—No te piques. Esos atenienses impíos están perdidos. Tebas está a salvo… no somos tontos.
Se recostó en su asiento y bebió vino.
—Nosotros sí.
Le entregué un plato para el altar que había hecho como sacrificio al dios. Cleón y yo habíamos grabado en su superficie una escena que representaba el regreso al Olimpo del dios herrero después de haber sido expulsado, conducido por Dioniso.
—¿Cuándo has aprendido a hacer obras de esta calidad?
—me preguntó.
—¿Recuerdas al hombre de más edad que has ascendido al primer grado? Es grabador —le dije.
Empédocles soltó un silbido.
—Tienes aquí mucha actividad —dijo—. ¿Por qué no lo metes todo en un solo edificio, como hacen los alfareros de Corinto? Tienes agua, carbón, tres maestros herreros y un grabador. Y una fama que llega hasta Tebas, como mínimo. Puede que escupan cuando digan tu nombre, pero todos se apresuran a comprar tu bronce.
—No he enviado nunca ningún cargamento de mi bronce a Tebas —dije yo.
—Lo venden desde Atenas —dijo—. Eres bastante conocido en Tebas, muchacho. Simón, hijo de Simón, hace sonar tu nombre en los oídos de muchos hombres… aunque no a tu favor. Y… —hizo una pausa, bebió de su copa y levantó los ojos hacia mí—. Y en Tebas hay hombres que quieren matarte.
Me encogí de hombros.
—Que vengan, entonces.
—No seas necio, muchacho. Alguien… alguien que tiene mucho dinero, ha reclutado a toda una cuadrilla de matones —dijo, estremeciéndose.
—Si vienen de Tebas aquí, significaría la guerra —dije—. No creo que Tebas quiera la guerra contra Atenas.
Empédocles sacudió la cabeza.
—Simón proclama a los cuatro vientos que a Atenas no le importaría que te mataran a ti —dijo.
Me tocó a mí entonces sacudir la cabeza.
—No es ninguna novedad, sacerdote. Soy el polemarca de Platea, y mi muerte quemaría a Tebas como una fragua ardiente quema el carbón.
—¿Te han nombrado polemarca? —dijo el sacerdote—. Has llegado lejos, muchacho.
—Así es —asentí—. Si ves a Simón, dile que se vaya y no vuelva más; y que yo, por mi parte, no lo buscaré para matarlo. Que termine la mala sangre. Pero di a tu arconte (de mi parte y de la de mi arconte) que si vienen aquí hombres de Tebas, o aunque sean mercenarios que hayan salido de Tebas, entonces lucharemos, y Atenas se pondrá de nuestra parte.
—Eso no podrá ser si Atenas ha sido destruida —dijo el viejo sacerdote—. Lo siento, muchacho, pero lo que piensan hacer es venir a por ti este verano, cuando Atenas no pueda hacer nada por ayudarte. Ahora mismo los atenienses están debatiendo en su asamblea; debaten si desterrar a Milcíades y a Arístides y someterse. Puede que tú debieras acompañarlos al exilio, aunque solo fuera por un tiempo.
Conté a Mirón todo lo que me había dicho Empédocles, y él le quitó importancia a todo ello con un gesto de la mano.
—Estoy seguro de que a Simón le gustaría matarte —dijo—. Pero Tebas se encuentra ahora mismo en una situación delicada, y lo que menos falta les hace es una guerra contra Atenas.
—Pero a Empédocles no le falta razón —reconocí—. Cuando los persas se hayan hecho a la mar (y, según todas las noticias, eso ha pasado ya), Atenas mal podrá enviar a sus hoplitas por los pasos de montaña para que vengan a Beocia para ayudarnos.
—Los tebanos estarían locos si optasen por una ventaja a corto plazo a cambio del castigo que les impondría Atenas más tarde —dijo Mirón.
