Aquella última noche se vino a mi cama Melaina cuando yo estaba tendido mirando las vigas. No la eché, aunque hicimos el amor con más duelo que lujuria. Pero ella se marchó antes de que amaneciera, y a la mañana siguiente, en la playa, se comportó de nuevo como una buena hija, vertiendo una libación y lavando con vino el escudo de Harpago.
Después, mi quilla estuvo en el agua y yo dejé de pensar en ella, porque salíamos a navegar por un mar lleno de enemigos.
Corrimos hacia el norte huyendo de todo lo que veíamos hasta que entramos en el Bósforo.
Galípoli seguía libre. Tomamos tierra en la playa, y abracé a Milcíades.
Voy a abreviar en esta parte. Pasamos allí el invierno. En la primavera, Histieo, el hermano de Istes, el que le había dejado morir, vino a nosotros y nos pidió que lo siguiésemos para lanzar un ataque preventivo contra la costa de Fenicia, para demostrar que los griegos orientales no estaban vencidos. Aquella estrategia llegaba con un año de retraso.
—Me quedaré a defender el Quersoneso —dijo Milcíades—. Es mío. Pero no voy a perder a más hombres en Asia.
Histieo cayó prisionero en Frigia un mes más tarde cuando intentaba saquear alimentos para sus remeros. Datis lo condenó a muerte por traición y lo hizo ejecutar. Fue una muerte vil para un hombre que había encabezado la Revuelta Jónica. Debería haber muerto en las murallas con su hermano.
Menos de una semana más tarde, Datis inundó el Quersoneso de mercenarios escitas y tracios. Gastó diez veces más que Milcíades, y en el transcurso de una semana perdimos cuatro ciudades.
Pero ya lo habíamos esperado. El este estaba perdido. Cargamos nuestros barcos llevándonos a todos los hombres y mujeres griegos, los supervivientes de Mileto, de Metimna y de Teos, y a todos los hombres de Milcíades con sus mujeres. Llenamos diez trirremes y otras tantas naves atenienses cargueras de cereal, y nos marchamos por mar. Los escitas quemaron Galípoli después, pero nosotros la habíamos dejado vacía.
Datis desembarcó un ejército en Lesbos y barrió toda la isla con una cadena de hombres, buscando rebeldes. A los que atrapó los hizo crucificar, y se llevó a los mejores muchachos y a todas las muchachas solteras y las vendió como esclavas o las tomó para el harén. Después fue a Quíos e hizo lo mismo.
No había fuerza en el mundo capaz de detenerlo. Acosó a los eolios, vendiendo a sus hijas a los burdeles, y después acosó a los jonios y los humilló, isla tras isla, hasta que ya no quedó entre Sardes y Delos el suspiro de una muchacha ni el culto de Afrodita. Rompió el mundo de mi juventud. Lo destruyó. Yo me había hecho hombre en el mundo de Alceo y de Safo. Destruyó la escuela de Safo y vendió a las alumnas para satisfacer la lujuria de sus soldados.
Vosotros, niños, conocéis el mundo que creó Atenas y os parece bueno. Yo amo a Atenas; pero hubo en otros tiempos un mundo más hermoso, más luminoso, con poetas mejores y con costumbres más libres. Un mundo en el que los griegos y los persas podían ser amigos entre sí y amigos de los egipcios y de los lidios.
Datis mató ese mundo para quebrar el ánimo de los griegos y reducirlos a la servidumbre. En realidad, fue el saqueo de las islas lo que nos hizo ver a los griegos de lo que eran capaces los persas y lo que nos enseñó por qué tendríamos que luchar si no queríamos ser testigos de la muerte de nuestra cultura.
Artafernes se resistió a Datis, por supuesto. Pero Datis era sobrino del Gran Rey y había ganado la gran batalla, y a Artafernes lo consideraban blando con los griegos.
