Su flecha se me clavó en el escudo, y un dedo de la punta asomó por mi lado, justo por encima de mi muñeca, donde mi mano entraba en el
antilabe
.
—¡Formación cerrada! —grité; y sentí miedo…
Estaba atontado del susto. Tuve la presencia de ánimo justa para echarme sobre la cara el casco, que tenía levantado sobre la coronilla. Todos los hombres se agolparon en el centro de la primera fila, mientras los escudos se solapaban.
¿De dónde habían salido?
Maldije mi error al no haber mandado formar antes; me pregunté cómo le iría al resto de la columna, y estuve a punto de cagarme de miedo. Aquellos no eran lidios con lanzas. Eran nobles persas, bien comandados, con disciplina y con arcos de puntería mortal, y mis hombres no estaban preparados.
La primera granizada de flechas nos dio en los escudos. Un hombre gritó al clavársele una flecha en la rodilla, por encima de la greba; su grito podría haber sido el mío.
Nos pasaron por delante, tan cerca que podíamos ver las marcas de sus caballos y los bordados de sus pantalones bárbaros, y sentir cómo temblaba la tierra azotada por cuatrocientos cascos.
La tormenta de flechas siguiente rompió sobre nosotros como una gran ola que rompe sobre una playa. Sentí que el escudo se me levantaba, se movía, se bamboleaba como si me hubiera estado cayendo encima una granizada, y algo me rozó el casco con un chirrido y yo parpadeé para aguantar el dolor. Yo solo veía a través de las aberturas de mi casco corintio, y el sudor me caía a raudales por el cuerpo. Pero vi entonces lo sucedido: el comandante persa nos había tendido una emboscada desde detrás del olivar, y yo tenía suerte de haberme detenido a formar a mis hombres; de lo contrario, todos estaríamos muertos ya. Suerte.
Tique
. Y él había cometido dos errores. Se había lanzado al ataque un poco pronto, antes de que mi flanco izquierdo hubiera salido al campo, lejos de la pared rocosa que sus caballos no querían cruzar. Y nos atacó a nosotros, a los hombres en formación, cuando podía haber caído como un martillo de fragua sobre mis hombres que estaban sin formar en el camino.
De este modo, habíamos quedado atrapados contra el borde del prado, con un montón de escombros de un granero viejo por un flanco y con el camino lleno de esclavos y de atenienses por el otro; pero nos habíamos mantenido firmes. Así dicho, parece fácil. Probad a hacedlo vosotros.
Descubrió su tercer error mientras sus primeras flechas seguían tableteando contra nosotros y mis hombres caían; aunque yo me sorprendí tanto como debió de sorprenderse él.
Nosotros teníamos arqueros entre nuestras filas.
Mientras los persas pasaban velozmente ante nosotros. Teucro y sus arqueros surgieron de entre nuestras filas, o se arrodillaron por debajo de los bordes de nuestros escudos, y dispararon. De hecho, Teucro estaba apoyando su peso contra mis caderas mientras disparaba flecha tras flecha. Él no tenía caballo entre las piernas ni tenía que sujetar unas riendas, y llevaba el carcaj colgado cómodamente bajo el brazo izquierdo, donde yo llevo la espada en combate, y tendía el arco y disparaba, tendía y disparaba, tres flechas por cada una que disparaba cada persa, y las suyas iban guiadas por la mano de Apolo.
Cuando un hombre de la falange recibe un flechazo, grita y cae, y al caer su armadura produce un estrépito metálico lúgubre; pero sus compañeros ocupan su lugar, esté vivo o esté muerto. Para cubrir el hueco es solo cuestión de dar un paso al frente.
Cuando el flechazo lo recibe un jinete, o, mejor todavía, cuando el flechazo lo recibe un caballo, puede ser un desastre para una docena más de hombres. Un caballo puede caer sobre otro; y unas pocas bajas, por mala suerte o por la voluntad del dios de la guerra, pueden detener toda una carga, o pueden hacer que los animales fluyan alrededor del objetivo como cuando los niños desvían el curso de un arroyo un día de verano.
Nosotros teníamos formados menos de trescientos hombres, pero todos los arqueros de Teucro, unos treinta hombres, estaban en nuestras filas, además de algunas jabalinas, y abatieron al menos a un persa por cada uno de los nuestros que cayó. Sospecho que, hombre por hombre, los persas eran mejores arqueros; pero el mejor arquero, a caballo, tirando contra hombres con armadura y protegidos por escudos grandes, perderá contra el arquero peor que tiene los pies bien plantados en el suelo y que apunta al blanco enorme de un hombre a caballo.
Y Teucro era el mejor arquero que he conocido nunca. Estaba a salvo bajo el borde de mi escudo, y sus flechas no fallaban. Sembró la confusión entre sus filas, que se disgregaron y huyeron, y su oficial de barba roja quedó tendido, teñido de más rojo, con una de las flechas de Teucro, de plumas negras, clavada en la garganta.
