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Authors: Christian Cameron

Tags: #Novela histórica

Maratón (38 page)

BOOK: Maratón
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Llegué por mis propios medios a la casa de Frínico. Su pobre esposa se quedó aterrorizada al ver mi aspecto.

Frínico me acostó en su propia cama, ya que su vivienda era demasiado pequeña para tener lujos tales como habitaciones para invitados. Me quedé allí tendido intentando pensar alguna cortesía que decirles, hasta que por fin, mi
psyche
se desasió de mi cuerpo y me fui.

Al día siguiente, salí cojeando, escoltado por media docena de remeros. Dije a todos los míos que estuvieran ocultos, y yo mismo aparenté miedo y vergüenza cuando Cleito se me plantó delante en el Ágora.

—¿Has terminado de revolver? —me preguntó con una sonrisa—. No tienes buen aspecto, extranjero. Quizá debieras dejar de jugar con fuego y volverte a tu casa.

—Sí, señor —dije con un hilo de voz, exagerando mis lesiones.

En realidad, mis informadores me iban trayendo novedades cada hora. Todos mis planes y mis preparativos llevaban su tiempo, y yo había advertido a mi gente (los remeros, los informadores y algunos matones a sueldo) de que no quería ninguna violencia mientras yo no diera la orden. Y el dinero, tanto el de Milcíades como el mío, corría como la sangre en un combate naval.

A algunos de mis nuevos amigos no les gustaba que se les hiciera ocultarse. Hubo unas pocas defecciones; pero yo había hecho planes cuidadosos, y nadie sabía en qué consistían, a excepción de Cleón, de Paramanos y de Herc. Los informadores actuaban a ciegas (a cada uno se le encomendaba una tarea concreta); y dado el nivel de la recompensa ofrecida, yo esperaba resultados, y los obtenía.

Voy a hacer aquí una observación. A un hombre que ha sido libre toda la vida, esto le podría resultar muy trabajoso; pero el que ha sido esclavo sabe muy bien cómo y dónde conseguir información. Cómo y dónde comprar violencia. Y cómo planear una venganza. Recordad que el mundo de Atenas funcionaba a base de esclavos, y que a los esclavos, al que más y al que menos, no les gusta ser esclavos.

Una semana después de llegar a Atenas ya me había enterado de dónde estaba mi chica. Estaba trabajando en un burdel de esclavas próximo al Ágora. Estuve tentado de apoderarme de ella; pero así habría descubierto mi juego. Poco después de que mis informadores la localizaran, los dos mejores de ellos (unos tracios, antiguos esclavos, que llevaban una verdadera «agencia de información») me trajeron los nombres de los hombres a los que había contratado Cleito para que dieran palizas a Sófanes y a Temístocles. Les pagué una pequeña fortuna, y ellos se marcharon de la ciudad durante una temporada; adivinaban lo que tenía pensado. Hicieron bien. Otra informadora, una prostituta muy lista, localizó a mi atacante, al hombre más pequeño del callejón, contando sólo con mi descripción. Era hombre importante en los barrios de clase baja, propietario de una taberna y prestamista. Pagué bien a la mujer y también a ella la envié a Salamina. Mi intención de sacar a toda esa gente de la ciudad después de que hubieran servido para mis necesidades no era altruista del todo; no me fiaba de ninguno de ellos, y de este modo la prostituta no podría contrainformar a Cleito. Quizá estaba siendo injusto con ellos (muchos me ayudaban de buena gana con tal de dar un golpe a la opresión de los aristócratas); pero hablar no cuesta dinero, y ser soplón puede llegar a hacerse costumbre. De modo que los envié lejos, y el dinero de Milcíades pagaba y seguía pagando.

