—Asusta pensarlo —dijo Peneleo—. Así es como hacen la guerra los bandidos a los hombres honrados.
Hermógenes, que estaba comiendo carne de ciervo, soltó un eructo.
—Así se hace la guerra por ahí, en el mundo —dijo.
—Así es —dijo Cleón.
—Deberíamos organizar señales de alarma y un grupo escogido capaz de tomar las armas al momento y de salir contra los ladrones —dijo Idomeneo—. Mejor todavía, disponer cuatro o cinco señales de alarma, algo distintas entre sí, una para cada uno de los puntos cardinales del territorio que nos rodea, de modo que en cuanto oigamos la alarma sepamos hacia donde debemos correr.
Todos convenimos en que el cretense había tenido una buena idea, y en la primera reunión de la asamblea, después de las fiestas y de los concursos de Heracles, yo presenté la moción de establecer una milicia selecta y de construir las alarmas, y fue aprobada. De manera que los que participaban en mis cacerías de ciervos en la montaña se convirtieron en los
epilektoi
, los escogidos, de los plateos; y construimos las almenaras para dar la alarma y acordamos las señales después de la cosecha del trigo, que los viejos decían que era la más abundante desde hacía veinte años, y otros decían que era la más abundante que habían visto en su vida. En la fiesta de Hera todos hicimos sacrificios, de modo que el humo ascendía a los cielos sin cesar, y Hera nos sonrió. Los milesios llenaron sus casas y sus graneros nuevos, y vendieron sus excedentes en la Ática, al otro lado de las montañas, como hacíamos nosotros; y sus hijos subieron a la montaña conmigo, y algunos empezaron a comprarme piezas de armadura.
Cleón se las arregló de alguna manera para tener mala cosecha en un año de abundancia. Fui a visitarle con una carreta para recoger sus excedentes, y él solo me sacó diez médimnos de grano.
—¡En nombre de Plutón! —exclamé—. ¿Es que te has pasado los días durmiendo?
Cleón bajó la vista.
—No estoy hecho para ser campesino —dijo.
—¿Qué vas a comer este invierno? —le pregunté.
Hizo una mueca.
—¿De lo que me des tú? —preguntó con amargura en la voz.
A pesar del fracaso de Cleón, el año había sido bueno. Después de mi segunda labor de arado y antes del cambio de año, cuando los días empiezan a alargarse y las lluvias aflojan un poco, viajé a través de las montañas hasta la Ática, para conocer a mi futura esposa, una muchacha de catorce años llamada Euforia, cuyo padre era un hombre adinerado de la clase de los caballeros, que vivía en las colinas al norte de Atenas. Euforia había sido compañera de escuela de Leda en Corinto, y sabía leer, cantar y tejer, y cuando yo llegué… Bueno, esto merece contarse mejor. De manera que, quizá debiera explicaros cómo conocí a Euforia.
No tenía el pelo negro. Era rubia como el sol, y su cabellera era como una bandera que atraía la atención de los hombres. Los hombres se agolpaban alrededor de Euforia como los buitres en un campo de batalla, como los cuervos en un campo recién sembrado de cereal, como las gaviotas alrededor de una barca de pesca bien cargada; y puede que a ella le agradara merecer estas atenciones, pero aparentaba ser inmune a las flechas de Apolo, como lo son algunos hombres. Desde que supo andar la inundaban a regalos, y algunos hombres la llamaban Elena. Su padre era Aleito, cazador famoso, y su madre, Atlanta, había ganado todas las carreras pedestres femeninas de Grecia, y era ese personaje tan poco común, una mujer atleta. Euforia, a los catorce años, ya tenía cuerpo de mujer madura, con los pechos desarrollados y las caderas anchas… y tenía los cabellos de oro. ¿Lo había dicho ya?
Mi hermana me fue contando estos detalles, sentados ante la gran mesa campestre de la cocina principal de nuestra casa, al filo del invierno. La lumbre echaba humo, y el humo ascendía entre las vigas surcado por rayos de luz del sol que parecían los brazos de los dioses que se inclinan para tocar la tierra. Pero, con todo eso, el humo te hace toser igual.
Pen levantó la mano y pidió que le sirvieran más cerveza floja doblando un dedo. La vida de esposa de un aristócrata le sentaba bien. Su marido, Antígono, era un buen hombre. La adoraba, y a pesar de ello él y yo nos llevábamos bien, y varios amigos suyos que dormían en el
andrón
estaban dispuestos a acompañarnos hasta el otro lado de las montañas. Pen me dijo que me hacía falta contar con unos cuantos amigos aristócratas. Pero sólo de pensar con emparentarme por matrimonio con la aristocracia de Atenas se me revolvía el estómago; y la idea de casarme con una belleza célebre me quitaba el apetito.
—Tú eres un hombre famoso —me dijo mi hermana—. Debes casarte bien.
—Yo soy el broncista de Platea —dijo—. ¿Qué diría su padre si me presento con Tireo y con Hermógenes?
Pen me sacó la lengua.
