Maratón (47 page)

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Authors: Christian Cameron

Tags: #Novela histórica

BOOK: Maratón
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Aquella fue la primavera de la satisfacción. Reñimos (creo que dos veces en total, y ahora os contaré la historia de la segunda vez), pero también comíamos, bailábamos y hacíamos el amor e íbamos a Platea los días de mercado, todo ello juntos. Y como Euforia era una muchacha tan encantadora y agradable, todo el mundo quería conocerla, y de pronto fui un hombre con amigos, con conocidos, que recibía invitaciones.

Penélope nos visitó dos veces; de su casa a la mía solo había treinta estadios, y cuando los caminos estuvieron secos podía venir en cuanto le apeteciera. Cuando los días se hicieron más largos y más calurosos y empezaba a rondar el cambio de estación, también ella se quedó embarazada, y se alegró mucho de estarlo, y me dijo entre risitas que le parecía que la hoguera de Pan había ejercido un efecto benéfico, y su marido alzó los ojos al cielo.

Observé que les servían de nuestra mejor comida y bebida. Y no le di importancia, pues hay cosas por las que no vale la pena reñir.

Antes del solsticio de verano invitamos a Mirón a cenar. No había comido en mi casa desde que vivía mi padre. Su mujer lo acordó con Euforia, aunque ninguna de las dos estuvo presente en la cena. Antes bien, la mayoría de los hombres que asistieron eran mayores. Estaba Peneleos, que era de mi edad, y también su hermano mayor, Epícteto; y tampoco faltó Bion, que era mi mano derecha y era bienvenido en cualquier ocasión. Pero los demás hombres eran mayores; Draco parecía más viejo que el mundo, y Diocles era solo un poco más joven que
mater
, e Hilarión, que en tiempos había sido el alma de la fiesta y un agricultor pobre, era ahora un hombre alegre y acomodado.

Estos eran mis vecinos. Invitamos también a Idomeneo, que se vino del Citerón, y a Alceo de Mileto, que tenía categoría en Platea por el hecho de ser señor, al menos teórico, de cincuenta buenos lanceros que ya eran ciudadanos.

Hicimos un buen sacrificio en lo alto de la colina. Recuerdo que pasé un día entero observando el cielo y rezando por el buen tiempo, y recuerdo que todavía tuvimos que atravesar chapoteando por el mejor campo de cebada, porque había llovido; pero nuestro pequeño altar, en lo alto de la colina, estaba seco. Mirón hizo el sacrificio, y en la oración citó a mi padre. Y después dimos al dios la grasa y los huesos y volvimos chapoteando a la casa, seguidos por los esclavos que llevaban a cuestas la piel y toda la carne, e hicimos una buena cena, una oveja entera. Los esclavos también recibieron su parte. Por entonces yo tenía bastantes esclavos; contando los de mi mujer, tenía veinte. Eran demasiados, y empezaban a reproducirse entre ellos.

También tuvimos un simposio como es debido, con buenas conversaciones sobre los deberes cívicos y sobre las diferencias entre las leyes de los hombres y las leyes de los dioses. Todo fue muy agradable; y después nos pusimos a hablar de Persia.

Mirón alzó la mano, y todos dejamos de hablar.

—Quiero debatir una cuestión de administración —dijo.

Por entonces, Mirón ya tenía bastante presencia. Yo lo recordaba de cuando era un joven agricultor, pero ya se había convertido en orador y en hombre de dignidad inmensa.

—Arímnestos, después de la primera fiesta de Heracles quiero someter a voto que se te nombre polemarca de la ciudad. Polemarca y estratego, las dos cosas.

—¿Qué es un estratego? —preguntó Hilarión.

