Maratón (43 page)

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Authors: Christian Cameron

Tags: #Novela histórica

BOOK: Maratón
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Mientras Licón se estuvo recuperando, no podía cazar, y se quedaba en la finca cojeando de un lado a otro, preguntando cientos de cosas; y una tarde que regresé, frío hasta los huesos, con un ciervo en la grupa de mi caballo, me llegó la risa de Filipo flotando cuesta arriba, desde la encrucijada donde estaba bebiendo con Peneleo.

Tin, tin.

Tin, tin.

Entré en la fragua, esperando encontrarme a Tireo, y allí estaba, en efecto. Estaba enseñando a Licón a hacer una taza.

Me eché a reír.

—No estoy seguro de qué le parecería esto a tu padre.

Él se rio también.


Pater
teme que me acueste con hombres mayores —dijo—. No pondría ninguna objeción a un poco de trabajo.

El tiempo que pasó Licón en mi taller impuso a mi labor de herrería el sello de la aprobación aristocrática. Cuando Licón estuvo preparado para hacer el viaje atravesando la montaña, yo ya había enseñado a todos ellos cómo empezar a construir un casco, y tenía hecho en basto el casco corintio de capacete hondo de mi cuñado, de modo que el capacete se alzaba sobre las carrilleras y empezaba a apreciarse la elegancia de la forma.

En todo caso, nos habíamos convertido en grandes amigos cuando emprendimos el camino a caballo, monte arriba, pasando por el santuario. Íbamos por parejas: Antígono con Pen, Idomeneo con Licón, Teucro con Filipo, Alceo conmigo, seguidos de un séquito numeroso de esclavos con asnos que llevaban cestas de provisiones y algunos regalos. Hacía frío, y el aliento nos ascendía al cielo junto con el de los animales como si llevásemos dentro hogueras encendidas.

Al segundo día cayó una nevada y optamos por pasar una noche más en el santuario. Las dos mujeres que vivían allí me preguntaron por Apolonasia, y cuando les dije que era libre y que tenía una dote de cuarenta dracmas, se rieron y se ofrecieron a venirse conmigo por la montaña. Yo no les dije el precio que había tenido que pagar la pobre muchacha por su dote. No suelo jactarme de mis fracasos. Pero aquel sí que me sirvió para acordarme en mis momentos de soberbia de lo que es un fracaso.

Dejé allí a los demás, subí a caballo a la cumbre a pesar de la nieve e hice ahí un sacrificio, rodeado de una extensión blanca inacabable, y con vista despejada de toda la tierra que se descubría desde allí; hasta el mar hacia el sur y toda Beocia hacia el norte, hasta tal punto que veía el humo de los hogares de Tebas como una mancha lejana sobre la pista de baile de Ares.

Y todo lo que veía en los bordes del mundo era guerra.

Y después bajamos a caballo hasta la Ática.

Aleito tenía una torre. Era un edificio hermoso, de piedras talladas con primor a la manera de Lesbos, y me gustó en cuanto la vi, aunque las habitaciones olían constantemente a humo. Yo tenía dinero y pensé que podía construirme yo también una torre. En nuestra casa había habido en tiempos una pequeña. Pero la que tenía el padre de Euforia era otra cosa muy distinta. Era elegante y fuerte.

Nos recibió en su patio, y también me gustó, aunque él a su vez no estaba muy seguro de mí. No era hombre grande, pero era musculoso, de cabellos grises pero con bastante vitalidad todavía en la cara, y estaba rodeado de perros, unos sabuesos grandes para la caza del jabalí que no tenemos en Beocia. Los perros ladraban sin cesar al ver a tantos desconocidos.

La niña-mujer rubia que salió corriendo al patio y dio un largo abrazo a Leda debía de ser mi futura esposa, y advertí que se me había pegado la lengua al paladar.

Era hermosa del mismo modo que lo era Briseida. La miré, y me di cuenta de que Pen se estaba riendo de mí.

Su padre me dio unas palmadas en el hombro.

