No dedicó una sola mirada al mayor filósofo de su época.
—Has venido —dijo, cuando hubo pasado un tiempo.
Temblé.
—Me llamaste —dije. Me sorprendió lo tranquila que sonaba mi voz.
—No te has dado prisa —dijo ella.
—Ya no somos jóvenes amantes que estemos jugando a la
Ilíada
—dije yo.
—Nunca lo hemos sido —repuso ella, y su sonrisa se ensanchó en una leve fracción de una figura de Pitágoras—. Nunca hemos estado jugando.
Yo asentí con la cabeza.
—¿Por qué me has convocado, Elena? —le pregunté.
Ella se encogió de hombros, y le cambió la voz, y agitó la cabellera como haría cualquier otra mujer.
—Porque me aburría, supongo —dijo con ligereza—. Mi marido necesita capitanes. Ya es hora de que te conviertas en un gran hombre.
Yo no tenía dieciocho años. Ella, sin levantarse de un diván, me llenaba. Apenas era capaz de respirar. Pero yo no tenía dieciocho años. Respiré hondo; me tragué mi réplica mordaz, me di media vuelta y me marché.
No os había prometido que mi historia fuera alegre, mis jóvenes amigos. Me temo que vamos llegando a la parte donde habríais preferido quedaros en casa.
Salí por el portón y me volví a casa de mi maestro. Iba temblando, como si tuviera frío. Estaba lleno de ira… y de miedo. Cuando me encontré en el patio minúsculo de mi maestro, alcé la cara a las estrellas.
—¿Qué he hecho? —les pregunté.
No me respondieron.
Tenía la cabeza llena de pensamientos, como un saco de lana lleno a rebosar; pensaba que debía volver y suplicarle que me perdonara; que debía enviarle una nota, tirarle piedras a la ventana… matarla.
Sí; me vino esta idea también. Matarla. Y ser libre.
En vez de ello, sin pensármelo mucho de manera consciente, recogí mis cosas en mi saco de cuero, lie mi manto de repuesto y salí a la noche tranquila de Éfeso. Había llegado a la conclusión de que, si no podía tenerla a ella, bien podía ponerme a prueba a mí mismo o morir. Es curioso que las ideas más extrañas se nos ocurren cuando estamos sometidos a la influencia de una emoción profunda. De pronto, yo ya no era trierarca, ni señor. Era un joven desengañado, airado, que buscaba la muerte.
Así es el amor, amigos míos. Cuidado con la chipriota; cuidado con ella. Ares, con su furia revestida de bronce, no tiene tanto poder como ella.
Leo la consternación en vuestros rostros; solo puedo suponer que ninguno habéis estado enamorado. ¡Y tú,
zugater
, si me entero que lo has estado, te meto una espada en el cuerpo, so zorra! Pero escuchadme. El amor… ese fuego que todo lo consume, del que nos habla Safo; ese juego peligroso de Alceo, esa cumbre de la virtud noble y esa sima de depravación que describió Pitágoras… el amor lo es todo. Los dioses se desvanecen; las estrellas palidecen; el sol ya no quema y el hielo no enfría, comparados con el poder del amor.
Cuando dijo que me había escrito porque se aburría, me golpeó con un bastón de humillación. Ningún amante puede aceptar un golpe así sin cambiar.
He tenido muchos años, muchas guardias nocturnas, y las largas horas anteriores a un centenar de combates, para pensar en el amor y en cómo podríamos haber sido cada uno de nosotros si no fuésemos unos animales tan orgullosos e insolentes.
Creo (tapaos los oídos, muchachas), creo que los hombres llegamos a amar por una combinación de lujuria y desafío, mientras que las mujeres llegan a amar por una mezcla distinta, de lujuria y de asombro por su propio poder, y de deseo de someter a otro. Como en el caso de Milcíades y Dionisio, y de otras muchas personas que compiten entre sí, en el mineral hay más residuos que oro, pero lo que se afina al fuego sale más fino que lo que podrían haber hecho de por sí cualquiera de los dos amantes. Los hombres llegamos a amar por desafío; el desafío del sexo, el desafío de defender a la amada de todos los que la pretenden, el desafío de ser el mejor hombre a ojos de la amada.
Briseida no dejaba nunca de desafiarme. Nunca gozaba de su compañía de balde, pues ella se valoraba a sí misma por encima de cualquier otro mortal, y sus favores eran premios a actos heroicos, a determinaciones heroicas… a una suerte heroica. La idea de que me hubiera llamado por aburrimiento era un insulto mortal para ambos.
De modo que me eché el petate al hombro y bajé la colina, dejé atrás a los centinelas de la muralla y salí por la puerta principal. La luna brillaba lo suficiente para caminar sin tropezar. Me dirigía a Sardes. La capital persa de Lidia, el núcleo del poder de los enemigos.
¿He dicho que ya no tenía dieciocho años? En lo que respecta a Briseida, siempre tengo dieciocho años, cariño.
O puede que quince.