No conté mi plan a Arístides, ni a Milcíades, ni siquiera a Frínico, aunque este empezaba a entender, y Cleón también. Muchos atenienses son grandes hombres, y su ingenio es legendario. Nadie como un ateniense para defender un pleito ante los tribunales, ni para escribir una tragedia. Pero lo que no habían comprendido todos aquellos hombres ingeniosos como Arístides y como Milcíades era que los alcmeónidas no se ceñían a las reglas. Habían tomado el oro persa y lo empleaban para comprar al populacho (a ese mismo populacho que debería estar pidiendo su sangre azul) para que atacaran a hombres mejores que ellos.

Yo me había criado en Éfeso, donde los persas intimidaban a los ciudadanos y donde los ciudadanos recurrían a la fuerza para intimidarse unos a otros. Había sido esclavo. Sabía cómo funcionaba el mundo, como no podrían saberlo nunca ni los alcmeónidas ni el Justo.

Cuando estuve preparado, dije a Arístides que presentara mi pleito civil, y él convocó a Cleito ante el tribunal al día siguiente de la fiesta de Heracles en la Ática, lo cual me pareció buen presagio. El tribunal civil se reunió brevemente; sus miembros estaban impacientes por marcharse a sus banquetes y de vacaciones; muchos hombres se iban al campo durante la fiesta de Heracles, claro está, y algunos también para las fiestas de Dioniso. Un equipo de carpinteros de ribera montaban el teatro de un lado al otro del Ágora; consistía en un tablado de madera, detrás del cual se levantaba la gran construcción de madera llamada
skene
, y los bancos donde se sentaban los hombres más destacados. La rapidez con que lo montaban me dejó atónito: los trabajadores completaron la
skene
entre la apertura y el cierre del tribunal.

Se había informado bien al tribunal, y a Cleito lo tomaron por sorpresa. Enrojeció vivamente y gritó algunas tonterías. Se marcó una fecha, y Arístides explicó a los miembros presentes de la Boulé que habría que liberar de la cárcel a Milcíades para que actuara en mi defensa, ya que era mi
proxenos
.

Era la ley.

Cleito se dispuso a protestar, pero se lo pensó mejor. ¿Por qué no? Él tenía todas las tabas en la mano, y todos sus enemigos iban a estar juntos en un mismo lugar y en un mismo día, en la fiesta de Dioniso.

Yo estaba mirando, de pie junto al teatro desmontable, ordenando los pensamientos dentro de mi cabeza, suplicando a Zeus Soter que me permitiera cumplir mi juramento y castigar a aquel hombre; y el rey de los dioses escuchó mi oración. Vi que Cleito bajaba el puño y se apartaba sonriendo. Era hombre inteligente, como bien sabría yo más tarde, y sabía tan bien como yo que, reuniendo a todos sus adversarios, podría hacernos daño con más facilidad, por medio de sus esbirros o por medio de la ley. Después, como haciendo un gesto de magnanimidad, accedió a que se oyera mi caso en el Ágora el día después de la fiesta de Dionisio, solo cuatro días más tarde.

Yo confiaba en que la idea de que entonces todos seríamos vulnerables haría que mi adversario bajara la guardia. Porque lo que yo tenía pensado era asestar el golpe en la fiesta de Dionisio misma.

10

Ya por entonces, antes de que luchásemos contra los medos, el teatro de Atenas tenía fama y se hablaba mucho de él por todo el mundo griego. En teoría, yo no tenía derecho a asistir a las representaciones, por ser extranjero; pero en la práctica, cuando las representaciones se hacían todavía en el Ágora, todos acudían: esclavos y libres, ciudadanos, e incluso algunas mujeres que se sentían más liberadas, o prostitutas.