—No si pueden contar con que los medos derroten a Atenas —dije yo—. Mirad, tienen una estrategia practicable, o a mí me lo parece. Y veo que aquí intervienen otras manos, Mirón. Mientras nosotros estemos aquí comprometidos, no podremos enviar hoplitas para que ayuden a Atenas.
—Me parece que tienes delirios de grandeza, joven —dijo Mirón—. Estoy de acuerdo en que la amenaza parece ahora mayor que cuando tuve las primeras noticias; pero las ciudades no se comportan así. No somos niños en el Ágora. Enviaré un mensajero a Atenas y otro a Tebas. Pero la cosa no pasará de ahí.
Pensé que quizá tuviera razón. Yo no conocía más que a piratas y a orientales. Allí, en la sobria y firme Beocia, era probable que hasta los tebanos fueran mejor gente.
—Quizá debería movilizar a todos nuestros hombres y hacer un alarde, aunque solo sea para que los tebanos vean lo preparados que estamos.
A mí me daba reparo solicitarlo, pues una movilización general costaba algo de dinero a nuestra ciudad, y por entonces apenas empezaban a echarse los cimientos de las torres nuevas. Pero ya se habían sembrado las cosechas y la mayoría de los agricultores tenían tiempo libre; al menos, todo el tiempo libre que puede sacar un hombre entre arar sus barbechos, apuntalar las vides y ver cómo las plagas se le comen las olivas.
—Es buena idea —dijo Mirón—. De aquí a una semana. Los heraldos tebanos ya estarán aquí por entonces.
De aquella semana no recuerdo nada en absoluto, salvo el brillo de la fragua y la prisa por terminar todas las piezas de arneses y de armadura que pudiera. Tenía por casa treinta piezas pendientes de reparar: cascos, petos, puntas de lanza. Trabajé noche y día, y Tireo y Bion hicieron lo mismo. Bion trabajó tanto que se agotó, y los hombres agotados cometen errores. Se le cayó un martillo en el pie, y andaba cojeando. Y al otro lado del río, en la ciudad, mi compatriota el herrero Herón trabajaba el hierro y el acero con la misma rapidez con que yo trabajaba el bronce.
Pero el alarde fue glorioso. Yo recordaba el aspecto que tenían nuestros hombres cuando fuimos a Oinoe en ayuda de Atenas: mantos pardos, sin espada, hombres sin escudo ocultándose en las últimas filas, y solo una docena de hombres con equipo de bronce completo.
Ahora teníamos una primera fila de casi ciento veinticinco hombres, y todos ellos tenían su panoplia de bronce: peto y espaldar o coraza de escamas, o al menos una
spolas
de cuero, además de un
aspis
(unos cuantos viejos llevaban escudos beocios), y todos los hombres llevaban grebas y buenos cascos, la mayoría de los cuales eran cascos corintios con penacho. Me daba gusto pasar la vista por la primera fila y ver cuántos de aquellos cascos los había fabricado yo mismo: casi veinte. Y detrás de ellos había más filas de hombres armados de buenos escudos y buenos cascos, aunque la mayoría fueran «gorras de perro» de bronce. Todos los hombres de la primera fila tenían una buena lanza y espada, y la mayoría de los de la segunda fila y algunos de la tercera y la cuarta las tenían también.
Los mejor equipados eran los milesios, que llevaban todos armadura hasta la quinta fila. Los segundos mejores eran los hombres de mi cuñado, e irían mejorando durante todo el otoño, a medida que yo iba labrándoles el bronce. Mis vecinos tenían casi el mismo buen aspecto; Bion, que se había presentado a pesar de su tobillo hinchado, iba armado como el propio Ares, y lo mismo puede decirse de Hermógenes, Tireo, Idomeneo y Estiges; todos llevábamos la panoplia completa, con escarcelas y guardabrazos también.
Al cabo de quince años de paz, una ciudad puede perder el nivel más elevado de entrenamiento bélico, pero por otra parte gana la riqueza suficiente para adquirir armas.