Seguí caminando toda la noche, y todo el día siguiente. Subí yo solo el gran paso de montaña, con la cabeza casi vacía de pensamientos por el agotamiento; pero me detuve a verter una libación por los hombres que habían muerto allí luchando contra los medos. Cuando pronunciaba mi oración, cité en último momento también a los medos que habían caído allí, bajo mi lanza y bajo las de otros. Mi voz quedó suspendida en el aire, y me estremecí sin querer. Los dioses estaban escuchando.
Bajé por el otro lado del paso en estado de aturdimiento, y no me detuve a comer ni a descansar; y llegué a Sardes al caer la noche del tercer día. Como en mi primera visita, las puertas estaban abiertas. A diferencia de mi primera visita, no maté a nadie.
Sardes es una gran ciudad, pero no es una ciudad griega. Allí hay griegos, y persas, y medos, y lidios, gente morena y apuesta, y sus mujeres tienen cabellos negros, ojos grandes y cuerpos hermosos que no se molestan en ocultar.
Cuando entré por las puertas, no estaba en este mundo. Debía de parecer un loco; pero en Sardes había bastantes locos. No había olvidado el persa, y preferí hablarlo en vez del griego, y la gente me abría paso. La mayoría debió de figurarse que yo sería uno de tantos profetas que vagan por Frigia como una plaga, anunciando desgracias.
Dentro de mi cabeza estaba sumido en una fantasía temible, en la que el mundo real de las tiendas y las mujeres hermosas se mezclaba con el caos y la muerte de la batalla que yo había librado allí. Miraba sucesivamente los puestos de los tenderos, buscando a los muertos que yo sabía que debían estar allí.
Doy la impresión de que estaba loco; pero mientras tenía aquellos pensamientos, también sabía que necesitaba descansar, dormir, comer. Se me ocurrió volver corriendo a decir a Heráclito que había encontrado un lugar donde pasaba el río dos veces; que podía estar en dos épocas a la vez, con solo haber corrido unos cuantos centenares de estadios sin descanso ni comida.
Lo siguiente que recuerdo es que estaba sentado en un jardín fresco, comiendo cordero. Es curioso, y me ha pasado con demasiada frecuencia, que en cuanto me entraba por la boca la comida, dulce y nutritiva, aquel semimundo curioso de las batallas y los dioses se desvanecía, y yo volvía a sentirme de nuevo como un hombre.
Estaba sentado ante una ancha mesa de cedro, al otro lado de la cual estaba Ciro, que ahora era capitán de cien soldados de caballería de la guardia personal de Datis.
Yo comía con hambre canina, y él me observaba con precaución, con una sana combinación de interés amistoso y desconfianza. A lo largo de los últimos años habíamos cruzado las espadas el número suficiente de veces como para que él supiera perfectamente de qué bando estaba yo. Por otra parte, le había salvado la vida, a él y a su amo, y para un persa eso significa más que la mera nacionalidad.
Me vio comer, y después me acostó; y al día siguiente sus esclavos me despertaron y volví a comer. Yo era joven, arrojado y sano, y me recuperaba con rapidez.
Aquel segundo día me estaba esperando en el patio.
—Bienvenido a mi casa —dijo en persa.
Yo, que conocía el ritual, hice un pequeño sacrificio de bollos de cebada en honor del sol, y comí con él el pan y la sal.
Señaló con un gesto de la cabeza mi saco y mi equipo.
—Llevas una fortuna —dijo. Mi oro y mi botella de cristal egipcia estaban en la mesa ante él. Se retorció el bigote—. Lo lamento, pero debo preguntarte cómo has venido aquí —me miró a los ojos—. Y por qué.
Los esclavos me sirvieron una bebida caliente. Los persas beben muchas cosas calientes porque en sus montañas las mañanas suelen ser frías; o eso me han explicado. Esta bebida tenía aroma de anís y sabía a miel. Sostuve su mirada, y decidí que, ya que había llegado hasta allí, me comportaría como un héroe y no como un espía.
—Mi señor —le dije—, te lo diré todo y con la máxima sinceridad; hablaré como un persa, y no como un griego. Pero déjame que te diga primero tres cosas. Y después podrás decidir si necesitas saber más.
El asintió con la cabeza.
—Bien dicho. Considérate mi invitado.
Me indicó con un gesto el pan con miel; sabía que me gustaban, desde la época en que yo era Doru, el muchacho esclavo, y sus amigos y él me lo daban, solo para ver cuánto era capaz de comer. Levantó una mano.
—No dudo que me dirás la verdad. Pero, por si no me has entendido, sé exactamente quién eres. Eres un gran guerrero.
Sonrió. Los persas no mienten, y aquella sonrisa era de admiración sincera.
—Muchas veces ceno de balde o me regalan vino, solo a cambio de que cuente anécdotas de cuando te conocí de niño —dijo—. Ser amigo tuyo es un honor.
Me puse de pie. Los persas son muy formales.
—Es un honor ser amigo de Ciro, capitán de los cien que custodian a Artafernes —dije.
Se sonrojó, y se puso de pie a su vez; y vi que tenía envuelto en vendas el brazo derecho.
—¿Estás herido? —le pregunté.