Las prostitutas atenienses no son como las pobres chicas tribales de este pueblo,
zugater
. ¿Te escandalizo, doncella ruborizada? Lo que quiero decir es que en Atenas, los prostitutos y prostitutas, tanto esclavas como libres, están protegidas por la ley en varios sentidos y gozan, de una manera extraña, de una cierta consideración. Algunas hasta son ciudadanas. En aquellos tiempos se paseaban abiertamente por el Ágora; hacían sacrificios (al menos, de bollos de cebada) en los altares públicos, y ejercían sus servicios a la comunidad detrás de la Estoa Real. Tampoco es que lo sepa yo por experiencia propia…

También es importante tener presente que las representaciones teatrales no se hacían por la noche, sino que duraban todo el día, y que las obras se representaban una tras otra sin dejar mucho tiempo entre cada representación, salvo el necesario para elevar oraciones y sacrificios en los altares públicos. No olvidéis que, en aquellos tiempos, el teatro seguía siendo una manifestación religiosa y símbolo de piedad cívica. Los hombres acudían con seriedad, como si fueran al templo. Cuando se introdujeron las obras satíricas, con el fin de celebrar la afición del dios a la diversión, la cosa fue distinta, aunque no dejaba de ser piadosa. El iniciado de Dioniso es piadoso aun vomitando, solíamos decir. Y cosas peores.

La noche anterior me alojé en casa de Arístides. Este tenía pensado hacer una visita a sus fincas antes de ir al Ágora, de modo que yo madrugué y me puse a andar por las calles vacías, acompañado de Estiges. Los dos íbamos bien armados, y yo llevaba vendados el brazo izquierdo y la pierna derecha, que me había cortado al saltar de azotea en azotea.

Cruzamos el Ágora, pasando por delante del teatro de madera, todavía vacío, y de los altares de los doce dioses, hasta llegar detrás de la Estoa Real. Allí, mientras los chicos y chicas atendían a una clientela animada contra la pared del viejo edificio, a pesar de la hora temprana, me reuní con Agios, con Paramanos y con Cleón.

—¿Preparados? —pregunté.

Todos asintieron. Cleón estaba sereno.

—¿Tienes a Frínico? —me preguntó.

—Lo tengo. Desde ahora, Estiges se pone a vigilarlo. Cerciórate de que no nos llevemos ninguna sorpresa durante la representación.

Nos dimos todos la mano, y ellos se marcharon colina abajo. Me quedé solo, viendo cómo se alejaban, rodeado de los ruidos apremiantes que hacían los hombres que echaban un polvo rápido o a los que les tocaban la flauta el día del festival; muchos creían que traía buena suerte mantener relaciones el día de la fiesta del dios del vino.

Después, ordené mis ideas y volví a casa de Arístides. Llegué a tiempo de comerme un mendrugo de pan en su cocina, con su mujer y dos de sus perros de cazar jabalíes, y después tomé prestado un caballo y le acompañé en su visita a sus fincas, con el dramaturgo Esquilo a mi izquierda y Sófanes a mi derecha. Arístides se burlaba de nosotros porque le hacíamos de niñeras. Yo, por mi parte, había llegado a aficionarme a su compañía como filósofo, y temía que al terminar aquel día hubiésemos dejado de ser amigos. Pero no tenía la menor intención de consentir que le atacaran cuando mi propio plan estaba tan cerca de cumplirse.

Acabábamos de inspeccionar unos graneros (Arístides, con toda la modestia que aparentaba, era hombre rico) y bajábamos a caballo por una carretera con altas lindes de piedra a cada lado, cuando vi que venía por delante, hacia nosotros, un grupo de hombres a pie; era una docena de hombres, y muchos llevaban garrotes.

—Atrás, mi señor —dije, haciendo volverse a mi caballo.

—Tonterías —dijo Arístides—. Ese es Temístocles. No es amigo mío, pero tampoco es un enemigo.

En esto se aprecia lo extranjero que yo era: Temístocles ya era por entonces uno de los mejores oradores de Atenas, pero yo no lo había visto nunca.

