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Authors: Christian Cameron

Tags: #Novela histórica

Maratón (53 page)

BOOK: Maratón
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Muchos de ellos no tienen idea de lo que es vivir al aire libre ni saben comer sin tener a sus esposas ni a sus esclavos para que les cocinen. Los aristócratas no tienen estos problemas; la vida del aristócrata, que tiene su finca en el campo y sale de caza, es muy adecuada para formar a los que salen en campaña. Pero los alfareros, los curtidores y los pequeños agricultores, aunque todos son hombres fuertes, es posible que no hayan hecho en toda su vida una comida bajo la rueda de los cielos.

Gelón y yo nos acostamos con los hombres de Milcíades, que no tenían estos problemas y a quienes sus conciudadanos atenienses apenas inspiraban otra cosa que desprecio. Aquellos eran los hombres que Milcíades había comandado en Lade y en otra docena de combates, y que confiaban en ellos mismos y en su señor.

Los hombres de Arístides eran otra cuestión. Me limitaré a decir que, desde las reformas de Clístenes, que todavía eran relativamente recientes cuando nos pusimos en marcha hacia Maratón, todas las «tribus» de Atenas no eran más que ficciones teóricas. Clístenes había procurado deshacer las bases del poder de los grandes aristócratas (como Milcíades) asegurándose de que cada tribu estuviera compuesta a partes iguales de hombres de la ciudad (de los alfareros y curtidores, por así decirlo), de hombres de las fincas rústicas (hombres del campo, pequeños agricultores y también aristócratas) y de hombres de la mar (pescadores, hombres de la costa y remeros). La ley era genial; otorgaba a todo ateniense una identidad común con hombres de las partes de la Ática que la mayoría no habían visitado nunca siquiera.

Otra cosa que hizo Clístenes, otra cosa genial, fue elevar a la categoría de héroes a los antepasados de todos. En Atenas, la diferencia principal entre el aristócrata y el hombre del pueblo no era el dinero; algunos libertos y mercaderes tenían mucho dinero, pero nadie los consideraba aristócratas, os lo aseguro. No; la diferencia principal estribaba en los antepasados. El aristócrata era el que descendía de un dios o de un héroe. Milcíades descendía de Áyax de Salamina y, a través de este, podía remontarse al propio Zeus. Arístides descendía de Heracles, como yo.

Mi amigo Agios descendía de padres ciudadanos, pero estos no tenían recuerdo de nada que se remontara más allá de sus propios padres. El padre de Cleón era pescador, pero su madre había sido puta.

Pero cuando Clístenes instauró sus reformas (esto sucedió cuando yo era esclavo en Éfeso), asignó a cada tribu un antepasado heroico y declaró (por ley) que todos los miembros de la tribu podían considerarse descendientes de ese antepasado. He oído decir a algunos hombres (nunca a ningún ateniense, pero sí a otros griegos), que Clístenes trajo la democracia a Atenas. Chorradas. Clístenes era un hombre muchísimo más genial que todo eso. Yo no llegue a conocerlo; pero, como la mayoría de los hombres de clase media, venero su memoria como la del hombre que construyó la Atenas que amábamos.

Lo que hizo fue convertir a todos los hombres en aristócratas. Por un simple decreto, todos los remeros y todos los hijos de las putas tenían tanto motivo para servir a su ciudad como lo tenían Arístides, Milcíades y Cleito. Para vivir bien, con
areté
, y para morir con honor. No estoy diciendo que aquello funcionara, no más que cualquier otra idea política. Pero a mí me parece que fue una idea gloriosa, que construyó la Atenas que se levantó en contra del Gran Rey.

La consecuencia principal era que aquellos terrenos del templo de Heracles estaban llenos de hombres que no habrían militado de modo alguno en una falange quince años atrás. Cuando mi padre murió en Eubea, luchando del lado de Atenas, en la falange ateniense había unos seis mil hombres, y si bien los de las primeras filas eran excelentes, los de las últimas eran hombres pobres con lanzas, sin escudos, sin armaduras y sin ninguna posibilidad de resistir a un guerrero de verdad ni el tiempo que dura un latido del corazón. Así eran las cosas.

Pero la nueva Atenas tenía una falange con el doble de lanzas, casi doce mil. Y, según veía yo, casi todos llevaban esas espoladas de cuero blanco que daban fama a Atenas. En aquellos tiempos la industria de los curtidos era propiedad de la ciudad, y su cuero blanco se apreciaba desde Naucratis hasta la Tróade. Y parecía que todos tenían cascos también.

Veréis, lo que había hecho Clístenes fue crear una ciudad en la que un hombre que hacía cacharros de barro y que trabajaba un pedazo de tierra como para dar doscientos médimnos de grano al año (que viene a ser la décima parte de lo que daba mi finca en un año bueno) se gastaría el dinero que le sobrara (que sería
muy poco
, amigos míos) en armas defensivas y ofensivas. Como un aristócrata.

