sus críticas constantes a la poca preparación de los remeros jonios y eolios olían a racismo, ya que los hombres de él eran principalmente dorios. Los samios lo odiaban. Odiaban a Milcíades tanto como a él, y pedían abiertamente que se pusiera al mando de la flota a un samio; más concretamente, a Demetrio. Te diré,
zugater
, que no faltaba cierta justicia en sus pretensiones. Ellos tenían un centenar de barcos, y nadie más se acercaba a esa cifra. Mileto, a pesar de ser la más rica de todas las ciudades griegas, solo tenía setenta; y, en todo caso, Histieo no había querido abandonar su ciudadela, a pesar de que era el único hombre que podría haber tomado el mando sin que se alzara una sola voz de protesta.
En cualquier caso, Dionisio puso en marcha su programa de entrenamiento; y, como suele suceder, los barcos más dispuestos a seguir el programa eran los que menos lo necesitaban; mientras que los que más lo habrían necesitado (los aristócratas de Creta y los voluntarios de Lesbos, y Samos, de manos blandas) fueron los más reacios a trabajar.
He de reconocer también que Dionisio sabía lo que se hacía. Yo había creído que mi tripulación estaba compuesta por los remeros mejor entrenados del mundo; pero Dionisio no tardó en desengañarme de mi concepto de la
areté
. Cuando marcó un circuito con boyas de odres hinchados, yo le dije que era imposible que un trirreme lo sorteara; y él me avergonzó enseñándome cómo se hacía con su
Serpiente de Mar
.
Pasé una semana en los entrenamientos, y cuanto más aprendía los secretos de Dionisio, menos me gustaba su manera de enseñarlos. Cuando podía haber sido didáctico, era insultante; cuando podía alabar algo, era insultante. Y cuando intenté explicarle cuánto estaba ofendiendo a la mayor parte de sus navarcas, despreció mis críticas, considerándolas un intento ruin de desquitarme de él por su dominio superior de las maniobras navales.
—Tú aprendes deprisa —me dijo—; pero, dentro de ti, no eres marino, no eres más que un jefezuelo más. Cuando hayamos vencido a los medos, no sigas en la mar, muchacho; eso es para hombres mejores.
¿Cómo responder a una cosa así?
Yo no respondí. Pero buscaba un pretexto para echarme a la mar, al menos unos cuantos días.
El pretexto me llegó al poco tiempo. Yo era capitán por derecho propio, a pesar de que estaba al servicio de Milcíades, y asistía al consejo de la flota cuando tenía tiempo libre, es decir, siempre.
Mientras Dionisio se centraba en la habilidad marinera, a Milcíades y al viejo Pelagio les interesaba la información. Milcíades tenía espías en Sardes, pero no tenía modo de ponerse en contacto con ellos; y lo que todos necesitábamos saber era la marcha de la flota persa. ¿Dónde estaban? ¿Existía la flota, siquiera? ¿Se estaban reuniendo en Tiro? ¿en Sidón? ¿en Naucratis?
Nos imaginábamos que los persas nos temían.
Yo conocía a una persona capaz de dar respuesta a todas estas preguntas. Estaba echada en un diván, a pocos centenares de estadios de distancia.
—Dejadme en la playa de Éfeso —dije.
Todos los miembros del consejo volvieron la cabeza hacia mí.
—Conozco esa ciudad como si hubiera nacido en ella. Y allí tengo amigos, personas que no son amigos de los persas. Quizá, hasta pueda ponerme en contacto con alguno de tus espías de Sardes, Milcíades —añadí, inclinándome hacia este—. Solo tienes que decírmelo.
Una de las grandes ventajas de ser héroe es que, cuando propones algo arriesgado, nadie te lo impide. Es como si todo el mundo supusiera que esas cosas son tu destino.
A principios del verano ya empezaba a ver con cierto cinismo mi papel de héroe. Pero los griegos me iban a enviar a Éfeso. Teníamos espías en el campamento persa de Mileto, y yo sabía que Briseida no había acompañado a su marido a la guerra.
Estaba sola, en Éfeso.
Me puse en camino al día siguiente, librándome del sangriento Dionisio y de su tiranía sobre las algas, y librándome también de la competencia desagradable entre Milcíades, Arístides y los jefes samios.
Soñaba con subir con el
Cortatormentas
río arriba hasta la ciudad de Artemisa, con una desfachatez tan recia como el bronce recién forjado; pero no lo hice. En vez de ello, compré a unos samios una barca de vela, e Idomeneo, Harpago y yo nos fuimos en ella haciendo de tripulación, con Filócrates como pasajero exento de pagar pasaje. El blasfemo había llegado a caerme bien, y tampoco había dado muestras del menor interés por volverse a Halicarnaso para seguir dedicándose al tráfico de cereales a cambio de pieles y a incumplir sus juramentos.