—Si es tan bien educado como dice la gente, les dará la bienvenida, a ellos y a ti. Pero ¿por qué ibas a poner a prueba su paciencia? ¿Y por qué no tienes ningún amigo presentable? —dijo, elevando los ojos al cielo en gesto dirigido a la hermana de su marido, Leda, que sonrió con complicidad, y que hacía ojitos a todos los huéspedes masculinos sin distinción, a pesar de que estaba casada con un señorzuelo de Tebas.
—¿Milcíades? ¿Arístides? —propuse, riendo—. ¿Idomeneo, quizá? ¿Conoces a Cleón?
Mater
hizo una de sus apariciones poco frecuentes. Se dejó caer en un taburete, junto a Leda, y soltó su risa seca.
—Idomeneo está muy bien educado para ser un lobo —dijo. Nos miró sucesivamente a todos—. Si te llevas a Idomeneo, asegúrate de que no mata a nadie. Penélope, la maternidad te sienta mejor que me sentó nunca a mí —nos dedicó una sonrisa inspirada en parte por el vino y en parte por el afecto—. Estoy
encantada
de ver que mis dos hijos volvéis a la clase que abandonó vuestro padre —se volvió hacia mí—. Cleón no es un lobo, es un perro callejero. Más te valdría abatirlo… si no, acabará mordiéndote la mano.
Me fui directamente a la fragua y me puse a martillar un bloque de bronce. Lo martillé hasta reducirlo a plancha; es un trabajo para un esclavo, pero a mí me permitía dar golpes muy fuertes a algo, una y otra vez, hasta que me calmé y
mater
hubo vuelto a sus habitaciones y estuvo borracha y callada.
Pero a la mañana siguiente volvió a la carga.
—¿Por qué no pides a Milcíades que se reúna contigo? —me preguntó—. Puede hacerte de mentor. Es hombre acomodado, y tiene bonitos modales, lo recuerdo bien.
—Ha matado a más hombres que Idomeneo —le espeté.
—¿Por qué tienes que comportarte como una bestia, amor mío? —me preguntó
mater
poniéndome la mano en la cara, de manera que olí su aliento vinoso.
Armándome de valor, no le di más respuesta que volverme a la fragua, donde me puse de nuevo a reducir a chapa un bloque de bronce.
Mis huéspedes aristócratas toleraban de un modo inesperado mi afición a la fragua. Idomeneo se los llevaba de caza, y el tercer día de su visita me fui con ellos y levantamos un jabalí detrás de Eleutera, bajo una lluvia fuerte. Allí estaba Antígono, y Alceo, el hombre más destacado de los antiguos milesios, así como Teucro, que tenía una finca contigua a la mía, comprada de unos terrenos baldíos que había estado reservando Epícteto para sus hijos. Estaba también Idomeneo, claro está, y Áyax, y Estigio. Mis huéspedes eran Licón, hombre muy joven de piel pálida como la de una muchacha y pestañas más largas de lo que parecía adecuado, y Filipo, huésped y amigo de Antígono, procedente de Tracia.
Filipo era un cazador excelente, y de hecho Penélope había contado con él porque su habilidad podría impresionar al futuro suegro. Licón tenía un valor temerario, ese valor que tienes que exhibir cuando pareces una niña bonita y tienes la voz aguda. Aprecié a Licón desde el primer momento; no había rehuido lavar nuestros cuencos de madera ante el fuego de campamento, y ahora, al encontrarse ante un jabalí, se limitó a bajar la punta de la lanza y a dirigirse hacia él.
Licón estaba entre el jabalí y yo. Estábamos en un bosque poco espeso, en las alturas del Citerón. El terreno era irregular y pedregoso; ascendía en fuerte pendiente detrás del jabalí, y estaba cubierto de un manto espeso de hojas de roble que amortiguaban los sonidos y hacía traicioneros los movimientos. Hacía el frío suficiente para dejarte entumecida la mano de la lanza, y llovía.
Los perros se quedaron tan sorprendidos como nosotros. Habíamos estado siguiendo el rastro de un ciervo, de un ciervo al que había herido Filipo y que todos queríamos llevarnos a casa. El jabalí no entraba en nuestros planes de caza, pero ahora el más joven de nosotros se encontraba ante él, y no era un jabalí pequeño.
El animal bajó la cabeza y atacó. Teucro se subió de un salto a un tocón del árbol y disparó (sin apuntar, sin detenerse a pensar), y su pesada flecha de guerra dio al jabalí en el costado y lo desvió. Se detuvo en seco, y Teucro volvió a dispararle, y después Licón intentó clavarle la punta de la lanza; pero, como era inexperto, no sabía que a los jabalíes no se les clava nunca la lanza en la cara. La punta dio en la jeta de la bestia, que está llena de músculo y de cerdas, y le rebotó en los colmillos, y el animal se coló por debajo de la punta de la lanza, le alcanzó las piernas y lo derribó.
Teucro metió al jabalí una tercera flecha mientras el animal intentaba herir a Licón con los colmillos.