Había pedido a cada hombre que encargara a su mujer que le hiciera un manto rojo. No esperaba que los tiñesen de rojo tirio, como hacen los espartanos, aunque algunos ricos sí los tiñeron así. La mayoría eran de color rojo ladrillo, teñido con rubia, y con franjas blancas o negras según la costumbre platea. Pero la mayoría de los hombres los tenían, hasta los que carecían de armadura, y con las capas y con nuestras «gorras de perro» de bronce nuevas en todas las filas, teníamos muy buen aspecto en el ágora, y muchas mujeres se detenían a mirarnos, y los hombres mayores nos aplaudían.
Mirón llevaba puesta su armadura, pero estaba de espectador. Yo pensaba ponerlo en la cuarta fila, en el centro mismo de la falange, porque era demasiado importante como para hacerle correr peligro, a pesar de que era bastante buen luchador y hombre valiente, y de que tenía buena armadura. Se quedó fuera de la formación, intercambiando bromas con los hombres, y por último vino a verme y me dio una palmada en la espalda recubierta de escamas.
—Muy bien, Arímnestos.
Señaló a los tres heraldos tebanos, que estaban en silencio a un lado, contemplando a nuestros hombres que reían, bromeaban y brillaban.
Después, hice salir a los
epilektoi
. La mayoría, aunque no todos ni mucho menos, eran mozos de dieciocho o diecinueve años Y mientras la falange cantaba el peán de Apolo, nosotros bailamos nuestra pírrica.
Una cosa es bailar para el dios de la guerra mientras tocan los músicos y cantan los hombres. Pero otra cosa es bailar a plena luz del día, mientras mil hombres marcan el ritmo con la contera de las lanzas y cantan desde dentro de sus cascos y el canto resuena en el bronce y se eleva como una ofrenda pura al dios de la guerra y al Señor del Arco de Plata.
Por entonces, Idomeneo y yo ya habíamos modificado muchas veces nuestra danza. Al principio había sido una danza sencilla con la que los hombres podían aprender el lugar que ocupaban en la formación, y poco más. En nuestra danza nueva había intercambios de filas, se enseñaban golpes de lanza y paradas, y los hombres tenían que hacer cuerpo a tierra o saltar al aire para evitar una lanzada, e incluso luchar de espaldas. Mis jóvenes danzaban con armas sin protección, y más de una vez una lanza aguda dejó un surco en un escudo recién pintado; pero el ritmo no se detenía, y mientras cantábamos a las ninfas de pechos turgentes que servían a Apolo, pisábamos fuerte con el pie izquierdo y girábamos juntos, nos agazapábamos, entrechocábamos las lanzas y cambiábamos de fila de nuevo.
Cuando concluyó el himno, nos quedamos firmes en silencio durante algunos latidos del corazón; y, después, todas las mujeres, los viejos y los niños elevaron al cielo un aullido de alegría.
Mirón se acercó a los heraldos y les entregó un rollo.
—Decid a vuestros amos que no buscamos conflictos con la poderosa Tebas —les dijo—. Pero si Tebas quiere conflictos con nosotros…
No hizo ningún gesto ampuloso ni dramático; se limitó a recorrer brevemente con la mirada nuestras filas y las torres nuevas, una a medio construir y la otra con los cimientos completados. Volvió a mirar a los heraldos.
—Si Tebas busca conflictos, puede que le resultemos un sarmiento más duro que cortar de lo que se podría haber figurado.
A mi mujer le encantaba que yo fuera polemarca, y cuando me puse la armadura para el alarde me abrazó a pesar de las escamas agudas. Ya se había hecho a la idea de tener un marido herrero; pero su marido polemarca era quizá la figura que había esperado en sus sueños de doncella.