—Les pasa a todos sus pretendientes —dijo—. No pases demasiado tiempo con ella… te sorberá el seso y te dejará convertido en un idiota babeante. Lo he visto pasar más de una vez.

Se rio como se ríe un hombre fuerte cuando se siente herido.

La joven en cuestión me echó una mirada, sonrió y volvió a atender a su amiga. Mi propia vanidad quedó por los suelos.

No obstante, para eso tenemos las reglas de la hospitalidad y las costumbres: para pasar el rato cuando tenemos velado el cerebro por el sexo. Conseguí bajarme de mi caballo y presentar a mis amigos y a mi hermana; y al poco rato nos encontramos en su salón y mis esclavos exponían una selección de mis regalos.

Una de las muchas cosas que había sacado en limpio de una vida dedicada a la piratería era que disponía de algunos objetos hermosos para regalarlos. Aleito recibió un collar egipcio de oro y coral y una copa de oro que procedía de la vajilla del capitán de algún barco mercante egipcio, con el cuerpo largo y cabeza de cisne. Esto era para Euforia.

Mis piezas de lana teñidas de Tiro pasaron sin comentarios, y un par de cubos para agua de bronce (hechos por mí mismo, debo añadir) casi ni los miraron. Pero había hecho un par de lanzas de cazar jabalíes inspiradas en las que había visto en casa de Arístides, con astiles largos, regatones agudos de bronce y cabezas pesadas, y Aleito pasó por alto algunos regalos mucho más ricos para abalanzarse sobre ellas.

—¡Vaya, esto sí que da gusto verlo, muchacho! —dictaminó.

Hacía bastante tiempo que nadie me llamaba muchacho. Me hizo reír.

Pero nos llevamos bien, y Euforia cantó y nos enseñó sus tejidos, y debo reconocer que eran espléndidos. La verdad es que no había visto nunca obras de tal calidad realizadas por una muchacha de su edad.

—Me encanta tejer —dijo, y fue la primera afirmación seria y de adulto que le había oído decir—. ¿Sabes algo de tejer?

Sopesé varias respuestas; al fin y al cabo, había visto tejer a mi madre y a mi hermana toda la vida.

—No —dije.

—¿Es verdad que eres maestro herrero? —me preguntó.

—Es verdad —dije.

Volvió los ojos de nuevo hacia su telar.

—¿Tienes las manos siempre sucias? —preguntó.

—Con frecuencia —reconocí.

Ella asintió con la cabeza.

—Entonces, si nos casamos, deberás tener cuidado de no tocar mi lana —dijo. Pasó los ojos brevemente sobre los míos—. Me gustaría casarme con un hombre que sabe hacer cosas —añadió—. Pero
pater
dice que no me haga ilusiones, porque eres de clase baja.

Dijo aquello con una media sonrisa enigmática, y yo era tan tonto que no me daba cuenta que aquella niña-mujer me estaba pulsando las cuerdas como si yo fuera una lira.

«¿Conque de clase baja?» pensé. Pero me borré la rabia del rostro.

El primer día salimos a cazar conejos, y comprendí desde el primer momento que me estaban poniendo a prueba. Era maravilloso. Me sentía como si estuviera viviendo en los poemas épicos, compitiendo por la mano de Atlanta, de Elena o de Penélope.

La herida de la pierna no me molestaba tanto como antes, pero todavía me costaba trabajo seguir a Licón y a Filipo, y apenas era capaz de alcanzar a los conejos. Filipo mató cuatro y Licón dos; pero Licón, sin decirme palabra, empezó a desviarlos hacia mí en las últimas horas, y conseguí matar dos con mi garrote antes de la puesta del sol.

—Yo creía que un hombre de tu fama sería más rápido —dijo Aleito.

No llegaba a ser una burla; de hecho, dentro de las normas de una cacería de conejos, un hombre que mataba una presa tenía derecho a lucir una guirnalda; pero el dardo de Aleito llegó a herirme. La rapidez es uno de los aspectos más importantes del entrenamiento para la guerra; así lo reconoce el poeta cuando llama a Aquiles «el de los pies ligeros».

Me tragué mi rabia y asentí con la cabeza.