—He nacido para esto —solía decir, dos veces al día como mínimo. Y sonreía con su sonrisa extraña de estar riéndose de sí mismo—. Echo de menos al canalla de Teucro. Tiene que volver a bordo para que yo pueda ganarle mi dinero.
La familia de Teucro estaba a buen recaudo en el Quersoneso, pero el arquero estaba otra vez en las murallas de Mileto, y todos lo echábamos de menos.
Navegamos en la barca por mares tranquilos, rodeando a Micale. Pasamos allí la noche, friendo sardinas frescas en una sartén de hierro y bebiendo vino nuevo que llevábamos en una bota. A la mañana siguiente volvimos a ponernos en marcha costa arriba y dejamos atrás las ruinas de la población antigua que custodian el promontorio más allá de Éfeso; y el segundo día vi brillar el templo de Artemisa con la última luz del día. El antiguo granito estaba encendido de color rojo a la luz del sol poniente, como si fuera piedra arenisca.
Me dejaron en la carretera de la costa, a veinte estadios de la ciudad. Les dije que volvieran a buscarme a los tres días; me eché al hombro mi saco de cuero, comprobé si tenía bien colgada la espada y me ceñí la clámide. Llevaba dos lanzas y un sombrero de paja ancho, como si fuera un caballero que iba de caza.
Fui andando, y ningún viandante se fijaba especialmente en mí.
Mientras subía por la carretera hacia la ciudad, recordé el último viaje que había hecho por aquella misma carretera; delirante de fiebre, esclavo del templo, destinado a arrastrar piedras hasta que muriera. De aquel muchacho a mí solo había diez años de diferencia. Es verdad que el río del tiempo solo corre en un sentido, como le gustaba decir a mi maestro.
A las pocas horas, lo vería. Él, al menos, no me traicionaría, ni a mí ni a ningún otro griego que estuviera al servicio de la rebelión.
Había tomado la determinación de ir a ver a Heráclito en primer lugar; porque le quería, y porque no sabía en absoluto qué podía esperar de Briseida, ni tenía la menor idea de a quién sería más leal ella. Ya debía de haber tenido noticia de mis encuentros con su hermano en el otoño e invierno pasados.
La verdad es que encontrarme con ella me daba miedo. Pero, como siempre, el miedo me movía a actuar. Nunca he podido soportar verme asustado, y ya de niño me obligaba a mí mismo a hacer las cosas que me daban miedo, para probarme a mí mismo… ante mí mismo.
Briseida siempre había entendido este aspecto de mi carácter… y lo había aprovechado en mi contra.
Mientras caminaba, oía su voz con la imaginación, y notaba en mis labios el sabor de su lengua, y de otras partes de su cuerpo también. Pensé en la primera vez que ella había venido a mí, cuando yo acababa de humillar a su enemigo, por ella, tal como había esperado de mí. Y pensé en la recompensa, aunque en aquel tiempo la había tomado por una mujer muy distinta de la que era. ¿Ves? Te estás sonrojando, querida. Los chicos solo piensan en una cosa, y en el modo de conseguirla.
Los chicos son previsibles, chicas.
Cuando levanté la vista, había llegado hasta nuestra puerta. Había llegado a la casa de Arquílogos, que había sido la casa de Hiponacte. A la casa de Briseida. Me había quedado plantado ante el portón, bien visible, como un tonto.
Me gustaría poder decir que hice algo ingenioso o astuto, como Odiseo. Pero no lo hice. Me quedé allí, al sol, esperándola. Supongo que creía que la diosa chipriota me la enviaría a mis brazos.
No fue así.
Sólo volví en mí y me aparté de allí cuando empecé a sentir que se me quemaban los hombros al sol. Subí por una calleja, tiré hacia el norte, hasta llegar a la base de la acrópolis del templo, y fui de allí a la casa vieja de la fuente.
Ya no existía.
Aquello me impresionó. En su lugar, había una construcción elegante de mármol de Paros y de granito local, con buenas estatuas de mujeres aguadoras, talladas de tal modo que las
hidrias
que llevaban en la cabeza sustentaban el techo.
Yo estaba fuera de lugar allí. Había unas cuantas mujeres libres, y muchos esclavos, y yo era el único hombre libre, y el único hombre que iba armado; y, como tal, inspiraba miedo.
El río de Heráclito había pasado de largo, y yo ya no podía volver a mojarme la punta del pie en él.
Hui.
Subí al templo, donde nunca faltaban los cazadores, aunque yo era extranjero, además de hombre en una ciudad donde la mayoría de los hombres se habían ido a la guerra. Dejé mis lanzas al cuidado del portero y subí a la palestra; hice un pequeño sacrificio a la diosa, y me puse a buscar a mi maestro por los pórticos.
Estaba allí, gracias a los dioses. Si hubiera faltado, creo que mi terror me podía haber llevado a la muerte.