Me tejió con sus propias manos un manto nuevo, un buen manto teñido de rojo escarlata con algún tinte exótico de oriente, y también con sus propias manos me tiñó un penacho nuevo para mi casco nuevo, de manera que solo unos días después de que hube terminado el casco, aparecieron sobre mi mesa de trabajo, en mi fragua, el penacho de crin y el manto. Aquella clámide era gruesa como un vellón y cálida como el abrazo de una madre. Está colgada allí mismo y la han picado las polillas, pero cualquier mujer de entre vosotros verá lo bien tejida que está.
El día que la encontré, me la puse y la llevé para darle gusto a ella, y después me la llevé en brazos a su habitación e hicimos el amor encima. La lucí con orgullo cuando hice formar la falange delante de los heraldos de Tebas, y la llevé durante muchos años siempre que me ponía la armadura.
Después del alarde me volví directamente a la finca, seguido de todos los
epilektoi
. Besé a Euforia, le di unas palmaditas en el vientre, que ya estaba levemente hinchado de una manera encantadora, y llamé a un par de mis muchachos del taller para que llevaran mi equipo. Después, con toda la armadura, mis hombres escogidos y yo subimos hasta lo alto de la montaña, unos ratos corriendo y otros andando, hasta el santuario del héroe. Allí, Idomeneo y Áyax pronunciaron las palabras, y sacrificamos un par de bueyes grandes y comimos como reyes, y después nos acostamos sobre nuestros mantos como verdaderos soldados y nos despertamos con las primeras luces para ir corriendo por la ladera del Citerón hasta Eleutera.
El segundo día, a mediodía, ya habían sudado todo el engreimiento del alarde y los tenía bien cansados y serios; y el cuarto día de cacería hasta los milesios empezaban a flaquear, y mis veteranos los observaban con una cierta satisfacción cínica.
Yo también estaba cansado… ¡probad vosotros a aguantar cinco días seguidos con la armadura puesta! Te aplasta las costillas, te roza las caderas, te carga los hombros. El casco se convierte en un anillo de fuego que te rodea la cabeza, y las grebas… las grebas dejan de ser aliadas tuyas y se convierten en enemigas. Pero la única manera de acostumbrarse a la armadura es llevándola. No hay otra. Yo obligaba a mis hombres escogidos a que corrieran con ella, a que cortaran leña con ella, a que recogieran maleza con ella, a que desollasen los ciervos con ella.
Tomaban mi nombre en vano… muchas veces.
—Maldecidme ahora —les decía yo—. Cuando estéis luchando contra los medos, me alabaréis.
El sexto día los dejé descansar. Sus protestas aumentaron entonces. Así son los hombres, esclavos o libres, soldados o sacerdotes. Para quejarse a fondo hace falta tener tiempo y aliento.
El séptimo día debía ser el último, y celebramos juegos. O, más bien, habíamos pensado celebrar juegos. El sol estaba en lo alto del cielo, habíamos hecho los sacrificios e Idomeneo estaba mirando fijamente las entrañas de un conejo que había sacrificado. Ponía una cara rarísima.
—No había visto nunca un hígado como este —dijo.
Lo miré, aunque yo no entiendo nada de hígados, y vi detrás de Idomeneo dos cosas que me intranquilizaron.
Vi hacia Eleutera un par de hombres a caballo que iban a todo galope por el camino de la colina.
se habían podido endurecer a lo largo de los años, y los suyos estaban todavía blandos.
Hacia la hora en que formaban las primeras filas, se levantó al cielo otra columna de humo.
—¡Es nuestra almenara!
Era verdad. La hoguera estaba encendida en el punto indicado, y soltó una columna espesa de humo que se interrumpió y volvió a surgir después. Vi dos repeticiones.
Fue voluntad de los dioses que ya estuviésemos reunidos y con las armaduras puestas, y que estuviésemos tan altos que pudimos interpretar la señal con claridad, así como verla en el momento mismo en que había empezado a arder.