Arístides estalló al cuarto día.
—¡Si se pudiera destruir a los medos a base de hablar, venceríamos sin duda alguna! —gritó de improviso, y su voz de orador se extendió por la cumbre del campamento, y todos los estrategos quedaron en silencio. Por los dioses, quedó en silencio la mitad del campamento.
El polemarca le miró con enfado.
—No te toca hablar a ti —le dijo.
Arístides, el Justo, se mantuvo firme.
—Todo esto no es más que cháchara —dijo—. Si nadie más está dispuesto a decirlo, lo diré yo. Los persas están disgregando nuestro ejército. Hay disensiones y hay miedo. Estamos igualados en cuanto a número, o puede que ellos tengan unos pocos hombres más. Debemos atacarlos y derrotarlos antes de que nuestros hombres se vuelvan a sus casas como hicieron los eubeos.
Cleito, el aliado más inesperado, estuvo de acuerdo.
—Debemos hacer algo con su caballería —dijo—. Nuestros hombres temen a sus caballos más que a nada.
—¿Por qué no nos volvemos a Atenas sin más y les mostramos lo fuertes que son nuestros muros? —preguntó Leonto. Era el estratego que se oponía a la guerra más abiertamente; un hombre apuesto que tenía fama de estar al servicio de los alcmeónidas—. Os oigo hablar tanto de que debemos librar batalla, y de cómo. ¿Es que estáis tontos? —Sonrió—. Datis tiene algunos miles de hombres más que nosotros, y una caballería que nosotros no podemos soñar con igualar. Si recogemos nuestras cosas y nos marchamos por la noche, él quemará unos cuantos olivares y se volverá a su casa. No tiene tiempo de asediar Atenas.
Recorrió con la vista a los reunidos. Muchos estrategos estaban de acuerdo con él. Debo reconocer que no le faltaba algo de razón… y que yo lo aborrecía políticamente.
—Milcíades nos ha hecho venir aquí para salvar a los eubeos —siguió diciendo—. Y ¡mirad lo que hemos salvado! A unos cuantos hombres derrotados. La asamblea nunca pretendió que luchásemos contra Persia. Vamos a reunir al ejército y someterlo a voto. Yo apuesto oro contra plata a que votan que nos volvamos a casa y defendamos las murallas. Y ¿quién podría culparles?
Pero los hombres arrogantes suelen cometer el error de ir demasiado lejos. Lo sé porque yo mismo lo he cometido algunas veces. Debió haberse callado al llegar a este punto, pero siguió hablando.
—¿Creéis que tenéis un ejército? No tenemos nada. Aquí no hay caballeros suficientes para luchar contra uno solo de los regimientos enemigos, y el resto de estos hombres son morralla, bocas inútiles. Los plateos desaparecerán a las primeras hostilidades… patanes, una jugada política de Milcíades para que el resto de vosotros, tontos crédulos, os llevaseis la impresión de que contamos con aliados. Los hombres mejores de Eubea no fueron capaces de detener a los medos durante diez días. Y sus propias clases más bajas vendieron la ciudad al enemigo.
Leonto podría haberse salido con la suya si se hubiera callado antes de ofender a todos y a cada uno de los presentes.
Arístides me dirigió una levísima sonrisa y me hizo un gesto con la cabeza. Me estaba animando a que hablara. De hecho, me estaba azuzando.
—¿Es que estás comprado y pagado? —le pregunté.
Leonto se volvió bruscamente hacia mí con la cara enrojecida.
—Mientes —añadí. Aunque no estaba enfadado, puse una buena cara de enfado. Sabía lo que convenía hacer políticamente. Si humillaba a Leonto, inmediatamente y en público, sus propuestas se marchitarían y morirían sin llegar a madurar—. Mis hombres se mantuvieron firmes ante la caballería persa. Cuando dices que huiremos, mientes. Pero, como estás comprado por los persas, te pagan para que digas cosas como esa.
Caminé hacia él… el mortífero Arímnestos, el matador de hombres.
En realidad, Leonto no era cobarde.
—Esto es una locura —dijo—. No digo más que lo que…
—¿Cuánto oro te han pagado los medos? —rugí yo.
Vaciló. Solo había vacilado ante mi rugido, pero los hombres reunidos en el corro consideraron que parecía culpable, y corrió un murmullo.
—¡Nos van a masacrar! —gritó; y se retiró de la asamblea haciendo ondear su manto.
Aquello fue bueno para la moral, os lo puedo asegurar.
Al día siguiente, que fue el quinto desde el desembarco de los persas, por la mañana, mandé a mis criados que bajaran al arroyo a coger agua, mientras todos los hombres de Teucro estaban ocultos en el terreno irregular al pie de la colina.
Pero no en vano los sakas habían sido los ojos y los oídos del Imperio persa. Llegaron una docena de jinetes, vieron a los criados plateos en el arroyo y se marcharon. Aquello les olía mal.
La guerra es así.
En el otro extremo de la línea, Milcíades probó una jugada semejante, enviando a un grupo de forrajeros a los campos más alejados, próximos a la playa, para que recogieran heno y segaran las mieses en los campos, tendiendo al mismo tiempo una emboscada con sus soldados veteranos; pero la caballería meda vio aquello y se alejó.