Datis saqueó las islas, y nosotros las dejamos y nos marchamos por mar. Llevé el
Cuervo Negro
a Corinto y desembarqué allí a los refugiados. Mientras Negro volvía a navegar en él como barco a sueldo de Atenas, yo me llevé a los refugiados hacia el norte, a Platea.
Con todo lo que yo quería a Idomeneo, la verdad es que era un canalla, y cuando se había arrojado por la borda todo aquel tesoro, nada de lo que se arrojó era de lo mío ni de lo suyo; de modo que todavía me quedaban riquezas, y las gasté aquel verano. Establecí a cuarenta familias en el valle del Asopo; y, cuando hube terminado, se me terminó también el dinero fruto de mis piraterías, perdido todo ello en rescatarlos de la pobreza, o eso esperaba yo.
Y entonces ya no fui más que un campesino más con una fragua, pues mi oro se había acabado.
Cuando estaba gastando el dinero como un marinero borracho, oí aquellos rumores… que era un asesino, que estaba maldito por Apolo. Todos los amigos de mi padre hablaron en mi favor, así como mis propios amigos: Hermógenes, y Epícteto el Joven, y Mirón y sus hijos; pero mis ausencias, mis riquezas y las murmuraciones constantes de los hijos de Simón, de Tebas, acabaron por surtir su efecto. Los hombres me daban de lado, de esas maneras mezquinas a las que recurren los hombres cuando tienen miedo. Y yo, para mi deshonra, respondí con arrogancia y dejé que se agrandara la distancia.
Fue un invierno oscuro con un único rayo de luz. Pues, cuando estaba estableciendo a mis milesios, conocí a Antígono de Tespias, el joven
basileus
de esa ciudad. Tomó a diez de mis familias y les otorgó la ciudadanía, y nos hicimos amigos en seguida; y, también en seguida, empezó a cortejar a mi hermana. Era hombre rico y podía haber elegido a cualquier doncella del valle del Asopo; pero cortejó a Pen, y en la primavera se casó con ella, y acudieron a aquella boda hombres que habían murmurado de mí, y mi vida mejoró gracias a ello.
Mi madre se mantuvo sobria hasta que se hubo marchado el sacerdote, y yo la besé, y ella lloró. Después, guardé todo mi atuendo de gala y me volví a la fragua, y ella volvió a beber, y los hombres volvieron a susurrar que todos los corvaxos tenían una maldición.
Aquel último año hubo otros combates. Pero la Revuelta Jónica había muerto con Istes, cuando este cayó gritando «Mileto».
Supongo que creíamos que la Guerra Larga había terminado. Y yo me había olvidado de mi muchacha esclava. Intentaba olvidarme de Briseida, y de Melaina. Intentaba olvidarme de todo aquello. No atendía a mi armadura ni a mi casco, y trabajaba copas y ollas de bronce.
Hasta que vino el arconte y me pidió que volviera a enseñar la danza pírrica.
Con la danza me punzaba y me ardía la pantorrilla y me dolían las caderas; pero todos admiraron mi espléndida cota de escamas persa y mi rico manto rojo, y Mirón vino a abrazarme.
—Tus nuevos ciudadanos nos han enriquecido en mil dáricos de oro —dijo.
—Y cincuenta escudos en la falange —dijo Hermógenes.
Los hombres de platea acudieron a mí y me estrechaban el brazo. «Nos alegramos de que hayas vuelto», decían; pero yo ya notaba el titubeo en sus manos y su tendencia a no mirarme a los ojos cuando hablaban. Un buen plateo no se marchaba sin más a combatir en guerras ajenas. Ni se presentaba con una bandada de extranjeros.
Pero yo era para ellos lo malo conocido. Y por entonces, gracias a la fama de palabras de mi papel en Lade, yo era famoso; tan famoso, que a mis vecinos les costaba trabajo aceptarme como a un hombre que bailaba, que sudaba y que tenía dificultades en el cultivo de sus vides. La fama te vuelve diferente; preguntádselo a cualquiera que haya ganado los laureles en Olimpia o en Nemea.
