—La torre del oeste está terminada, y la del este estará completa mañana o pasado, si sigue soplando viento seco. Estarán terminadas antes de que Tebas pueda ponerse en marcha —dijo, encogiéndose de hombros.
Aquello confirmaba nuestras esperanzas.
—Entonces, he aquí nuestro plan —dije—. En primer lugar, liberamos a todos los esclavos que construyeron las torres.
—¡Por Zeus Soter! —exclamó el arconte—. Me cuesta los beneficios de todo el año.
Yo asentí con la cabeza.
—No solo a ti, señor. Pero, escucha. Ayer perdimos diez hombres; en el mes entrante perderemos diez veces diez, y eso si vencemos. Necesitamos a esos hombres como ciudadanos. ¿De acuerdo?
Hizo un gesto de duda.
—Más adelante, quizá…
Yo no estaba de acuerdo.
—Los necesitamos ahora mismo. Porque queremos ponerles las armaduras de los mercenarios muertos, ponerles a Lisio de oficial y dejarlos con otros cincuenta hombres escogidos para que custodien las murallas. La verdad es que no nos interesa que estén dentro de las murallas. Queremos que marchen hasta el vado y el campamento, mientras hombres de armamento ligero rondan por las cercanías. Si te atrevieras —añadí, mirando a un lado y a otro—, enviaría a Teucro para que fuera esta noche a quemar algunos graneros en Tebas.
Mirón sacudió la cabeza.
—Me estás hablando de agitar un avispero —dijo.
Idomeneo levantó una ceja larga y fruncida.
—¿No has hecho retirarse nunca a un toro en un prado plantándole cara, arconte? —le preguntó.
Mirón asintió con la cabeza despacio.
—Sí que lo he hecho. Lo que crees es que, mientras parezcamos duros, ellos retrocederán.
Alceo se rio.
—No tanto, señor. La verdad es que ellos tienen doce mil hoplitas, y nosotros no. Pero una exhibición de agresividad, sobre todo después de la tunda que dimos a esos mercenarios, podría retrasarlos una semana o dos —se encogió de hombros—. Lisio siempre estará a tiempo de retraerse dentro de las murallas, más tarde, cuando vea acercarse la nube de polvo.
Mirón esbozó una sonrisa amarga.
—Todos estos planes dan a entender que tú no estarás aquí con la falange.
—Así es —dije—. Según los prisioneros que hemos tomado, Eubea estaba incendiada ayer. Calcis se está entregando a los persas. Cuando nos pongamos en marcha, Eubea ya habrá caído.
Alceo asintió con la cabeza.
—Y Datis ya ha dejado atrás la mayor parte de la temporada de navegación —dijo—. Avanzará directamente hacia Atenas.
—¿Y Atenas caerá sin mi falange? —preguntó Mirón en voz baja.
Yo me reí.
—¿Mil hoplitas? —dije, haciendo una mueca—. Atenas puede reunir a doce mil, a quince mil quizá. No necesitan el peso de nuestras lanzas —yo sospechaba para mis adentros que sí necesitaban el peso de nuestras lanzas—. Pero en Atenas hay facciones, Mirón; unas facciones que no te puedes ni figurar. Si nos presentamos, para ser fieles a nuestros compromisos y sin que nos lo pidan, reforzaremos el partido de Milcíades. Muchísimo.
Nos miramos el uno al otro.
—Arconte, por favor —dije yo—. Si Atenas cae, o si se pasa a los medos, Platea estará condenada. Tebas se nos tragará como una gaviota se traga un caracol. Nuestra única esperanza de conservación es actuar a favor de Atenas, de manera agresiva.
Mirón tendió la vista desde nuestra cumbre. Todavía había hombres que llevaban leña seca para las piras funerarias, y más abajo, otros hombres, mis vecinos, rompían los escombros más grandes con herramientas de hierro.
