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Authors: Christian Cameron

Tags: #Novela histórica

Maratón (40 page)

BOOK: Maratón
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Pero la transgresión peor, a ojos de los «hombres buenos», era que alguien, o algún grupo de hombres, había invadido una de las fincas mayores de los alcmeónidas. En concreto, era la finca familiar de Cleito. Habían dado grandes palizas a sus trabajadores y habían matado a todos los caballos que había en sus establos, degollándolos con cuchillos. A todos los caballos.

No había salido todo como yo lo había preparado. Había querido recuperar mi caballo, pero los hombres a los que se envió a la granja lo habían entendido mal, y mi hermosa yegua murió con todos los demás. No había querido que murieran tantos hombres (diez es una cifra de cadáveres muy alta para una ciudad pacífica); pero, si quieres hacer sopa, es mejor picar bien las verduras.

Hice lo que tenía que hacer. Quería que los alcmeónidas se quedaran aterrorizados. No quería que se plantearan la posibilidad de contraatacar.

No podía saber con certeza cuáles serían las consecuencias de mi pequeña jugada. Y puede que las consecuencias hubieran sido menores si no hubiera sido por la obra teatral de Frínico.

Cleito había intentado hacer que se cancelara la representación; o, en caso contrario, que se produjera en el Ágora un alboroto que habría obligado a los magistrados a tomar medidas. Aquello era lo que debía haber sucedido; pero, a esas alturas, sus matones eran cadáveres que se estaban quedando fríos y sus sombras ya habían recorrido buena parte del camino al Hades. Yo había pagado a otro grupo de remeros y a sus amigos para que asistieran a la representación. Aunque yo había hecho venir a más gente para que animaran a todos a aplaudir, no habría hecho falta, y lamento haber confiado tan poco en Frínico. No les pagué para que atacaran a los alcmeónidas. Aquello fue espontáneo.

El final de la obra desencadenó una convulsión de lástima y de remordimientos. Las palabras de Frínico dieron a entender al público en general lo que había significado la caída de Mileto y el papel que habían desempeñado o dejado de desempeñar ellos. Frínico no había mencionado ni una sola vez a los alcmeónidas, ni había hablado con dureza del poder del oro persa. Pero cuando los hombres se hubieron secado las lágrimas después del último monólogo, que era de un general persa que exigía que todos los griegos se sometieran, so pena de correr la misma suerte que Mileto, la multitud se revolvió contra los alcmeónidas como perros rabiosos.

Les arrojaron inmundicias y vapulearon a los miembros de su séquito. Al principio, la gente se contenía, tanto por el prestigio de aquellos aristócratas como por miedo a sus guardaespaldas; pero no se veía a ningún guardaespaldas.

Entonces, algunos remeros se envalentonaron y se adelantaron.

Pero los aristócratas no eran cobardes ni mucho menos. Eran los líderes de Atenas, y salieron a relucir las espadas, a pesar de las leyes. Abatieron a algunos hombres del pueblo.

En la zona de detrás de la tribuna reinaba la confusión de un
combate informe
. Me abrí camino hasta allí, entre hombres que intentaban sumarse a la pelea y otros que intentaban huir de ella. Quería buscar a Cleito; quería verle la cara.

Pero al que vi fue a Temístocles. Sonreía de oreja a oreja, aunque se esforzaba por contener a unos
thetes
armados de porras que querían rematar a un hombre caído.

Temístocles me miró y sacudió la cabeza.

—¿Te das cuenta de lo que has hecho? —rugió, aunque aquello no le desagradaba.

Me abrí paso tras él buscando a Cleito. Me llevé un golpe en el hombro, y me pregunté si se acabaría con los alcmeónidas allí mismo, en una masacre junto a la Estoa Real; pero la multitud quería algo más y algo menos que sangre, y los aristócratas más ancianos ya se habían apartado de la multitud. Y corrían. Un espectáculo que la
demos
no olvidó jamás.

Cleito contenía a la multitud con una docena de hombres armados. Los
thetes
temían a su espada y la habilidad con que la manejaba.

Yo no. Me adelanté entre la primera fila de hombres de clase inferior, y me reí de él.

Como un actor que hace su entrada en el escenario en el momento oportuno, Paramanos apareció entonces llevando de la mano a mi muchacha esclava. Ella abrió mucho los ojos al verme; según supe después, hasta ese momento se había temido lo peor. Si es que puede haber algo peor que trabajar en un burdel de Atenas.

La así de la mano con fuerza, y se vino conmigo.

—He recuperado lo que es mío —grité a Cleito.

—Eres hombre muerto —me rugió él.

Y echó a correr, perseguido por el ruido de mis risas.

Le concedí la libertad, tal como se lo había prometido. Se la daba con un año de retraso o más, y la indemnicé como pude por el año perdido, con plata contante y sonante. No volvió a ser nunca la compañera amistosa y franca de las primeras semanas que habíamos estado juntos. Los dioses se habían servido de ella y la habían descartado después, y yo, que había jurado salvarla, me había olvidado de ella. No es una historia agradable. ¿A cuántos hombres tuvo que entregarse en el Ágora, porque yo había sufrido un desengaño amoroso?