Te ríes de mí,
zugater
. ¿Me apasiono demasiado? Escucha, cariño… puede que yo sea tirano aquí, pero dentro de mi corazón soy un campesino beocio. No quiero que manden los aristócratas; quiero que cada hombre se defienda por sus medios, que ocupe su lugar en la fila, que cultive su terreno, que coma sus propios higos y su propio queso… que levante la mano en la asamblea, y que maldiga siempre que quiera. Cuando soy sincero, me doy cuenta de que me pasé a las filas de los aristos bastante temprano. Puede ser que, como decía mi madre, nuestra familia estuviera con ellos desde siempre. Pero yo no quise nunca tener poder sobre otros hombres, salvo en la guerra.

Ahora os reís todos de mí. Creo que debo dejar mi relato para otro día. Quizá deba meterme en mi tienda y quedarme allí enfurruñado. Quizá me lleve a esta muchacha que se sonroja para que me haga compañía.

¡Ah! Más vino. La interrupción ha valido la pena. ¡Qué color tiene!

Y bien, ¿por dónde iba?

A la mañana siguiente, me subí a mi caballo, y Gelón a mi mula, y cabalgamos hacia el norte en busca de mi cuñado y de los plateos. Cuando los atenienses dejaron atrás el gran risco, doblaron al este y se dirigieron hacia el mar.

Alcancé a mis hombres antes del mediodía y vi que estaban bien dormidos y bien comidos, y dispuestos a ponerse en marcha.

Antígono se encogió de hombros.

—Me estaba gustando hacer de polemarca —me dijo—. Vuélvete con los atenienses. Ya sigo yo.

Sonrió y me dio una palmada en la espalda; pero, cuando hubimos puesto en movimiento al ejército, se acercó a mí entre el polvo.

—No me vuelvas a hacer esto —dijo en voz baja—. Anoche, al verse que no volvías, todo era pánico y terror. Que si los persas te habían atrapado, que si los jodidos atenienses te habían detenido… ¿Qué podía hacer yo?

—Lo que hiciste —le dije, y le devolví la palmada en la espalda.

Yo me había traído un par de guías proporcionados por Milcíades, que eran ambos hombres de la región que militaban en la falange ateniense y que conocían todos los caminos y sendas que conducían al este a partir de nuestra posición. Gracias a ello avanzábamos aprisa, aunque el camino no era nunca recto, y en un momento dado llegamos a atravesar el trigal de algún campesino pobre; dos mil hombres y otros tantos animales aplastando el cultivo que era tan valioso para él. Pero era la única vía entre dos sendas. En aquellos tiempos, en la Ática se encontraban algunas de las carreteras peores del mundo.

Yo me adelanté a caballo con Gelón, con Licón y con el tracio Filipo. Estos dos servían en calidad de voluntarios, ya que sus ciudades no participaban en esta guerra. Encontramos un lugar donde acampar; eran tres prados, todos en barbecho o recién segados, rodeados por entero de muros de piedra, en un risco bajo con un río por debajo. Era una de las mejores posiciones que he visto en mi vida, y en otra ocasión volví a ella. Dormimos seguros. Yo ya ponía centinelas todas las noches; era una lección que había aprendido en mis primeras campañas.

Nos levantamos al alba (aquellas partidas de caza en el Citerón habían surtido buen efecto), comimos pan duro y bebimos un poco de vino, y nos pusimos en marcha. Antes del mediodía habíamos alcanzado a la retaguardia de las fuerzas atenienses, que descendían a través de los olivares que coronaban los riscos que rodeaban la finca y la torre de Aleito. Yo conocía las sendas de por allí, también gracias a la caza, y mis guías ya habían dejado atrás el terreno que conocían ellos. De modo que dirigí a los nuestros un poco hacia el norte, por encima del mismo risco donde el grupo de Aleito había matado dos ciervos, y los hice bajar por los pomares abandonados donde el mío había matado seis.

Arístides iba el primero aquel día (las tribus siguen un sistema estricto de rotación para todo, desde el orden de marcha hasta el lugar en la línea de batalla), y él era el estratego jefe, pues los atenienses también rotaban el mando. Cuando lo alcancé con mi pequeño grupo de jinetes, estaba eligiendo el lugar para acampar.

Sonrió al verme. Yo no sonreí; se me borró del corazón toda la alegría cuando vi que lo acompañaba Cleito.

—Alto —dijo Arístides, levantando una mano.

Yo había empuñado mi lanza de caza.

—Estamos aquí para luchar contra los medos, no entre nosotros —dijo Arístides.

—¡Mira! ¡Has encontrado un caballo! —dije yo en son de burla—. Tenía entendido que les había pasado algo a tus caballos.

Cleito tenía la espada en la mano.

—¿Cómo sigue tu madre? —preguntó.

Arístides le dio un fuerte puñetazo en la sien. Arístides era buen atleta y hábil boxeador, y Cleito se cayó del caballo.

Pero cuando me acerqué a él con mi caballo, Arístides me asió la mano de la lanza con puño de hierro.

—En este ejército hay otros hombres que se odian unos a otros —dijo—. Rivales políticos, enemigos personales, hombres que tienen pleitos entre sí. Hay tribus rivales y hombres con intereses encontrados en cuestiones de dinero… hombres que se han fugado con las esposas o hijas de otros, hombres que han cometido delitos. Y lo peor de todo, como sabéis los dos, es que tenemos entre nosotros a hombres que han aceptado dinero del Gran Rey y que emplearán su poder para desunirnos como desunieron a los griegos orientales en Lade, por medio de la deserción y de la traición.