La pregunta era oportuna. En aquellos tiempos, muchas ciudades tenían su polemarca, pero solo Atenas y Esparta tenían estrategos. Los estrategos eran oficiales, oficiales de verdad, como los que teníamos cuando servíamos con Milcíades. Cuando se formaba la falange, cada estratego era responsable de un cuerpo de hombres, y así la falange resultaba más flexible en el combate. Los antiguos polemarcas solían ser políticos; a veces eran militares, pero formaban la falange; es decir, sabían dónde debía situarse cada hombre en la formación. Y luchaban en el puesto de honor, en el extremo derecho de la primera fila. Solían morir en ese puesto. Pero normalmente no daban órdenes, más que las necesarias para llevar a todos los hombres al campo de batalla y para que cada uno ocupara su lugar en la formación.

Aquella noche Platea tenía del orden de dos mil hoplitas, guerreros con armadura. En los diez últimos años habíamos medrado, los milesios nos habían aportado nuevos soldados, y éramos más ricos. Era el caso de Bion y de Hermógenes, por ejemplo: ambos habían sido esclavos, pero ahora eran agricultores prósperos y poseían armaduras completas. En aquellos tiempos, la riqueza de los particulares, se traducía directamente en capacidad militar. En tiempos de mi padre, habíamos sacado al campo mil quinientos hoplitas con solo liberar esclavos y ponerlos en las últimas filas, casi desarmados. Así pues, nuestro poderío militar era mayor. Y Mirón proponía formalizar el que yo lo controlara oficialmente. Asentí.

—Por supuesto —dije.

—No es un cargo honorífico sin contenido —dijo Mirón—. Hay una flota persa en el mar. Me han llegado noticias de que los medas se proponen saquear Naxos, y después vendrán a la Ática. Atenas esperará que nos pongamos a su lado.

Todavía hacía frío por las tardes. En el centro de la sala había un brasero, pero los hombres seguían rebozados en sus himationes, y recuerdo que me veía el vapor del aliento al hablar.

—¿Esta primavera? —preguntó Bion.

—Este verano, a más tardar —respondió Mirón—. ¿Estamos preparados, Arímnestos?

Me bajé de mi diván, maldiciendo el frío del suelo.

—Estamos todo lo preparada que puede estar una ciudad en tiempo de paz —respondí—. Bailamos la pírrica al menos el doble de veces que antes. Me llevo a los jóvenes al monte siempre que puedo, y lo haré con más frecuencia esta primavera. Después de la guerra misma, la caza y la danza son los mejores métodos de entrenamiento con los que contamos.

Hilarión se encogió de hombros y se ciñó el manto a los

pies.

—¿Por qué tenemos que luchar contra los persas? —preguntó—. Ya sé que todos me tenéis por corto de entendederas, pero ¿qué mal me ha hecho a mí el Gran Rey?

—Ninguno en absoluto —respondí yo—. Es un buen gobernante y un gran hombre, o eso he oído decir. Pero, Hilarión, ¿cuándo fue la última vez que luchaste tú en la falange?

—Lo sabes tan bien como yo: en el combate del puente, cuando ayudamos a Atenas contra los de Eubea —sonrió—. Y tampoco luché de verdad. Empujé un poco desde la quinta fila, creo.

—Hemos tenido quince años de paz porque Atenas se ha interpuesto entre Tebas y nosotros.

Hice una pausa para escupir, y todos los hombres presentes siguieron mi ejemplo.

Diocles asintió con la cabeza.

—Muy cierto —dijo.

—Ahora vamos a pagar esos años de paz —dijo Mirón.

—El precio será elevado. Y si el resto de Beocia se somete al Gran Rey, nosotros nos quedaremos solos. Cuando nos pongamos en marcha, nuestra ciudad quedará desprotegida.

Las palabras de Mirón abrieron los ojos a todos los presentes ante la realidad.

—¡Por Ares! —exclamó Peneleos—. ¿Tan mal está la cosa? ¿Estáis seguros?

Mirón se volvió hacia mí, ya que yo era su fuente de información principal.