Pero los aristócratas atenienses nos las pagaron. Durante varias semanas, ningún alcmeónida se atrevió a salir a la calle, y yo gané mi pleito por incomparecencia de mi adversario; y la unanimidad del jurado fue un indicio más de la caída del poder de los aristócratas. Milcíades defendió mi pleito con voz profunda y semblante tranquilo, pues sabía que iba a ganar, tanto como
proxeno
mío como en su propio juicio. Después de la tragedia de Frínico, ningún jurado ateniense condenaría a Milcíades por nada. Y la máquina política de los alcmeónidas se hundió al hundirse los que la manejaban. Me temo que enseñé a los atenienses una lección terrible, y que en estos tiempos todavía temen a la
demos
.

Pero me sonrío cuando pienso que Frínico y yo salvamos la democracia ateniense de los alcmeónidas para que el hombre que quería ser tirano pudiera salvarla de los medos. Los dioses (¿y quién será tan necio como para no creer en los dioses?) hacen las cosas por los medios más extraños.

Durante la semana siguiente, hasta que se resolvió mi caso, Arístides estuvo distante. No era tonto, y entendía quién había estado detrás de todo aquello, y Temístocles también lo entendía. Volví a alojarme con Frínico, a quien ahora le llovía el dinero y ofertas de más, procedentes de admiradores tan lejanos como Hierón de Siracusa.

Frínico sabía que yo había hecho algo, pero yo no expliqué nunca exactamente qué; no obstante, al invitar a cenar todas las noches a Agios, a Paramanos, a Negro y a Cleón, Frínico se volvió intocable. Teníamos a todas horas a cincuenta remeros rondando por las calles próximas a su casa, pagados con el dinero de Milcíades.

Pero el día en que Milcíades salió absuelto (el jurado se negó a oír la acusación, lo cual tenía precedentes en la ley ateniense y, al parecer, satisfizo a todos), me reuní con él y con Arístides, junto con Temístocles. Nos encontramos como por casualidad en una taberna al borde del Ágora, donde los hombres acomodados solían cerrar sus tratos de negocios.

Temístocles no me miró a los ojos. Milcíades, por su parte, se puso de pie y me abrazó.

—Un dinero bien gastado —dijo—. Perdóname que dudara de ti, amigo mío. Te estaré siempre en deuda. Pero me parece que a estos otros caballeros les habrá dejado mal sabor de boca tu manera de hacer política —añadió, guiñándome un ojo.

Temístocles escupió.

—No quiero vivir en un Estado que funciona a base de sangre —dijo.

—Sin embargo, aspiras a aumentar el poder de la clase más baja —repuso Milcíades—. ¿Qué esperabas?

Temístocles me lanzó una mirada furiosa.

—Espero que aprendan a ser personas de honor, que estén en su lugar y que voten… no que se den de garrotazos unos a otros como ladrones.

Pero el que me sorprendió fue Arístides. Me dio la mano y me abrazó.

—Había empezado a odiarte —dijo—. Consideré la posibilidad de pedir una orden de destierro contra ti.

Temístocles se le quedó mirando como si los dioses le hubieran sorbido el seso.

—¿Pero no la pediste?

Arístides negó con la cabeza y se sentó.

—Bebe vino con nosotros, Arímnestos —dijo—. Invité a Cleito a que se sumara a nosotros, pero rechazó la invitación. Quería que estuvieran presentes todas las facciones —estuvo a punto de esbozar una sonrisa burlona—. Puede que hoy no valga la pena tener en cuenta a su facción.

—Volverán —dije yo.

—Así es —asintió Arístides—. Pero, ahora, ni todo el oro de los persas bastaría para comprar a la plebe.

—¿Y por eso perdonas a este extranjero que ha recurrido a la violencia para sus fines? —preguntó Temístocles.

Arístides se encogió de hombros.

—En los tiempos antiguos, cuando una ciudad llegaba a la
stasis
, a la guerra civil, sus ciudadanos más destacados invitaban a un extranjero, a un legislador, a que viniera a salvarlos. —Arístides sonrió—. Fue mi esposa quien me dijo que me estaba comportando como un idiota, y que debía ver en el plateo a un hombre que había venido a Atenas a restaurar el orden.

Los miré sucesivamente a todos.

—Vosotros me consideráis un matador de hombres —les dije—. Pero tuve por maestro a Heráclito de Éfeso, y entiendo un poco cómo funcionan las ciudades. En Atenas hay demasiados pobres y demasiados pocos ricos como para que los ricos puedan controlar a los pobres por el miedo y por la plata. Demasiados de los pobres de Atenas son marineros y remeros. No son cobardes, como todos los que estamos sentados a esta mesa sabemos bien. Y no tienen ningún motivo para apreciar a Persia —concluí, encogiéndome de hombros.

—Todo eso ya lo sé —dijo Temístocles—. No tiene que venir a explicármelo ningún extranjero formado en oriente.