—Era más rápido cuando era más joven —dije.

Aleito se rio.

—Todavía no tienes la edad suficiente para saber que una excusa es floja.

Aquel día estuve a punto de tomar mi caballo y largarme. Pero mis amigos me tranquilizaron.

Al segundo día cayó algo de lluvia invernal y nos quedamos en casa, oyendo cantar a las mujeres y contándonos historias. Conté algunas de las historias que os he contado aquí, y a mi anfitrión se le leía claramente en la cara la duda, y algunos de sus amigos, que eran caballeros del lugar, hacían gestos de desdén.

Voy a hacer aquí un inciso para decir algo de ellos. Eran
hippeis
, o más ricos todavía; propietarios rurales ricos, aristócratas, principalmente de los
eupatridae
, y la mayoría de ellos rehuían a Atenas como otros hombres rehúyen la impiedad. No entraban nunca en la ciudad, en aquella ciudad que yo había llegado a amar. Tenían sus propios templos rurales, y a veces iban a la asamblea a votar; pero eran el partido «del campo», y aborrecían a los remeros, a los metecos y a los artesanos y comerciantes, y querían que Atenas fuera una Esparta, un país de agricultores aristocráticos. Yo, para ellos, era una combinación de cosas ajenas, un herrero, un extranjero. Pero, en su conjunto, eran buenos hombres.

Por la tarde, cuando escampó, salimos al campo que estaba más abajo de la torre para tirar jabalinas. Yo tengo mis momentos con la jabalina, pero no he practicado tanto como debía, y si bien Apolo y Zeus me han enviado algunos tiros buenos, aquel día no me llegó ninguno. El primero que hice fue tan malo, que los hombres se rieron. Oí comentar a uno de los «caballeros del lugar» que mi reputación de matador de hombres debía de ser una de esas «leyendas provincianas» que no hay que creerse mucho.

Idomeneo sonrió de oreja a oreja y acudió a ponerse a mi lado.

A los dos nos había venido a la cabeza lo mismo, matar a aquel necio. Pero mi cuñado Antígono, al que por entonces yo ya quería como a un hermano, me dio una patada (
fuerte
) en la espinilla. Me revolví hacia él con sed de sangre. Él se mantuvo firme.

—Quieren provocarte —me dijo en voz baja—. ¿Quieres a la chica, o no?

Antígono era el cuñado que me hacía falta a mí, de eso no cabe duda. Respiré hondo y me alejé. La cosa anduvo cerca… si uno de ellos hubiera vuelto a reírse, habría corrido la sangre.

El tercer día fuimos a cazar ciervos por las colinas al norte de la ciudad. Vinieron más caballeros del lugar, y resultó que estábamos cazando por equipos, compitiendo unos contra otros.

Formaban mi equipo todos mis compañeros de viaje. No conocíamos el terreno, ni las costumbres de los ciervos de por allí; y ni mi futuro suegro ni ninguno de sus amigos tuvieron el menor reparo en dejarnos a solas con nuestra ignorancia. Nos quedamos en un camino de montaña. Veíamos a lo lejos el mar, junto al templo de Heracles, hacia Maratón. El campo estaba hermoso bajo el sol débil de invierno.

Esperé a que se hubieran perdido de vista mis competidores.

—Muy bien —dije—. Filipo, tú eres el mejor cazador. Yo diría que tendríamos que bajar, hacia el agua.

Filipo se puso radiante de orgullo al verse destacado entre tantos guerreros.

—Agua… sí —dijo. Y entonces se encogió de hombros—. Pero huelo manzanas podridas; y no hay cosa que más guste a los ciervos en invierno que un pomar abandonado.

Nos separamos entonces tomando por seis caminos distintos, buscando el pomar como los exploradores de un ejército. Estaba cuesta abajo, a casi diez estadios; Filipo tenía olfato de perro. Pero lo encontramos.

Filipo vino hasta mí. Yo seguía a caballo.

—Hay ciervos acostados en el pomar —dijo—. Seis, por lo menos, quizá más. Idomeneo y tú sois las mejores lanzas, ¿no?