Me reconoció inmediatamente. Disimuló de manera admirable. Terminó de impartir su lección, en la que exponía una cuestión acerca de cómo formaba Pitágoras un triángulo recto; después, tomó un poco el pelo a un alumno nuevo; y por fin, con tanta naturalidad como si hubiésemos quedado citados previamente, acudió hasta mí, me tomó del brazo y me apartó de allí.
—No puedes andar abiertamente por aquí, muchacho —dijo.
—Pero llevo haciéndolo todo el día —dije yo.
—Tú no dejas de ser tonto porque los demás lo sean también —dijo.
Ay, cuánto te había echado de menos, maestro.
Despidió a todos sus esclavos antes de dejarme que me quitara el manto de encima de la cabeza, y después pasamos horas enteras sentados juntos, tomando buen vino y comiendo aceitunas. Estaba delgado como un palillo, como si viviera en una ciudad asediada, y yo le obligué a que comiera aceitunas, y pareció que la piel le tomaba un color más sano a ojos vistas.
—¿Por qué te estás matando de hambre, maestro? —le pregunté.
—Ayuno hasta que Grecia sea libre —dijo.
—Entonces, ¡come! —exclamé, abrazándole—. En Samos tenemos casi cuatrocientos barcos. Se han unido todas las ciudades de la Jonia, y los persas no serán capaces de reunir una flota que nos plante cara. La primavera que viene, a más tardar, nos verás llegar subiendo por el río, y Éfeso será libre.
Entonces sonrió.
—¿Cuatrocientos? —dijo; y se puso a comer aceitunas a toda velocidad.
Encontré en la despensa pasta de aceitunas, anchoas y salsa de pescado, y preparé una pequeña cena para los dos a base de pan y de mucho
opson
, y le conté todo lo sucedido, desde el día en que habíamos ayudado a Hiponacte a morir hasta el comienzo de aquella misión.
—Qué llena está tu vida, y qué vacía está la mía —dijo, sacudiendo la cabeza.
—Tú enseñas a los jóvenes —le dije.
—Ninguno de ellos vale la décima parte de lo que vales tú, o Arquílogos. Daría diez años de mi vida a cambio de que brillara en el cielo una chispa luminosa. Pero sí que he tenido grandes discípulos —dijo, asintiendo con la cabeza—, y bastantes; y el último no ha sido el peor. A ti te llaman Doru, la Lanza de los Helenos. He oído ese nombre. Y ¿crees que has aprendido algo acerca de matar a los hombres? —me preguntó, entrecerrando los ojos.
Me encogí de hombros.
—Nada que sea distinto de lo que procurabas contarme hace diez años.
—El logos va hacia la verdad a veces por un camino, y a veces por otro —dijo—. Si lo entendiésemos todo, no seríamos hombres, seríamos dioses.
Tardé bien poco en darme cuenta de que no me quedaba nada que decirle. No le interesaban gran cosa mi fragua ni mi finca; a pesar de que, en su presencia, cobraban de pronto una especie de dignidad que no tenían cuando yo iba de pie sobre la cubierta de mando del
Cortatormentas
.
Pasamos un breve rato mirándonos fijamente el uno al otro.
—Quieres ver a Briseida —dijo de pronto.
El corazón me latió más deprisa. Esperaba que me diría que estaba fuera de la ciudad, o descansando tras haber dado a luz, o muerta.
—Suelo leerle en voz alta —me dijo—. Y tampoco debía haberme olvidado de ella cuando hablé de las chispas luminosas de inteligencia que he llevado al logos; pues, de entre vosotros tres, donde más brilla el logos es en ella.
Me sonreí al oír que la mujer más hermosa del mundo griego recibía alabanzas por su intelecto; pero mi maestro decía la verdad.
—Ven; iremos hasta su puerta —me dijo.
Cuando casi había oscurecido, rondaban por Éfeso principalmente esclavos y hombres que iban al encuentro de las prostitutas. Mientras caminábamos juntos, nadie nos prestó la menor atención.
Lo seguí hasta el portón de la casa de mi juventud. Esta vez, el corazón me golpeaba contra el pecho, y yo era incapaz de pensar, cuánto menos de hablar.
Mi maestro me tomó de la mano y me condujo hasta el portón como si yo fuera un estudiante joven. Yo no conocía al esclavo que estaba allí de guardia; pero el esclavo hizo una reverencia profunda a mi maestro y lo condujo hasta el patio, donde estaba tendida ella en un largo diván. Una mujer más joven la estaba abanicando, y el olor a menta y a jazmín llenaba el patio y me llenó a mí la cabeza. De pronto, era como si no hubiera pasado el tiempo. Nuestros ojos se cruzaron, y recuerdo que tuve un estremecimiento, y creo que ella también; tal era el poder de nuestra atracción mutua en aquellos tiempos.