Nosotros, los infantes armados de lanzas, no hicimos más papel que quedarnos firmes sin huir y servir de muralla viviente de madera y bronce para los arqueros de Teucro. Aquel día no ensangrentamos nuestras lanzas. Fueron los arqueros los que nos ganaron aquel encuentro, y con ello adquirieron más reputación entre nosotros.
El comandante persa había visto cómo su mejor caballería se disgregaba a nuestro alrededor, dejando a una docena de sus nobles tendidos boca abajo en el prado, y reunió al resto de su caballería y se marchó, considerando sin duda, como profesional que era, que el terreno no le era favorable y que no tenía por qué correr riesgos.
Se equivocaba. Las batallas son algo más que calcular las posibilidades y las ventajas y que observar el alcance de las armas enemigas.
Los atenienses y los plateos eran griegos, hombres de la falange, donde los combates no se deciden por la lucha con las lanzas sino por la voluntad de las masas. A todos los plateos, y también a todos los atenienses que llegaron tarde al combate, les pareció que nosotros éramos los mejores y que los persas habían tenido miedo. No es cierto, claro está; pero son tonterías como estas las que ganan la victoria.
Vimos alejarse su nube de polvo, y algunos necios gritaron que los siguiésemos; pero los persas querían que saliésemos a campo abierto, y nosotros estábamos bien entre los olivares y los riscos bajos, donde no podían rodearnos los flancos fácilmente a caballo. Los dejamos marchar.
Media hora más tarde, Milcíades pasó a través de mi posición. Yo opté por quedarme formado y vigilar a los persas, temiendo que cayeran sobre el resto de la columna; o, al menos, eso fue lo que decidí en el momento. Milcíades subió la colina y sacó a los eubeos. Seré sincero: yo estaba alterado. Pensaba que Teucro y sus arqueros acababan de salvarme tras una serie de errores estúpidos por mi parte. El mando es distinto. No es lo mismo que militar en la primera fila. Yo había estado atendiendo a lo que no debía, cuando no debía, y sabía lo cerca que había estado todo mi contingente, todos los plateos, de morir a manos de un centenar de persas.
Los eubeos rescatados estaban bastante mal. No tenían arqueros; en aquellos tiempos pocos griegos los tenían, salvo en las ciudades más chapadas a la antigua como era Platea, y aun nosotros no habríamos tenido ni la mitad si no hubiera sido por los milesios; y la caballería persa había podido acercárseles todos los días, siempre que querían. Algunos eubeos tuvieron ánimo para maltratar los cadáveres de los persas muertos cuando bajaron (uno de ellos me dijo que era lo más que se había aproximado a herir a un persa desde el primer día), pero los demás se limitaron a bajar por las rocas empinadas de su colina, tambaleándose, y a pedirnos agua con voz como el croar de las ranas, pues estaban muertos de sed y cansados y habían perdido ya la esperanza.
Después, todos dimos media vuelta y nos dirigimos de nuevo hacia nuestro campamento. Y la caballería persa se alejó. Yo había tenido tres muertos, todos ellos
epilektoi
jóvenes de la primera fila. Licón había recibido un flechazo en la greba; no la había atravesado, pero el dolor lo dejó incapaz de andar durante un día. Mis heridos habían sufrido principalmente brechas en la cabeza y en el cuello; a veces, las flechas caían en lo más hondo de la falange e iban rebotando de cabeza en cabeza entre los hombres que no tenían casco. Había que transportar a dos hombres que tenían flechas clavadas en los muslos, un trabajo agobiante e ingrato.
En cuanto nuestros exploradores nos comunicaron que la caballería persa se había marchado, la mayoría de los hombres se quitaron de encima la armadura y se la entregaron a los esclavos para que se la llevaran; pero yo no consentí a mis
epilektoi
que anduvieran sin la suyas; me había alterado mucho la velocidad con que había aparecido la caballería persa de detrás del olivar. En esta ocasión no refunfuñó nadie. Pero el camino de vuelta al campamento se nos hizo largo, volviendo la vista a nuestras espaldas constantemente y agradeciendo todas las colinas, todos los arroyos, todos los campos pedregosos que nos cubrían.
Grecia es un país traicionero para los caballos. Demos gracias a los dioses.
Puede que el rescate de los eubeos tuviera mucha
areté
, y puede que agradara a los dioses, pero nos resultó muy costoso en varios sentidos, y sus consecuencias fueron desastrosas.
En primer lugar, los eubeos estaban agotados. De los casi dos mil hombres que bajaron de aquella colina, menos de doscientos se quedaron con el ejército. Los demás se volvieron a sus casas. Este es otro aspecto del carácter griego que debo explicar. Hasta los eubeo-atenienses tenían la impresión de que ya habían cumplido su deber con creces. Habían sobrevivido tras enfrentarse a semanas enteras de peligro, y se volvieron a Atenas o a sus fincas sin pedir permiso a nadie y sin que nadie les dijera otra cosa. Los eubeos propiamente dichos, que eran un centenar, se quedaron, principalmente porque su ciudad había caído y sus mujeres habían sido reducidas a la esclavitud y ellos no tenían más motivos para vivir. Eran un grupo muy callado.