—Cuando yo era mucho más joven —dijo al cabo de un rato—, en el patio de tu fragua, con tu padre y algunos hombres más, acordamos establecer una alianza con Atenas para proteger nuestra ciudad del yugo de Tebas —se volvió hacia mí y clavó los ojos en los míos—. Creo que aquel día quedó tomada la decisión de lo que debemos hacer hoy. He hecho mal en retrasar la movilización de la falange. Me encargaré de ello; y tú llevarás a mis ciudadanos al otro lado de la montaña y harás lo que puedas. —Se irguió muy recto, como si se le hubieran caído diez años de encima—. Que Zeus, y Ares, y Atenea de ojos grises, estén contigo; pues si pierdes la falange, aunque sea en una victoria, nuestra ciudad caerá.
Cuando Alceo llegó de nuevo a su mula, me miró.
—Platea tiene suerte de contar con tantos grandes hombres en una ciudad tan pequeña. Ojalá hubiera tenido otros tales Mileto.
—Todavía podemos fracasar —dije yo.
—Sí —dijo, encogiéndose de hombros—. Pero por nosotros no habrá quedado.
—Vamos a matar a unos cuantos medos —dijo Idomeneo, y sonrió.
Aquella tarde incineramos a
mater
, a Bion y a Cleón en la cumbre de la colina, con vino, con sacrificios y con una sacerdotisa de Hera venida del templo. Y cuando fueron cenizas, y las llamas eran grandes columnas de humo no muy distintas de las que habían dejado tras de sí los asaltantes, la sacerdotisa vino a hablar conmigo y me propuso que costease una estatua de
mater
para ponerla en el templo.
—Fue una gran mujer —dijo la sacerdotisa, que era una matrona con cabellos grises como el hierro en las sienes y dotada de gran dignidad—. Las mujeres jóvenes necesitan ejemplos que les enseñen a vivir… y a morir.
Estuve a punto de escupirle.
—Se emborrachó todos los días de su vida desde que se casó —dije.
La sacerdotisa dio un paso atrás.
—¡No hables mal de los muertos! —me ordenó—. ¿Es que vas a hablar de ella de esta manera, y no como de la heroína que murió defendiendo tu casa?
Le di el dinero. Ahora hay una estatua nueva que no se parece a ella; los persas rompieron la que había hecho un escultor local y la redujeron a grava con mazos. Pero en el nuevo templo de Platea se honra a
mater
como avatar de Hera. Entendedlo como queráis.
Mientras yo hacía las honras fúnebres, se iba movilizando la falange.
Puede que mil hombres no parezcan muchos; pero cada hombre necesita un asno o una mula y un esclavo para que le lleve el equipo, para que le cocine y para que lo mantenga preparado para el combate. Y un millar de mulas con dos millares de hombres es una columna muy larga para trasladarla a lo largo de caminos de montaña. Los hombres necesitan tiempo para dejar arregladas las cosas en sus casas, y tiempo para reunir comida suficiente para treinta días, y tiempo para que el esclavo dé un beso a su propia esposa. Tiempo para asegurarte de que llevas el manto de repuesto además del manto de guerra; tiempo para asegurarte de que te han puesto en el equipaje algunas salchichas con ajo y algunas cebollas frescas del huerto.
Yo ya había preparado mi equipo. Mi mula seguía atada a su estaca en terreno alto por encima de Eleutera, y mis amigos habían recogido mi equipo donde lo había dejado yo, a orillas del Asopo. Lisio vestía mi buena cota de malla persa, y llevaba en la cabeza mi viejo casco con cimera en forma de cuervo, para desconcertar a los tebanos; y no lo deshonró.