Temístocles era un miembro más de la pequeña aristocracia; pero, a base de hablar constantemente en público y de bastante estrategia política, se había convertido en cabeza del partido de la
demos
, es decir, el partido del pueblo, o de las clases bajas. En aquellos tiempos, todos los demás aristócratas consideraban a un hombre así una amenaza. El camino que conducía a la tiranía solía empezar por el control de las masas. Solo los votantes de clase baja podían formar turbas armadas lo bastante numerosas como para obligar a la clase media a aceptar una tiranía.

Creo que debo decir a estas alturas cómo creo que funcionaba Atenas por entonces. Está claro que nada de lo que voy a decir se parece en lo más mínimo a lo que había querido Solón para Atenas, ni siquiera a lo que querían los tiranos pisistrátidas. Esto no serán más que mis observaciones sobre lo que pasaba de verdad.

Allí estaba Atenas, la ciudad más rica de la Grecia continental. Esparta podía ser más poderosa que ella o podía no serlo, pero lo que estaba claro era que nadie en su sano juicio se compraría una pieza de alfarería espartana, ¿verdad? Esos pobres desgraciados ni siquiera fabrican sus propias armaduras.

Al parecer, todos los atenienses (o, al menos, todos los atenienses ricos y de buena familia) estaban enzarzados en una lucha por el poder. Un ateniense os lo contaría de otra manera y se pondría a hablar de la
areté
y del servicio al Estado. Hum. Escuchad, niños: la mayoría de ellos habrían vendido a sus madres con tal de hacerse tiranos.

Así pues, los que estaban enzarzados en esa gran competición tenían por delante tres posibles caminos que conducían al poder; aunque cada uno de estos caminos tenía sus revueltas y sus ramificaciones. Un hombre rico podía seguir el camino de la
areté
, gastando su dinero con prudencia en levantar monumentos en su ciudad y en Olimpia o en Delfos, compitiendo en los juegos y financiando tiros de caballos para las carreras de carros, pagando trirremes para el Estado, patrocinando festivales religiosos; todo ello dentro en un lento proceso de ascenso en la estimación pública. De este modo, y haciendo prosperar a los suyos con cargos públicos, un hombre podía ganarse un partido enorme que le permitiera saltar a la tiranía. Los pisistrátidas lo habían hecho así y habían llegado a tiranos. Y los alcmeónidas iban por el mismo camino; y Cleito, en concreto, era un ejemplo del camino de la
areté
.

Dicho esto, debo añadir que entre la vieja aristocracia existía una división profunda. Por una parte estaban los
eupatridae
, los bien nacidos, que descendían de dioses y de héroes, como los pisistrátidas y los filaidas, la familia de Milcíades. Por otra parte, estaban los hombres nuevos, las familias nuevas, que también eran aristócratas, pero cuyo ennoblecimiento en virtud de la riqueza y de la categoría política era «reciente». La primera de estas familias eral a de los temidos alcmeónidas, cuyo célebre antepasado Alcmeón había sido enriquecido en Lidia por Creso. Había otras familias de «hombres nuevos»; y si bien los hombres nuevos y las familias viejas actuaban unidos a veces, como aristócratas que eran, para proteger sus riquezas y sus privilegios, otras veces se llevaban a matar.

Por otra parte, un hombre como Temístocles podía seguir otro camino. Había nacido en situación acomodada, y su padre, Neocles, era considerado bastante rico; pero no era lo que se dice bien nacido, ni mucho menos. Sin embargo, a base de erigirse en héroe de las masas, en voz de los oprimidos, en mano de la justicia para las clases bajas, Temístocles manejaba el poder, casi no expresado hasta entonces, de los desposeídos y de los semidesposeídos, haciendo de ellos una fuerza poderosa que en un momento dado podía llegar a derrotar a la clase media y a la clase alta y exigir el poder para el orador elegido por ellos. Aunque los pisistrátidas eran unos aristócratas ricos, siempre habían contado con el amor de la
demos
, del pueblo. Y recordad que, por raro que parezca, en una tiranía bien llevada, los pobres eran los que gozaban de más poder.

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