Filipo y yo llegamos al mismo tiempo. El jabalí retrocedió un paso, y yo le metí mi lanza hasta lo hondo del pecho por debajo de la barbilla, una lanzada por bajo tan buena como la mejor que hubiera dado yo en una batalla; y Filipo, que los dioses lo bendigan, dio un salto y clavó la lanza en vertical entre las paletillas del animal. Entonces se clavó también una nueva flecha; yo estaba tan cerca, que vi saltar el polvo de la piel de la bestia cuando impactó la flecha, a pesar de la lluvia, y llegaron también Antígono e Idomeneo y añadieron el peso de sus lanzas, y el jabalí murió.
Licón estaba tendido en tierra, inmóvil, y durante unos largos momentos creí que se le había roto su espalda delgada.
Tenía la pierna derecha herida desde la rodilla hasta la ingle; era una herida larga, pero afortunadamente poco profunda, que le había pasado a un dedo de sus partes. Y cuando se había acurrucado para protegerse, la jeta del jabalí le había roto la nariz, y el colmillo le había surcado la cara.
Alzó la vista hacia mí. Su cara era una máscara de sangre y de lágrimas.
—Lo siento —dijo—. La he jodido.
Nos reímos. A partir de entonces, Licón fue un hombre. La cicatriz en la cara era un regalo de los dioses. Sin ella, ningún hombre lo habría tomado en serio. Y, más adelante…
Bueno, ya os lo contaré a su debido tiempo.
Licón era hijo de un hombre importante de Corinto, magistrado y armador, y Pen lo apreciaba mucho, como todos nosotros. De modo que, como griegos que éramos, votamos que esperaríamos a que se le curara la pierna antes de ponernos en camino. Aquello significaba mantener a tres huéspedes aristócratas durante tres semanas, con la carga que ello representaba para mi despensa y para mi personal.
Aunque yo intenté verlo desde ese punto de vista, desde el punto de vista del campesino, la verdad era que eran hombres excelentes y que yo lo pasaba bien. Salimos a cazar algunos días, e Idomeneo y Áyax vinieron y se quedaron (por primera vez, debo añadir), y en el
andrón
había vino y conversación todas las noches.
En la segunda semana apareció Cleón. Ya había estado antes en la casa, y a Hermógenes le caía bien. De modo que entró en el patio y Estiges le trajo vino.
De pronto, oí voces airadas ante mi fragua. Salí entre las cortinas de piel y me encontré con Cleón, que tenía la cara roja, y con Filipo, que sujetaba a mi cuñado.
—¿Qué haces? —le pregunté.
—¿Para eso me has hecho venir a Platea? —me preguntó a su vez Cleón—. ¿Para que sea tu criado?
Licón, a pesar de su herida, se adelantó de un salto.
—Antígono no pretendía ofenderte —dijo el muchacho—. ¿Cómo íbamos a saber que eres un hombre libre?
La verdad era que Cleón tenía el aspecto de haber dormido con perros. Tenía muy sucio el quitón de lana, con manchas de vino por delante y en los bordes. Llevaba las sandalias sobre los pies desnudos, y no tenía clámide ni himatión. Sí que parecía un esclavo.
Antígono lo había tratado como tal, y Cleón le había dado un puñetazo.
Antígono era un caballero. Pidió disculpas, y reconoció que había cometido
hibris
.
Pero a Cleón le temblaban los labios, y salió por la puerta de mi casa.
—He venido… —dijo; y escupió—. No importa. No volveré.
Se alejó a buen paso colina abajo. Lo llamé por su nombre al principio, pero después lo dejé marchar. Hay un límite a lo que puedes hacer por un hombre.
Mater
estaba sorprendentemente sobria. Yo no soy corto de entendederas y sé por qué. Por una vez, Pen y yo estábamos viviendo como
mater
había querido, y ella se mantenía lo bastante sobria como para participar de aquella vida, aunque quizá hubiera sido más fiel a las tradiciones desagradables de los borrachos si hubiera conseguido estar borracha perdida para estropearnos aquellos días a todos. Lo más feo de todo esto es lo que tiene el borracho de autoaborrecimiento.
Pero no lo hizo así. Pen y ella cantaban con Leda, y las esclavas mejores se sumaban al canto, y trabajaba con el telar en el
andrón
mientras los hombres debatíamos.
Hablábamos principalmente de los persas. Antígono, Licón y Filipo se habían quedado impresionados al enterarse de que éramos veteranos de las guerras en el oriente.
Filipo consideraba al Gran Rey una fuerza benéfica, un gran aristócrata que convertiría al mundo en un lugar mejor; pero, por otra parte, le gustaba oír buenos relatos de aventuras en la guerra. La postura de Licón era la opuesta; su padre tenía barcos y no apreciaba a Persia.
Debatíamos si el Gran Rey vendría por Atenas, y cuándo. Idomeneo y yo insistíamos en que podríamos haber vencido en Lade, y Filipo mantenía que no era posible vencer al Gran Rey.
Bebíamos mucho vino. Pen se burlaba de nosotros desde su telar, y
mater
declaraba que ya iba siendo hora de que yo dejara de vagar por el mundo como Odiseo y me echara una esposa y unos cuantos hijos e hijas. Lo que yo no sabía era que
mater
había enviado un mensajero al otro lado de las montañas, a Atenas.