—Lo sabes, pero a pesar de todo no hiciste nada —dijo Arístides. Se volvió hacia mí y sonrió—. Yo prefiero el imperio de la ley, plateo.

—Yo también soy hombre acomodado —dije—. No soy tan rico como vosotros, pero tengo una buena finca, una fragua, caballos. Yo también valoro mucho el imperio de la ley. Pero cuando solo un bando controla las leyes, el otro bando debe apelar a otro tribunal.

Arístides asintió con la cabeza.

—Ahora, todos queremos pedirte que te marches de la ciudad.

Sonreí.

—¿Conque vais a echarme de aquí, después de todo?

Arístides asintió.

—Es preciso. Mataste a diez hombres… y la mayoría de los ciudadanos saben cómo. De aquí a poco tiempo volveremos a recibirte con los brazos abiertos.

Me puse de pie.

—Caballeros, he luchado por Atenas, he derramado mi sangre por Atenas, y ahora he intrigado por Atenas. La profundidad de vuestra gratitud nunca deja de asombrarme.

Arístides sacudió la cabeza.

—No te lo tomes así, Arímnestos. Si fueses uno de nosotros, ahora temeríamos todos tu poder. Como eres un aliado, podemos pedirte que te marches, y confiar de nuevo en ti en el futuro.

Dijo esto como si tuviera sentido, y en cierto modo lo tenía. Pero aquello también me dolía. Yo había planificado una campaña brillante, y la única persona que me lo había agradecido era Irene, la esposa de Frínico.

—¿Qué podemos hacer por ti, Arímnestos? —me preguntó Milcíades.

Yo tuve la elegancia de reírme.

—Nada —dije—, salvo aseguraros de que Frínico no se muere de hambre mientras vosotros tramáis el futuro de Atenas. —Y entonces me acordé de una cosa—. Puede que os acepte un favor, después de todo. Llevo encima unos documentos de manumisión a favor de una muchacha esclava. Los ha firmado un magistrado. ¿Qué os parece firmarlos todos vosotros?

Según figuraba en las tablillas, la muchacha se llamaba Apolonasia; un nombre bastante rimbombante para una muchacha esclava de Beocia con un pie torcido; pero desde luego que era hija de Apolo, en efecto. Y aquellos tres, que eran los tres hombres más célebres de su generación, pusieron sus sellos y sus nombres junto a la señal del magistrado, en las tablillas de la muchacha.

Era el mejor regalo que yo podía darle. Fui a buscarla y se la presenté (ella bajaba los ojos con modestia), y los tres juraron que se acordarían de ella.

Salimos a pie de la ciudad, y ella nos acompañó. Me pasé por la colina de la Acrópolis para despedirme de Frínico, y al llegar a El Pireo me pasé a despedirme también de Agios y de Paramanos; y en Eleusis me despedí de Eumenios, a quien apenas había visto, porque en la Ática ochenta estadios se consideran una distancia grande. Cleón me acompañaba. Y en nuestra última noche en la Ática, en Oinoe, donde había muerto mi hermano, ella se metió entre mis mantas y me besó.

—Me marcho mañana por la mañana —me dijo—. Seré la mujer de un granjero en la Ática, y mi vista me dice que volveré a verte. He servido de medio para guiarte, y ahora soy libre.

Murmuré algo, porque estaba duro como una piedra y quería poseerla, y en aquellos momentos no me interesaban sus divagaciones femeninas soñadoras; pero ella me dio un fuerte mordisco en el hombro para hacerme atender.

—Estás en deuda conmigo —me dijo—. Dame un hijo tuyo, o te maldeciré. Otra vez.

Y así lo hice.

A la mañana siguiente ya se había marchado. Volví a tener noticias suyas, y sé con quién se casó y quién fue nuestro hijo, y os lo acabaré contando si seguís acudiendo a sentaros aquí.

Pero he de decir algo a su favor. Tenía tanto de heroína como tenían de héroes Eumeles de Eubea o Arístides. Era un instrumento de los dioses, y se mantuvo firme; y cuando la trataron como a una mierda, ella no se convirtió en una mierda. ¿Eh?

No me puedo quitar de la cabeza la idea de que, si hubiera vuelto por ella, los griegos podrían haber vencido en Lade. Tonterías. Pero sigo cargando con la culpa de haberla dejado en manos del condenado Cleito durante un año.

Y Cleito tampoco la envió a un burdel porque fuera un hombre malo. Eso es lo que se hace con una posesión coja de un pie y con buenas tetas, si no sabe hacer otra cosa. ¿No es así?

Soy viejo y tengo pocas cosas de que arrepentirme; pero ella es una de ellas. Y aquella noche, cuando se acostó conmigo y recibió mi semilla, me sentí mejor. No voy a negarlo. Mucho mejor.

Cuando me desperté con la primera luz del alba, ella se había marchado. Pero sobre mi saco de cuero, donde ella había recostado la cabeza morena hacía pocas horas, estaba posado un gran cuervo negro. Soltó un graznido, y su aleteo me asustó, y ascendió al cielo con un chillido.

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