Cleito se puso de pie y se llevó una mano a la cabeza.

—Tienes la mano dura, señor.

Arístides asintió con la cabeza.

—Estamos en el recinto del templo de Heracles, que es antepasado común de nosotros tres. Los dos vais a venir conmigo al altar y vais a jurar a los dioses que haréis las paces y lucharéis juntos como hermanos. Sois jefes. Si lucháis uno contra otro, estaremos acabados.

—Mató
a mi madre
—dije yo—. Y sus actos favorecieron al Gran Rey. Está aceptando el dinero del Gran Rey. Pensaba matarme para que los plateos no interviniesen en esto.

Cleito me miró con un desprecio como no lo había visto en los ojos de ningún hombre desde que yo era esclavo.

—Vives engañado, campesino. Yo no haría nada jamás al servicio del Gran Rey. Soy ateniense. Te aplastaré como el insecto que eres, por tu
hibris
. Por haber tratado a mi familia como si estuviésemos a tu nivel. ¿Que maté a tu madre? —se rio—. Debí haberte matado a ti, y si una puta beocia arrastrada se puso en medio, no es asunto mío.

Se volvió hacia Arístides.

—He jurado matarle, a él y a toda su familia. Me ha insultado, a mí y a los míos.

Arístides se cruzó de brazos.

—Cleito, la mayoría de los hombres de este ejército consideran que los de tu familia sois unos traidores. —Cleito se revolvió vivamente con indignación; pero Arístides lo hizo callar levantando una mano—. Si te niegas a hacer el juramento que te pido, Cleito, te despediré del ejército y dejaré de defenderte ante la
demos
. —Siguió hablando con más calma—. Esto no es el ágora, ni la palestra. ¿Que insultó a tu familia? ¿Que tú insultaste a la suya? ¡Por todos los dioses, nos estamos jugando la existencia de nuestra ciudad! ¿Qué eres tú, un matón del campo de juegos, o un hombre de honor?

Yo había bajado la punta de mi lanza. Arístides siempre ejercía este efecto sobre mí. Me sacaba casi tanta ventaja moral como el propio Heráclito. Vivía lo que decía. Pero yo seguía furioso.

—Arístides, yo te respeto más que a la mayoría de los hombres —dije— pero este mató a mis amigos y a mis paisanos… y a mi madre. Los mató por vanidad. ¿Su supuesta venganza? El mismo se lo había buscado, por haber querido tratarme a mí como trata a la
demos
, como a hombres inferiores.

—Tú mataste a sus caballos; cincuenta caballos. Lo que valen diez fincas. Los mataste —repitió Arístides, plantado delante de mí, imperturbable—. Los mataste para humillar a los alcmeónidas. No para salvar a Milcíades, sino por tu sentido de tu propio honor. Niégalo si puedes.

—¡Asesinó a mi gente! —dijo Cleito—. ¡Criados de mi familia!

—Asesinos a sueldo —dije yo—. Arístides, esto es una tontería. Tú sabes mejor que nadie por qué hice lo que hice.

—Lo sé —dijo Arístides—. Hiciste lo que hiciste para hacer justicia tal como tú la concebías. Lo mismo que hizo Cleito.

—¡Mató a mi madre! —grité.

—Mi familia está exiliada —dijo Cleito—. Mi tío murió, murió, lejos de nuestra ciudad. Gracias a ti, los perros de esta ciudad aúllan pidiendo nuestra sangre, y los hombrecillos (artesanos, hombres
nietos de esclavos
) nos tratan con desprecio. Por todo esto quiero matarte a ti, y a todos los hombres y mujeres que lleven en sus venas una gota de tu sangre.

—Así que, los dos podéis revolearos en el egoísmo, en el orgullo, en el autoengaño… mientras los medos incendian Atenas —dijo Arístides, y enarcó una ceja—. Venid conmigo los dos.

Su autoridad era tanta, que le seguimos. Nos condujo hasta el borde de la cima de la colina en la que se levantaba el recinto del santuario de Heracles. De pronto, bajo el resplandor del sol de finales del verano, pudimos contemplar desde lo alto la llanura, los campos y los olivares de una de las zonas más ricas de la Ática, hasta la playa de Maratón.

Y desde la curva de la playa hasta donde alcanzaba la vista por el norte, había barcos. Centenares de barcos; una nube de barcos tan espesa en el mar como las hormigas que bullen alrededor de un hormiguero cuando lo destroza el arado. Muchos estaban ya atracados de popa en la playa, cerca de las marismas del extremo norte de la bahía. Estaban descargando hombres y tiendas, o eso me figuré.

Más cerca de nosotros, en el terreno despejado al pie de la colina, había una docena de jinetes sakas. Miraban colina arriba, hacia nosotros. Llevaban oro en los brazos, en los gorros, en las sillas de montar, y cada uno de ellos tenía un arco pesado a la cintura y un par de lanzas largas en la mano.

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