Ojalá no lleguéis a conocer ninguno de vosotros la derrota, ni la muerte de todos vuestros amigos. Idomeneo se quedó otra vez en la tumba del héroe; pero estaba loco como un perro rabioso. Negro estaba combatiendo contra Egina a favor de Atenas. Hermógenes era como otro hombre; un hombre bueno, pero agricultor y esposo. Todos los demás habían muerto. Hasta Arquílogos había muerto. Y yo no me atrevía a consentir a mi mente que pensara en Briseida. En cierto sentido, también la dejé estar muerta a ella.
Pero una de las verdades más tristes de los hombres es que ningún duelo es eterno.
Mi casco me estaba esperando donde lo había dejado yo, en una bolsa de cuero, sobre el gran banco de trabajo cuadrado que había construido
pater
. Yo tenía que moverme por el taller cojeando (la pantorrilla no se me curaba y, como he dicho, no volví a correr bien nunca más), y estaba enfadado constantemente. Hermógenes me obligó a trabajar, y Tireo encendió la fragua; y después de haber arreglado unos cuantos cacharros, mis manos fueron recordando su deber.
Creo que había pasado un mes después de la pírrica, y quizá tres desde la boda de Pen, cuando miré por fin el casco. Me sorprendí al ver qué casco tan bueno era, qué avanzado lo había dejado. Parecía que hubieran pasado diez años, o una vida entera. Allí estaba la abolladura que le había hecho al fallar el golpe cuando llegó el muchacho a traerme noticias de Idomeneo. Contuve las lágrimas. Después, le quité la abolladura a base de desabollar con cuidado y método, un trabajo que me pareció más relajante que monótono.
Cuando el capacete estuvo tan suave como los pechos de Briseida, di la vuelta al casco y miré los dibujos que le había grabado.
Antes de marcharme había empezado con los cuervos de las carrilleras. Yo ya no quería al señor Apolo. Pero los cuervos parecían apropiados. Si volvía a estar alguna vez en la falange, quería llevar cuervos.
En vez de ponerme a trabajar con el casco, tomé un trozo de metal viejo, lo aplané a martillazos y reproduje en él a los cuervos a modo de ensayo. Me equivoqué una docena de veces, pero fui trabajando con paciencia, recalentando la pieza. Tardé dos días en quedar satisfecho, y después volví con el casco y le puse los cuervos en las carrilleras en una tarde. Me sobró tiempo para ir a ayudar a mis esclavos y
entutorar
las vides. Después volví, revisé cuidadosamente mi trabajo y lo pulí mientras el sol se ponía tras las colinas de mi tierra. Rellené los cuervos de plomo por la parte interior y desabollé un poco más.
Tireo me observaba mientras él ponía asa nueva a un cubo viejo de bronce para el templo. Y después miró mi obra.
—Has crecido —dijo. Y después, con voz brusca, señaló la parte trasera del capacete—. Un poco basto allí.
Tomé el martillo.
Tin, tin.
Tin, tin.
Αίσχύλον Εύφορίωνος Αθηναῖον τόδε κεύθει
μνήμα καταφθίμενον πυροφόροιο Γέλας·
άλκήν δ' εύδόκιμον Μαραθώνιον ἄλσος ἄν εἴποι
καὶ βαθυχαιτήεις Μήδος έπιστάμενος
Yace bajo esta piedra Esquilo, hijo de Euforión, ateniense
que pereció en Gela, tierra de pan llevar
De sus nobles hazañas puede hablar el bosque de Maratón
y el persa de larga cabellera las conoce bien.
Epitafio en la estela del poeta Esquilo
Estábamos a finales de otoño, y las lluvias azotaban la finca, y mis esclavos se quedaban junto a la lumbre, haciendo cestos para guardar la cosecha del año siguiente. Yo estaba en la fragua, martillando el revestimiento de un
aspis
nuevo; necesitaba un escudo.