Euforia se multiplicaba, buscándome aceite con lavanda y recuperando (como de milagro) del sótano hundido de la casa el pesado bastón de camino de mi padre, un poco chamuscado pero todavía fuerte como el hierro. Y cuando vio que ya tenía todo lo necesario, me cogió de la mano y me llevó a nuestro manantial de la parte alta, junto a la viña, y se bañó conmigo en la poza profunda que está junto al manantial. En la colina había hombres por todas partes, pero no se acercó ninguno, y el olivar nos ocultaba. Cuando te bañas en una poza de piedra abierta no hay pudor, y sin que nos importara el embarazo, hicimos el amor. Y después volvimos a lavarnos, y ella se puso la túnica que había guardado
mater
, una hermosa prenda de rojo púrpura con bordados de oro. Y yo le ayudé a recogerse el pelo en una red de lino.
En la puerta, donde había caído
mater
, Euforia vertió las libaciones sobre mi escudo y lo secó con una toalla nueva de lino; e hizo después lo mismo con mi espada y mi lanza; y, por último, a pesar de que no era lo convencional, con mi casco.
Yo quería estrecharla en un abrazo, pero no lo hice. Éramos griegos, no bárbaros. Nuestras mujeres nos envían a la guerra con los ojos secos, y nosotros nos marchamos como si fuésemos a trabajar al campo, y no a afrontar la muerte.
Cuando nos pusimos en marcha, todavía subía al cielo el humo de las piras funerarias. Mientras ascendíamos por las colinas, hacia el Citerón, se unió a nosotros el contingente principal, procedente del Ágora de la ciudad misma. A lo lejos, mientras subíamos, veíamos subir el humo sobre el territorio tebano, y seguíamos adelante entre sonrisas lobunas. Iban en cabeza los
epilektoi
que subían por la misma carretera por la que habían desfilado solo diez días antes, camino de la cacería de final del verano.
Ya no eran muchachos. Cuando se arrojaron contra los mercenarios, habían sufrido bajas; diez muertos allí mismo, y otra docena que habían muerto más tarde de sus heridas. En una comunidad pequeña como la nuestra, la pérdida de veinte jóvenes era como una puñalada en el vientre. Todo el mundo era amigo, amante, esposa, hermana o hermano de alguno de los muertos.
Pero habían matado, y habían vencido, y aquello era lo que más los había hecho cambiar. Cuando ascendíamos por los senderos hacia la tumba del héroe, todos los hombres de mi primera fila sabían que eran dignos de la sangre de sus padres. Sabían que habían sido probados a fuego y que, como el bronce, se habían endurecido con los golpes.
Podría ponerme a exponer la teoría de que los mercenarios nos habían hecho un favor con atacarnos; pero no serían más que estupideces. No existen «guerras buenas».
Nos detuvimos en el santuario, como llevan haciendo los plateos desde tiempos de la guerra de Troya, y vertimos libaciones. Algunos hombres me gritaron que sacrificara en la tumba a mi nuevo esclavo. Se llamaba Gelón y era un griego de Sicilia. Él les oyó pedir su sangre y se quedó allí plantado, mirándome, con mi escudo al hombro.
Yo miré a Idomeneo. En realidad, la cuestión dependía de él. Negó con la cabeza.
—No —dijo—. Ya hemos vertido bastante sangre, y el héroe no pide más.
Sacrificó un carnero que habíamos traído con ese fin, le inspeccionó las entrañas y sacudió la cabeza.
—Esto no va a ser bueno —dijo.
Escupí.
—Eso ya lo sabía yo sin que me lo dijeran las entrañas —dije.
Dormimos envueltos en nuestros mantos, y a la mañana siguiente, cuando Teucro y sus hombres de armamento ligero se hubieron reunido con nosotros tras su incursión en Tebas, nos pusimos en camino de nuevo por las montañas.
Hacía calor en las llanuras de Boecia, y frío en los pasos de montaña de las alturas del Citerón. Pero cuando bajamos de los pasos, el calor bochornoso del mar estuvo a punto de ahogarnos, y hacía tal humedad que uno podía sudar el quitón antes de haber terminado de ponérselo.
