Respiré hondo. Estábamos luchando contra medos; podía hablar sin que me entendieran.
—Cuando diga «al ataque» —vociferé con todas las fuerzas de mi garganta y de mis pulmones—, avanzáis cincuenta pasos, dais media vuelta y echáis a correr como si el Cancerbero os estuviera pisando los talones. ¡Oídme, Plateos!
Sonó un grito, parecido en parte a un grito de guerra y en parte a un suspiro.
—¡Al ataque! —grité; y avanzamos contra ellos.
Los medos no estaban preparados para aquello. Se dispersaron en cuanto nos vieron venir, y solo los más valientes y rápidos de los nuestros llegaron a alcanzar a algunos de ellos. Yo, por mi parte, no pude, desde luego; el medo al que había echado el ojo desapareció entre la oscuridad casi total de la maleza de la parte alta de la playa.
Idomeneo, bendito sea, tocó una sola nota cuando yo estaba dando mi paso cuarenta y siete, y dimos media vuelta al unísono, como si fuera una figura de la danza pírrica (y lo es) y echamos a correr. Huimos por aquella playa como niños asustados a los que persigue un padre enfadado, y todos comprendíamos que, o nos separábamos de ellos allí mismo, o moriríamos al salir el sol.
Pero los persas también tienen buenos soldados. Entre la maleza había en alguna parte un oficial que sabía lo que se hacía, y a los pocos segundos de que echásemos a correr ya nos estaban persiguiendo y empezaron a caer flechas. Entonces fue un sálvese quien pueda. Algunos de mis muchachos se dirigieron tierra adentro, campo a través. Unos pocos tiraron los escudos. La mayoría los conservaron; cuando te están disparando unos arqueros, lo último que te interesa perder es tu escudo.
Yo seguí por la playa, y la mayoría de los medos me siguieron. Mala suerte. Si hubieran esperado un poco más, si hubieran huido un poco más de nuestra falsa carga, podríamos habernos retirado limpiamente; pero no tuvimos esa suerte.
Al cabo de unos minutos de correr, volví la vista, y nos iban alcanzando. Al fin y al cabo, ellos usaban armadura ligera, y la mayoría no la llevaban puesta en todo caso, pues nuestro ataque los había encontrado durmiendo. No llevaban cascos ni grebas.
Aunque eran cautos, nos iban tomando la medida.
Me dio una flecha en el centro de la parte trasera del armazón de mi armadura. Gracias a la mano de Ares, acertó en las dos capas de bronce, pero la fuerza del golpe me derribó. Cuando me levanté, me dio otra flecha en el mismo sitio, y otra más me rebotó en el escudo; eran flechas pesadas, y una más me golpeó en el casco con ruido metálico, y yo pensé… Joder, esto se acabó.
Me planté a pie firme y me volví.
Uno de los medos cayó en la playa; la vida se le escapaba entre los dedos, con los que asía el astil de la flecha que tenía hundida en las tripas.
Teucro estaba justo a mi lado, tirando con calma. Uno, dos… y los hombres caían.
—Vuélvete un poco a la izquierda —me dijo.
Así lo hice, y me dieron dos flechas en el frontal del escudo, y él tiró a su vez…
zip
, pausa,
zip
.
A cada tiro caía un medo.
Otra flecha me dio en el escudo, pero los medos ya corrían para ponerse a cubierto. Teucro abatió allí mismo a cuatro, a los que dejó tendidos en la arena, tosiendo, con los pulmones perforados.
—Corre —dije.
Le dejé tres pasos de ventaja mientras yo me quedaba firme (una flecha más me rozó la parte superior del casco), y entonces me volví y eché a correr yo también.
Resollaba como un caballo después de una galopada; sorbía el aire como un borracho sorbe el vino, y las piernas me ardían como si hubiera corrido diez estadios. Tenía una curiosa insensibilidad donde la herida que me había hecho Arquílogos cuando la caída de Mileto, que contrastaba con el dolor del resto de mis músculos, y el sudor me rodaba por la frente y se me metía en los ojos.
La luz iba en aumento. Yo iba corriendo por una playa que ya estaba lo bastante iluminada como para practicar el tiro al blanco, y cada vez corría más despacio.
Ares, cuando lo recuerdo me dan ganas de escupir arena: huyendo como un cobarde, y sabiendo, sabiendo, que a los pocos momentos estaría muerto, en cualquier caso. Cuando llegas al final, cuando todo está perdido, ya no importa si se trata de una exhibición, de un engaño o de una última defensa, amigos. Nadie que valga una mierda quiere morir dando la espalda al enemigo.
Así que me volví.
Una flecha que me habían apuntado a la espalda rebotó chirriando en el frontal de mi escudo.
Yo quería haberme llevado por delante a uno por lo menos, pero ya se me había agotado todo, el
daimón
no tenía más que aportarme, y yo, el gran luchador de los plateos, me hundí detrás de mi escudo. Me fui acurrucando cada vez más, mientras las flechas lo golpeaban.
Pero así podía respirar, y respiré. Jadeaba como un perro, y no se me ocurría nada, y las flechas me caían en el escudo como el granizo sobre una buena mies; en dos ocasiones, las puntas de las flechas me atravesaron limpiamente el frontal del
aspis
.