—Peneleos, cuando se ven nubarrones oscuros hacia el norte, ¿esperas lluvia? —le pregunté.

Él asintió con la cabeza y enarcó una ceja.

—La espero, pero no siempre llega. Algunas veces, la lluvia se va para Tespias o para Hisias.

—Exactamente —asentí—. Puede que el Gran Rey no llegue a apoderarse de Naxos. Puede olvidarse de Atenas, o puede que los hombres de Atenas acuerden la paz con él. Puede levantarse una tormenta que hunda su flota… ya ha sucedido alguna vez. Pero los nubarrones oscuros están allí, amigos, y sería una necedad por nuestra parte no prepararnos.

—Pienso pedir a la asamblea dinero para reparar las murallas y para levantar dos baluartes nuevos, todo de piedra, para cubrir la puerta —dijo Mirón—. Pediré que cada hombre libre envíe a un esclavo a las obras, para que las reparaciones se lleven a cabo inmediatamente, en cuanto estén terminadas las labores de siembra. Y pediré a los más ricos que contribuyan para la construcción de las torres. Yo mismo pagaré una de las dos entera —añadió, y miró a su alrededor.

Bion me hizo un leve gesto de asentimiento con la cabeza.

—Yo pagaré la tercera parte de la segunda torre, con la ayuda de Bion y de Alceo —dije yo.

Idomeneo nos sorprendió.

—Pagaré yo otro tercio —dijo—. De mi propio bolsillo —añadió.

Diocles, Hilarión y Draco murmuraron entre ellos, y Epícteto y Peneleos, que compartían diván, se sumaron al grupo, y al final los cinco accedieron a compartir el coste de una tercera parte de la torre.

Cuando los hombres estaban formando grupos para volverse a pie a sus casas, me reuní con Peneleos y con Epícteto.

—A mí me cuesta trabajo verme a mí mismo como hombre destacado —dijo Peneleos—. Soy hijo segundón. No soy tan mayor.

Yo me reí.

—Tienes más edad que yo —dije—. Y yo voy a ser polemarca.

Bion sacudió la cabeza.

—Platea perdió una generación entera en las tres batallas —dijo—. Y en los combates contra Tebas anteriores. Acordaos de vuestros padres y hermanos… todos muertos.

Aquello daba mucho que pensar, pero era verdad. Mirón había sido amigo de mi padre. Mi padre debería haber estado allí para ser polemarca, y también debería haber estado entre nosotros el padre de Diocles, y el padre de Epícteto, y mi hermano, y el hermano mayor de Hilarión, y tantos otros.

—Somos una ciudad de hombres jóvenes —bromeó Hilarión.

—Si tenemos que pelear contra los medos, seremos una ciudad de viudas —le replicó Bion.

La asamblea fue bastante aburrida y yo no recuerdo nada de ella, ni siquiera mi designación formal como polemarca y estratego tras la fiesta de Heracles, treinta días después del solsticio de verano. Como polemarca que era, tenía derecho a elegir yo mismo a los otros dos estrategos. Habíamos decidido tener tres, uno por cada una de las poblaciones que componían Platea antes de que la alianza con Atenas nos convirtiera en una ciudad de verdad.

Mi nuevo rango me obligó a complicarme en la política desde el primer momento. Yo quería de oficiales a Idomeneo y a Alceo, o al menos a Lisio. Quería que los estrategos fueran hombres que se hubieran visto ya bajo la mano de Ares, que conocieran el ruido de las espadas y de los escudos. Pero todos nosotros, hasta Lisio y Áyax, vivíamos en un mismo distrito, en la parte de Hisias. Por ello, tuve que perder jornadas enteras de trabajo para asistir a reuniones y hablar con los hombres de los otros dos distritos. Yo los conocía a todos; por entonces solo había tres mil ciudadanos y todos nos conocíamos bastante bien. No perdía la esperanza de encontrar a algún mercenario retirado, a algún hombre que hubiera servido con Milcíades, o incluso con los medas.