Yo pensaba seguir los caminos altos todo el tiempo posible. No quería desvelar mi marcha. Visto lo que pasó después, puede parecer raro; pero yo era muy consciente del paso de los días y me parecía muy posible que cuando llegásemos nos encontrásemos que Atenas estaba rodeada, o vencida; en cuyo caso, me haría falta poder retirarme sin que me acosara la caballería persa. Era muy consciente (y Mirón me había insistido en ello) de que tenía en mis manos el futuro de Platea.
De modo que éramos prudentes y nos ceñimos al norte de la Ática, mientras iba terminando el verano y se alargaban las sombras. Cuando bajamos por el paso principal doblamos al este y avanzamos durante dos días por terrenos baldíos, bordeando a Oinoe. Algunos hombres nos veían, pero no se adelantaban a hablarnos, y yo había montado a caballo a varios de los infantes ligeros para que me mantuvieran informado del terreno, y avanzábamos deprisa.
Al cabo de una semana de marcha, estábamos en la Ática propiamente dicha; en una Ática desprovista de ciudadanos. Se nos cerraban las puertas, y solo había esclavos y mujeres, y no muchos. Era como si una plaga terrible hubiera recorrido el país y los hubiera matado. Hasta había quedado trigo sin recoger en algunos campos. Una noche que acampamos, mis hombres segaron un campo entero con sus espadas, y dejaron en el dintel de la casa vacía tres monedas de plata a modo de pago, y al día siguiente, después de moler el trigo en un molino de mano vacío, hicimos pan que cocimos en hornos que encontramos fríos.
A una jornada de Atenas ya podíamos ver la Acrópolis en el horizonte, tan clara como el día. No estaba incendiada, y supuse que si Atenas se había rendido o había acordado la paz, ya habría en las carreteras un río de gente de vuelta a sus fincas. De modo que dejé al mando a mi cuñado y, acompañado de mi nuevo esclavo, salí camino de Atenas a caballo, al galope, en cuanto amaneció.
Las puertas seguían abiertas.
Las calles estaban abarrotadas de gente; supongo que serían todos los agricultores de las fincas por las que habíamos pasado nosotros. La mayoría no me dedicaban ni una mirada al pasar con mi caballo, porque los únicos hombres a los que podía interesarles yo estaban en el Ágora, votando. Todo hombre que seguía entonces por las calles era esclavo, liberto o extranjero.
Si el Ágora me había parecido llena en el estreno de la tragedia de Frínico, me quedé impresionado al ver lo abarrotada que estaba aquel día de finales de verano. Tuve que desmontar y dejar mi caballo a cargo de Gelón. Después, me abrí camino a empujones; no soy hombre pequeño, pero tampoco soy un gigante, y nadie quería dejarme pasar. Tardé una hora (cinco discursos) en llegar desde la Tholos hasta el centro del Ágora, donde se ponían los oradores.
Durante casi todo aquel tiempo estuve viendo a Milcíades.
Estaba prácticamente solo. Los hombres que tenía a su lado me resultaban desconocidos, a excepción de Arístides y de Sofánes, que tenían ambos un porte tan orgulloso que parecían hombres que se están defendiendo a muerte en una posición desesperada.
Cuando estuve lo bastante cerca, oí que un hombre alegaba desde la
bema
, la tribuna de los oradores, que no era necesario que Atenas acudiera a ayudar a Eretria; que Eubea era vieja enemiga de Atenas (lo cual es muy cierto, amigos), y que si el Gran Rey acababa con ellos, habría que darle las gracias. Y más cosas por este estilo. En el transcurso de aquella hora, mientras me abría camino a empujones a través del Ágora, sintiendo todas las heridas que llevaba en el cuerpo, oí todas las excusas rastreras para evitar la guerra, todos los sentimientos nobles en contra de la misma, discursos cobardes y discursos de nobleza sublime.