—Sí —dijo con un suspiro—. Una escaramuza sin importancia por unos caballos, en Mileto.
—¿El otoño pasado, al filo del invierno? —le pregunté.
Él asintió.
—¡Yo estaba allí! —dije.
Asintió con la cabeza.
—Lo sé, joven Doru. De modo que… dime las tres cosas. Debo oírlas.
Volví a sentarme, y me calenté las manos con el cuenco de cerámica lleno de infusión caliente.
—Estoy al servicio de Milcíades de Atenas —dije con prudencia.
Ciro asintió con la cabeza.
—Estoy enamorado de Briseida, hija de Hiponacte, esposa de Artafernes —dije.
Ciro se sobresaltó; y, después, se dio una palmada en la rodilla.
—¡Claro que sí! —dijo—. Que Ahura Mazda me ciegue… ¡debí haberlo sabido!
Después, adoptó una expresión de seriedad.
—Es mi señor, claro está.
—He venido a Sardes en busca de noticias sobre cómo nos hará la guerra Datis —dije—. Pero la botella de perfume es para Briseida, y el dinero es mío, y nada de ello es para pagar a traidores.
Ciro bebió infusión, contemplando las rosas que cubrían el muro de su patio, iluminadas por la luz de la mañana.
—Si te hago detener, te enviarán a Persépolis —dijo—. El Gran Rey ha oído hablar de ti. Serás un preso noble y un rehén. Con el tiempo, podrías ascender en la corte y llegar a sátrapa… podrías llegar a mandarme a mí.
Me encogí de hombros.
—O podría matarte. ¿No niegas que eres enemigo de mi amo? —me preguntó, enarcando una ceja.
—No. Ni tampoco niego que he venido aquí para enterarme de vuestras debilidades. Soy un griego malo, ya lo ves —dije, riéndome.
Él no se rio.
—Nunca creí que llegaría a decir una cosa como esta… pero yo quizá durmiera más tranquilo si hubieras mentido un poco sobre estas cosas.
Me encogí de hombros. La ventaja que tenía era que me daba igual. Nunca había apreciado a la Alianza Jónica, amigos míos. Para mí, eran principalmente griegos orientales, hombres de manos blandas que discutían por la leña mientras se extinguían las llamas de su hoguera. Entre ellos había grandes hombres; pienso en Nearco y en Epafrodito. Pero Briseida me había hecho daño, y a mí me daba todo igual.
No obstante, mi papel de héroe me obligaba a hablar.
—En lugar de una mentira, te diré una verdad. He venido aquí a título privado. Quiero entregar mi regalo a Briseida y hablar con ella en Éfeso. No vengo a hacer la guerra a Sardes —dije, frunciendo el ceño.
—¡No fue así la última vez, so rebelde! —exclamó él, dándose otra palmada en las rodillas—. ¡Crucé mi espada con la tuya en el mercado! —miró a un lado y otro—. ¿Te ama, Doru?
—No lo sé, Ciro —dije, sacudiendo la cabeza—. Yo la he amado desde que era niño. Y ella me amaba a mí —sacudí la cabeza de nuevo—. Me amó una vez.
—¿Te has acostado con ella? —me preguntó Ciro. Los persas no se andan con rodeos para hablar de esas cosas.
—Muchas veces —le aseguré.
El asintió con la cabeza.
—Ella ama a mi amo —dijo, y volvió a retorcerse los bigotes.
Y bien, tengo que hacer una nueva digresión para explicar que el adulterio, que para los griegos es una ofensa mortal, entre los aristócratas persas viene a ser una especie de deporte nacional, como la caza del león. Así pues, para Ciro, mi pasión hacia la esposa de su señor me hacía parecer más persa todavía. Yo no estaba de humor para andarme con cálculos y manipulaciones; pero comprendí que con este hecho sencillo, mi misión para Milcíades quedaría en un lugar casi intrascendente.
—¿Por qué? —le pregunté.
—Él arruinó a la madre de ella, claro está.
Ciro lo sabía tan bien como yo. Los dos lo habíamos presenciado.
—Yo diría… a un hermano… que ella saborea el fruto prohibido precisamente porque está prohibido —añadió—. Que ama el poder, pero no ama a Artafernes.
Yo podría haber saltado a defenderla… si no hubiera sido porque sus palabras me parecieron verdaderas.
—Acostarse con una madre y con su hija se considera pecado en Persia —siguió diciendo Ciro—. Muchos de nosotros queremos que él la deje.
Inspiré hondo, solté el aire, y cambió el equilibrio.
—Déjame marchar, e intentaré llevármela conmigo —dije.
—Hum —apoyó la mano en la mesa—. Me encuentro en un dilema, entre lo que quiero para mi señor y lo que quiere él. No voy a ser cómplice de la corrupción de su esposa, a pesar de mis recelos —me observó, mientras se alisaba la barba—. Veo que no soy capaz de mandarte matar; aunque, para ser sincero, tengo la sensación de que eso sería lo mejor para el Rey de Reyes.
Recuerdo que me encogí de hombros. Una reacción estúpida; pero ¿qué ha de hacer un hombre cuando le plantean su muerte?