Asentí con la cabeza.

—Y Teucro —dije.

Filipo sonrió; apreciaba al arquero.

—Por supuesto. Los demás os ojearemos los ciervos hacia vosotros, si vosotros os acercáis al rececho.

Me llevó a una roca alta que se alzaba como la columna de un templo y me ayudó a subirme a ella. Veíamos desde lo alto los manzanos, árboles viejos y blanquecinos con todas las hojas caídas; y vi también las manchas castañas y pardas que eran los ciervos tendidos entre la hierba alta y agostada.

Pasó después una hora de angustia mientras Idomeneo, Teucro y yo nos acercábamos al pomar arrastrándonos y situándonos viento abajo de los animales.

Oímos dos veces que las partidas de cazadores locales hacían sonar sus cuernos en señal de triunfo, y en una de estas ocasiones vi que uno de los machos alzaba la cabeza para buscar el origen de aquel ruido.

Filipo y los ojeadores empezaron demasiado pronto; o puede que nosotros tardásemos demasiado en avanzar con las lanzas a través de la hierba fría y húmeda. En cualquier caso, cuando Filipo hizo sonar su cuerno y los ciervos empezaron a ponerse de pie con precipitación, nosotros estábamos todavía a cien pasos de donde queríamos haber estado.

Me levanté de un salto, solté una maldición y empecé a correr.

Teucro no corrió. Se apoyó en una rodilla y empezó a disparar.

Él nos salvó del fracaso. No habríamos alcanzado nunca a aquellos ciervos (el mejor de mis tiros, con mi mejor lanza, se quedó corto); pero Teucro abatió a seis con ocho flechas, un trabajo increíble a aquella distancia, entre árboles dispersos y hierbas altas.

Pero entonces fue cuando entró en juego el trabajo de equipo, porque ninguna de sus flechas era mortal, y echamos a correr tras los animales heridos; yo gritaba órdenes mientras los otros hombres se dispersaban por dos flancos.

Yo corría con fuerza, maldiciendo mi pierna; vi mi lanza fallida clavada en el suelo y conseguí asir el astil sin perder velocidad. El macho mayor se perdía de vista entre unas matas de escaramujo y espinos. Me arrojé tras él, y el animal se volvió; era un ciervo macho grande, tan alto de grupa como un caballo pequeño.

Le arrojé mi lanza buena, y el animal la esquivó y recibió en la paletilla el golpe que iba dirigido a la cabeza; pero cayó, y yo caí sobre él con mi otra lanza. Se la clavé dos veces, y el animal se estremeció, sus ojos se nublaron y se quedó inmóvil.

Sentí más lástima por aquel ciervo que la que siento por muchos de los hombres que mato. Era un animal magnífico que no tenía la más mínima oportunidad; ya habían soltado a los perros, y los teníamos cerca.

De manera que me arrodillé, cerré los ojos al ciervo y elevé una oración a Artemisa; después, extraje la lanza de la paletilla del ciervo y seguí el ruido de los perros.

Cuando hube alcanzado a la jauría, ya habían muerto los seis animales. Formábamos un buen grupo, y cada hombre había seguido el objetivo más próximo sin grandes gritos y haciendo su deber.

Entonces empezó el trabajo. Teníamos seis ciervos muertos, y los colgamos de los árboles del pomar, los abrimos en canal y les sacamos las tripas y empezamos a limpiarlos. No había agua en las proximidades, y, a pesar del frío de la mañana, nos desnudamos para no mancharnos la ropa. Y éramos hombres piadosos, y Licón y Filipo, devotos ambos de Artemisa, nos enseñaron a cantar un himno que no conocíamos, y quemamos las primicias de las piezas (sus hígados y sus corazones) sobre una piedra que sin duda había servido de altar en otras ocasiones. Cuando estuvo lista para trasladarse la última pieza, estábamos cubiertos de sangre y de suciedad, y por el camino parecíamos una fiesta dionisiaca que hubiera degenerado hasta unos niveles repugnantes. Nos bañamos en un arroyo, riéndonos y salpicándonos unos a otros con agua helada.

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