Ahora que lo pienso, en aquellos distritos más cercanos al río tenían casi todas las tierras de labranza mejores, y yo sospecho que a los hijos de estas familias no les hacía falta hacerse a la mar para ganarse unas cuantas monedas de plata. A los de nuestro distrito, junto a la montaña, sí les hacía falta.

En aquellos distritos había hombres jóvenes muy buenos. Belerofonte, hijo de Epístocles, que vivía todo lo cerca de Tebas que se podía vivir sin ser tebano, era un buen joven que tenía armadura completa y que había asistido a todas las cacerías de ciervos desde la primera, había recibido lecciones de combate con lanza de Lisio, y pasaba además todo su tiempo libre con Idomeneo.

Era del distrito del Asopo. Pero tenía diecisiete años, y ningún hombre con barba estaría dispuesto a dejarse mandar por él.

Cuando pedí consejo a Mirón, este me dijo:

—Prueba con su
pater
. Es hombre rico y buena persona. Si el hijo es tan buen guerrero, el padre no se quedará atrás.

Hum. Bueno, ya os contaré lo que salió de aquello.

El distrito del norte fue el más difícil. Los hombres de allí eran casi tespios, y tenían costumbres propias, y algunos protestaron diciendo que, en caso de conflicto, se pondrían de parte de Tespia y no de Platea. Antes de que llegaran las grandes guerras, los hombres tenían un concepto más libre de su ciudadanía.

Pero esa libertad misma fue lo que me salvó al final. Mi cuñado, Antígono, poseía fincas en Platea. Sus libertos quedaban sujetos al servicio militar en calidad de
psiloi
o de peltastas, y se me ocurrió que, si Mirón aceptaba el cargo, sería un estratego de primera categoría.

Así pues, se le concedió la ciudadanía. De hecho, Mirón descubrió que su familia había dispuesto desde siempre del derecho a la ciudadanía (debo deciros que fue un descubrimiento muy oportuno), y yo lo nombré estratego. Esta decisión resultó ser afortunada. Antígono nos trajo cincuenta hoplitas suyos más (todos eran hombres de Tespias, pero, como he dicho, esas cosas no importaban tanto por entonces), y disponía de riquezas que empleó para mejorar los armamentos de su distrito; y, naturalmente, encargó la mayor parte de esos armamentos a mi fragua.

Mi fragua creció aquella primavera. Tireo y yo compartíamos el mismo cobertizo, claro está, y desde tiempos de mi padre Bion tenía sus yunques y su fuego propio un poco más arriba por la colina, junto a su casa. Pero aquella primavera, cuando llegó el dinero del otro lado de la montaña (me refiero al dinero que pagaban en Atenas por el bronce labrado que les habíamos enviado en otoño), y cuando Antígono hizo un pedido enorme de armaduras y cascos, Tireo quiso construir su propio cobertizo.

—Necesito un par de esclavos —me dijo—. Y tú también. Hacemos nosotros mismos la mayor parte del trabajo basto. Y necesitamos unos chicos, chicos libres que quieran llegar a herreros. Podríamos triplicar la producción.

Yo ya tenía a Estiges, que se había ido convirtiendo poco a poco en mi aprendiz. Pero me busqué a dos más, y Hermógenes buscó a otros dos para su padre; y, de pronto, mi fragua estuvo abarrotada.

Levantamos un cobertizo para Tireo, y en cuanto estuvo preparado vino Empédocles de Tebas y le bendijo el fuego. Hicimos un sacrificio, y Empédocles inició a todos nuestros muchachos nuevos, tanto a los esclavos como a los libres, porque al dios no le importan nada esas cosas.

—Ya sabes que vienen los medos, ¿eh? —me preguntó. Resultaba fácil olvidarse de que era tebano, pero a veces se acordaba uno.

—La noticia ha llegado hasta a la pequeña Platea —respondí.

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