En segundo lugar, los eubeos consideraban que los persas eran invencibles. No era culpa suya; cuando unos hombres han pasado varias semanas perseguidos y acosados, golpeados una y otra vez, magnifican el peligro y el poderío del enemigo para preservar el sentido de su propia valía. Yo, que soy un veterano en las guerras, lo he visto muchas veces. Cuando, sentados en nuestro campamento, contaban su historia a un público numeroso de atenienses (muchos de los cuales habían estado en contra de esta guerra desde el primer momento), esparcían un miedo que se hacía tangible. No era su intención, pero lo hacían. Al día siguiente de haberlos rescatado, nuestro ejército estaba al borde de la desintegración.
En tercer lugar, se había enviado a la caballería persa a acosar a los eubeos. Datis, como habría hecho todo buen comandante, había enviado a sus mejores tropas para evitar que los eubeos conectasen con nosotros. Ahora que los habíamos «recuperado», la caballería persa (a decir verdad, eran sakas en su mayoría) ya no tenía esa distracción.
La mañana siguiente al día en que «rescatamos» a los eubeos, me peiné sentado en una roca en la cumbre del recinto de Heracles. Cuando me hube peinado el pelo, Gelón me hizo rápidamente dos gruesas trenzas que me enroscó después sobre la coronilla para que me amortiguaran el casco. Lo hizo mejor que me lo había hecho nunca ningún otro criado ni hipaspista, más apretado y más rápido que ninguno. Recuerdo que acabábamos de ver un cuervo en la parte izquierda del cielo, mal augurio, y que nos preguntábamos en voz alta por qué los dioses se molestaban siquiera en enviarnos un mal augurio.
Al pie de la colina, un grupo numeroso de atenienses (principalmente de hombres pobres sin armadura) estaban cortando matas para hacerse camas. Estaban en un campo alargado, al final del cual había un rodal de brozas y helechos, y unos veinte hombres estaban cortando las brozas y recogiendo sacos de helechos. Cantaban mientras trabajaban, y recuerdo que yo los oía con satisfacción, incluso con alegría.
Los sakas cayeron sobre ellos como cae del cielo el Águila de Zeus sobre un conejo. Venían a caballo, y saltaron los muros de piedra que había a ambos extremos del campo, cortando a los hombres la retirada hacia el campamento con tanta facilidad como si hubieran sido niños a los que hubieran pillado robando manzanas en un huerto. Uno más valiente intentó huir, y tres enemigos lo persiguieron y lo alcanzaron entre risas. Los teníamos tan cerca que los veíamos reír. El jefe descolgó una cuerda de su carcaj, la hizo girar sobre su cabeza como si fuera un malabarista y la arrojó limpiamente sobre el corredor. Después, hizo volver su caballo y arrastró por el suelo pedregoso al hombre, que gritaba.
Teucro, que estaba a mi lado, empuñó el arco. Era un tiro largo, hasta para mi maestro arquero, pero tensó el arco hasta que las plumas de la flecha le llegaron a la boca y lo soltó, y pareció como si la flecha se hubiera quedado en el aire durante una eternidad, volando y cayendo. El saka corría en paralelo a nuestra colina, y no vio la flecha y fue a darse con ella como si la hubiera guiado Apolo. Cayó de su caballo y soltó un grito.
Tuve la esperanza de que el hombre sujeto por la cuerda se levantara y echara a correr. Pero no se movió. Creo que ya estaba muerto.
Los otros sakas soltaron un grito agudo, y se volvieron como un solo hombre hacia los griegos que habían apresado y los pasaron a cuchillo. Los mataron a todos; veinte hombres perdidos en el tiempo de unos pocos latidos del corazón. Arrancaron piel de la cabeza y de la espalda de sus víctimas, como se hace cuando se desuella un conejo, y pasaron galopando ante nosotros, blandiendo sus horrendos trofeos y lanzando sus gritos de guerra agudos. Después, se alejaron.
Un día más tarde, a nuestros criados les daba miedo hasta bajar al arroyo por agua.
Las reuniones de los estrategos también eran desmoralizadoras. Nos reuníamos todas las mañanas y todas las noches, y algunos días más veces. Si se ponían a hablar dos estrategos y un tercero los veía, se sumaba a la conversación, y en cuestión de nada ya estábamos juntos los once.
Al parecer, les encantaba hablar, y debatían las cuestiones más triviales con la misma seriedad con que debatían (interminablemente) las opciones estratégicas de la campaña. ¿La leña? Merecía debatirse una hora. ¿Un cuerpo común de centinelas? Merecía debatirse una hora. ¿Un nuevo tipo de sandalia para luchar? Una hora.
Al cuarto día yo estaba al borde de los gritos. Porque lo que teníamos que debatir era la guerra. Los persas. El enemigo. Pero, como el proverbial cadáver en el simposio, parecía que nunca debatíamos plenamente las posibilidades. Yo había llegado a la conclusión de que al polemarca le gustaba toda esa charla porque cada día de charla le servía para sentirse útil, al tiempo que retrasaba un día más el momento de la decisión.