El mundo se movía. Yo lo notaba. Las últimas ciudades de Lesbos caían en manos de los persas; y, en Atenas, la
stasis
, el conflicto entre los aristócratas y la
demos
, se había agudizado tanto que ya se cometían asesinatos en las calles, o eso decían los hombres, y el oro persa corría como agua para comprar a los hombres mejores. Más cerca de nosotros, Tebas había empezado a agitarse pensando en apoderarse de nuestra ciudad, o al menos en reducir nuestras fronteras. Y una voz de su ágora llegaba claramente a la nuestra, la de Simón, hijo de Simón, que condenaba ruidosamente a nuestro arconte, Mirón, y pedía mi sangre. Estas noticias nos las traían los pequeños mercaderes.
Empédocles, el sacerdote, salió de Tebas con la última luz dorada del otoño, cuando la ladera del Citerón era un fulgor de hojas de roble rojas. Cuando hubo otorgado a mi fragua la bendición de Hefesto y hubo encendido de nuevo nuestros fuegos, después de que nosotros barriésemos el taller, ascendió a Tireo a la categoría de maestro, como se merecía. Después, miró mi casco, pasando el pulgar por las cejas y midiendo con unos compases los cuervos de las carrilleras.
—Esto es una obra maestra —dijo. Se lo entregó a Tireo, y Tireo se lo entregó a Bion—. Y, como tú eres el maestro de este taller, es justo que se te ascienda a ti también.
Creo que aquel día se me volvieron a encender los fuegos del corazón. Yo no lo había esperado, aunque volviendo la vista atrás recuerdo mil indicios de que mis amigos habían arreglado las cosas para que me ascendieran a maestro. Tireo sacó otras piezas, cosas que yo había olvidado, como un juego de fíbulas de bronce que había hecho yo para los invitados a la boda de mi hermana; y Empédocles se rio de alegría al verlas, y esa risa me atravesó como un rayo de un día de verano. Ya sabes que yo había sido durante algún tiempo el maestro de guerreros de toda Hellas; pero aquello no me había aportado nunca la alegría que me daba el construir cosas.
Ah, eso es mentira. Matar puede ser una alegría. O un simple trabajo, o algo peor.
Así pues, como habíamos sido ascendido dos, hicimos un sacrificio especial en el templo de Hera, donde mi hermana, que ya era matrona, acababa de ser ungida sacerdotisa. Estaba embarazada de dos meses, se le empezaba a notar, y oficiaba con la dignidad propia de su nueva categoría. Y como a Antígono de Tespias no le parecía mal tener de cuñado a un maestro herrero, acudió a mi sacrificio con un séquito de aristócratas, y Mirón llegó con los hombres mejores de Platea, y vi beberse en pocas horas el vino de toda una vendimia; pero yo lo di por vino bien gastado, porque el corazón volvía a latirme en el pecho.
Al día siguiente llevé diez ánforas más de vino colina arriba, hasta la tumba del héroe, y di un banquete menor en honor de Idomeneo y de sus hombres, así como de muchos de nuestros milesios. Bebimos y bailamos. Idomeneo había preparado una gran hoguera, con la leña de cinco árboles, y pasábamos de tener demasiado calor a demasiado frío, bebíamos el vino y cantábamos.
Ya estaba bien entrada la noche, y la hoguera ardía con altas llamaradas, y los jóvenes y las mujeres preparaban un gran montón con mi paja… para compartir mejor otros calores.
Yo tenía veintisiete años y no me había sentido nunca tan viejo. Pero estaba contento y sentía un cansancio agradable después de haber bailado; era la primera vez que bailaba bien desde que había sufrido la herida de la pierna. Era maestro herrero, y los hombres acudían a mi fragua a hablar de los asuntos de la ciudad. Podría haberme sentido satisfecho.