En el centro, envalentonados por nuestro éxito, los hombres de ciudad de dos tribus bajaron por la colina provistos de hoces para recoger trigo. La mayoría de los hombres se habían comido ya todos los víveres que habían traído, y no nos llegaban provisiones por miedo a la caballería persa.
Los sakas cayeron sobre ellos a la vista de todo el ejército, mataron o hirieron a cincuenta y se llevaron a otros veinte para hacerlos esclavos. Cincuenta hombres representaban una pérdida considerable para una tribu ateniense de mil.
En la reunión siguiente, Milcíades habló por fin. Muchos hombres no lo apreciaban y temían sus pretensiones; él apenas disimulaba sus intenciones de erigirse en tirano. En general, prestaba el mejor servicio a la causa de la guerra diciendo poca cosa. Pero aquella noche ya estaba harto.
—La guerra no es un juego de niños —dijo con acidez. Con aquello se atrajo la atención de los oyentes, desde luego—. Demóstocles, tus hombres bajaron de la colina como necios.
—¡Nosotros no hicimos más que lo que habíais hecho vosotros! —gritó Demóstocles.
Arístides sacudió la cabeza.
—Se ve que no tienes idea, ¿no es así? No lo entiendes, porque no has hecho la guerra nunca. —Se cruzó de brazos—. Esta no es una batalla de un día contra Egina. Esta no es una guerra de griegos contra griegos. Los plateos, y los hombres de Milcíades, habían tendido emboscadas y tenían refuerzos a mano. A esto lo llamamos «cubrir» a nuestros forrajeros. Y los sakas, y los medos, y los persas… ellos también han hecho la guerra. Vieron pequeños detalles (un arbusto quebrado, una hilera de huellas entre la hierba alta) y comprendieron que los hombres estaban cubiertos. Y por eso los dejaron. Pero vosotros, en el centro, no tomasteis precauciones…
—¡Leonto tiene razón! —dijo Demóstocles—. Son mejores que nosotros, y nos matarán a todos. ¡A mí no me da miedo tu matón plateo, Milcíades! ¡A mí nadie puede acusarme de haber aceptado oro persa! Ellos dominan mejor que nosotros esta manera rastrera de hacer la guerra. Exijo que se someta a votación, ahora mismo, la moción de volvernos a la ciudad.
Arístides habló con voz tranquila y fuerte.
—Tienes miedo. Y, como un escolar al que han pillado en una mentira, no quieres reconocer que has cometido un error. Así que, ¿es mejor que abandonemos la campaña y que nos retiremos a la ciudad, en vez de hacer frente a los medos, eh? ¿O es que prefieres abandonar la campaña a reconocer que tienes que pedirnos a los demás que te enseñemos a hacer la guerra?
—A votar —exigió Demóstocles—. Y a ti, que te jodan, mojigato grandilocuente. Yo mataba hombres con mi lanza cuando tú todavía te cagabas en los pañales.
—Lástima —dije yo—. Si hubieras aprendido algo de la guerra, serías mejor estratego. —Alcé la mano para hacerle callar—. Escucha; no pretendo despreciarte. Cuando fuimos a rescatar a los eubeos, yo mismo estuve a punto de perder a toda mi falange. ¿Por qué? Porque no tenía idea de la rapidez con que se me podía echar encima la caballería. Todavía nos llevaban los escudos los sirvientes… por Ares, aquello podría haber sido un desastre. —Me encogí de hombros—. Y llevo haciendo la guerra desde los diecisiete años. Combatir a los persas es algo distinto de cualquier otro tipo de guerra. Tenemos que encajar los golpes y aprender de los errores, como hace un buen luchador de
pankration
cuando combate contra un hombre más grande. ¿No?
Siempre resultaba satisfactorio decir una cosa razonable y que los hombres como Arístides me miraran de esa manera, de esa manera que daba a entender que en términos generales me consideraban un bruto irresponsable.
Demóstenes parecía atónito de ver que yo había reconocido un fracaso. Aquello lo dejó sin aliento y sin habla. Las confesiones y las disculpas pueden surtir estos efectos.
—Tenemos que establecer una estrategia concertada para forrajear —dije—. No puede ir cada
taxis
por su cuenta. Y creo que debemos disputarles la llanura, aunque nos cueste. Tenemos que bajar allí y mostrarles, de hombre a hombre, quién es el amo de esos campos. Si dejamos que su caballería cabalgue por donde les venga en gana, acabarán por derrotarnos. O eso me parece a mí.
El polemarca se me quedó mirando largo rato, como si me hubiera tenido por tonto hasta ese momento. Puede que fuera así. Al fin y al cabo, yo era Arímnestos el matador de hombres, no era Arímnestos el táctico.
Milcíades se adelantó de nuevo.
—Tengo un plan —dijo—. Creo que debemos atacar a su caballería y dejarla fuera de combate para el resto de la guerra.
Se alzaron entonces muchas voces, y no todas eran de estrategos. El problema que tenemos los griegos es que a todos nos gusta hablar, y a las reuniones de estrategos acudían todos los hombres más conocidos, fueran estrategos o no, tuvieran mando o no. Temístocles era estratego, pero Sófanes, que no lo era, asistía igual. Cimón, el hijo mayor de Milcíades, no tenía mando, pero siempre estaba allí, y parecía que hablaba con más libertad que su propio padre. Así que, en vez de once hombres, éramos casi un centenar.
Aquellas voces obligaron a Milcíades a callar. Leonto empezó a pedir que se sometiera a voto la moción de regresar a Atenas. La gran mayoría del centenar de hombres que estábamos allí, junto al altar, estaban de parte de Leonto. Lo que yo no podía saber era cuántos de los estrategos estarían también con Leonto y con Demóstocles.
Pero las voces más ruidosas eran las que pedían la votación.
Calímaco se adelantó e hizo sonar el cuerno que llevaba colgado de la cintura, y los atenienses bajaron la voz.
—Votaremos la moción de volver a la ciudad —dijo.
Alboroto general.
—Votaremos mañana por la mañana —dijo—. Se levanta la reunión.
Cuando Calímaco se dirigía a su tienda, Milcíades le siguió. Otra docena de hombres pretendieron seguirles también, y Arístides y yo procuramos detenerlos forzándolos a que nos hicieran frente para debatir con nosotros toda la cuestión. Los entretuvimos así varios minutos, y Milcíades se marchó.
En un momento dado mis ojos se cruzaron con los de Arístides. Me hizo un leve gesto con la cabeza.
Él creía que estábamos perdidos.
Yo también.
Me volví directamente a mi campamento, busqué a mi cuñado y a Idomeneo y me los llevé a nuestro bosquecillo de cipreses.
—Si el ejército se disgrega, deberemos trazar un plan para nuestra propia retirada —dije.
—¡Por la polla de Ares! —dijo Idomeneo—. Debes de estar de broma, señor. ¿O va a pasar de nuevo lo de Lade?
Sacudí la cabeza.
—Arístides cree que mañana por la mañana votarán volverse a Atenas y que se producirán deserciones inmediatas. Lo pinta muy negro, muchachos —dije, y me encogí de hombros—. Estamos lejos de casa. Y si hay un traidor…
Idomeneo sacudió la cabeza.
—Estamos bien —dijo—. Proteger a los arqueros, dirigirse a las colinas y hacer todo el viaje de vuelta a casa por terreno alto. Podríamos tardar un tiempo, pero sobreviviremos.
—¿Y qué comeremos y beberemos? —pregunté yo. Su estrategia era la que me gustaba a mí también; pero estaba erizada de peligros.
—Robaremos lo que podamos… cazaremos cuando podamos —dijo Idomeneo, sacudiendo la cabeza—. Será malo, señor, no cabe duda. Pero los muchachos lo conseguirán.
Antígono miró la
bema
de los oradores en el centro del campamento.
—Si lo que dices es cierto, mañana por la mañana nos habremos marchado —dijo.
—Entonces, la gente dirá que desertamos —dije yo.
Antígono se encogió de hombros.
—¿Y nos importará? Si estos desgraciados corren hacia Atenas, los persas se los comerán, y alguien venderá a la ciudad, como vendieron a Eubea. Y a los jonios.
—Y no será un
thetes
—añadió Idomeneo—. Oí a ese canalla en vuestra pequeña reunión, señor. Fue un aristócrata quien traicionó a Calcis.
—Yo también lo he oído decir —asentí yo—. Pero eso no importa. ¿Qué es lo que quieres decir, Antígono?
Antígono frunció el ceño y bajó la vista.
—No se trata de una idea muy gloriosa —confesó—; pero, si va a caer Atenas, a nosotros nos importará una mierda lo que piensen de nosotros. Nuestro deber es llevar a nuestra gente a casa con vida.
Aquello tenía sentido. Mi cuñado era un buen hombre.
—Si nos largamos y huimos antes de que se retiren los atenienses —dijo Idomeneo, con su sentido práctico terrible y duro—, su caballería pasará un día o dos dedicada a matar atenienses, y nosotros ni los veremos. Así se podrían salvar muchos hombres, señor. Pero parece un derroche terrible —añadió, volviendo a guardar las apariencias. Y sonrió.
—¿Un derroche? —pregunté yo.
—Esta debería ser la batalla más gloriosa de nuestros tiempos —dijo Idomeneo—. Si estos gilipollas derrochan la oportunidad, yo me paso del lado de los persas. No se lo perdonaría nunca.
—Haz que los muchachos estén preparados para marchar… sin prepararlos para marchar. Diles que mañana podemos probar un golpe de mano contra los forrajeros enemigos, y que pasarán un día en el campo.
Yo procuraba mantener abiertas todas mis posibilidades.
Fui a pasearme por el campamento; lo recorrí entero.
Era como los campamentos de los griegos orientales antes de la batalla de Lade.
Era peor, en cierto modo, porque en cada hoguera había hombres que instaban a los demás a volverse a sus casas. A abandonar y a huir. Yo pensé que eran unos cobardes, hasta que me di cuenta de que, en realidad, yo habría hecho lo mismo.