Ay, niños, esa sí que fue una hora negra. Cuando hube recobrado el aliento, comprendí que no se trataba más que de elegir mi manera de morir. Podía prolongar aquello, refugiado bajo el borde de mi
aspis
, hasta que los enemigos enviaran por los matorrales, a mi izquierda, a un hombre que pudiera clavarme una flecha en la cadera o en el culo. No es cosa de risa. Podía intentar volverme de nuevo, pero ¡Hades! Ya no tenía piernas. Me parecía que el mejor partido sería atacarles. Sería la manera más rápida de terminar con aquello, y, si había alguien mirándome, si después de aquel desastre quedaba en toda Grecia un bardo capaz de cantar, al menos los hombres dirían que Arímnestos murió dando la cara al enemigo.
Respiré una docena de veces más, racionando las respiraciones, absorbiendo el aire profundamente. Después me concedí cinco respiraciones más, el margen entre la vida y la muerte. Cinco respiraciones.
Seguían chocando las flechas contra el frontal de mi escudo.
Al filo de la quinta respiración, me puse de pie. Eché una rápida ojeada por la playa, a mi espalda, y el corazón me dio un salto de alegría. Estaba despejada. Mis hombres habían podido retirarse.
En algunas situaciones, nada habría sido más triste que morir solo; pero en aquella me llenaba de fuerza. El estar solo me hacía sentirme menos fracasado y más héroe.
Me incliné hacia delante, hacia la tormenta de flechas, acopié en las piernas una fuerza que no sabía que tenía, y ataqué.
¿Estáis dormidos alguno?
¡Ja! Te has estremecido,
zugater
. A lo mejor te habías creído que me morí allí, ¿eh?
Sírveme un poco más de vino, muchacho.
Sí; ataqué. En cuanto asomé la cara por encima del borde de mi
aspis
, vi que ellos estaban bien apiñados, a unos cincuenta pasos de distancia; por eso fallaban tan pocas flechas, os lo puedo asegurar.
Recordé cuando corrí con Eualcidas en el combate en el paso de montaña. Allí, como aquí, mis pies hacían crujir la grava. Levantaba el escudo, y las flechas caían sobre él como la nieve sobre una montaña.
Y, de pronto, cesaron.
Se oyeron gritos, gritos de dolor y gritos de terror. Bajé el
aspis
un dedo y me asomé al frente, entre la semioscuridad del alba, entre el sudor, entre las ranuras de mi casco.
Los medos caían. Una docena ya estaban tendidos en el suelo, y los demás se dispersaban. Cuando llegué hasta ellos (vivo, claro está, so tonta), no quedaba un solo hombre vivo, y tenían clavadas tantas flechas que parecían puercoespines.
Di la espalda a la aurora de rosáceos dedos y al mar pálido. Salían unos hombres de entre los matorrales; cien hombres, armados de arcos.
Los arqueros atenienses me habían encontrado.
Me reí.
O sea, en nombre del Hades, ¿qué puedes hacer en esa situación más que reírte?
Supongo que cuando escribas todo esto dejarás de lado a los hombres pequeños, a los arqueros y a los peltastas. Y cuando digo «pequeños», quiero decir que son pequeños a ojos de los grandes. Pero eran buenos hombres, como veréis. Los
psiloi
. Los hombres «desnudos» que no llevan armadura. Esta es la historia de los hombres pequeños; y, si quieres, puedes pasar por alto lo que pasó a continuación. Pero tuvo mayor efecto sobre la batalla de lo que estarían dispuestos a reconocer jamás la mayor parte de los hombres con armamento pesado y de los de clase alta.
Los arqueros estaban eufóricos: habían salvado a un héroe famoso y habían acabado con los medos, y yo sabía que mientras aquellos hombres vivieran en sus casitas y en sus chabolas de las laderas de la Acrópolis, seguirían contando y volviendo a contar aquella historia en sus tabernas, al borde del Ágora, en los puestos de pan.
Algunos, los más arrojados, corrieron playa abajo y arrancaron algún recuerdo del montón de cadáveres. El primero que pasó a mi lado me dirigió una rápida sonrisa.
—¿Estás vivo, jefe? —me preguntó sin dejar de correr.
Yo había caído sobre una rodilla. Le sonreí a mi vez, me puse de pie y lo seguí, vacilante.
Los medos empezaban a agruparse a lo lejos. ¿He dicho ya que eran unos soldados de primera? Aunque acababan de perder a la mitad de los suyos en una emboscada, volvían a la carga. Que no me venga nadie con que los medos y los persas eran unos cobardes.
Los medos que estaban tendidos en la arena llevaban oro y plata; eran soldados profesionales que lucían sus ganancias. Los arqueros atenienses eran pobres, y mi amigo, el primero que había pasado a mi lado, soltó un grito de alborozo cuando llegó a los cadáveres. Pero era hombre solidario, y levantó algo que brilló al sol naciente y gritó «¡oro!», y los demás arqueros salieron en tropel de los matorrales al borde de la playa; algunos saltaban por las dunas y los terraplenes.
Desnudaron aquellos cadáveres dando muestras de que sabían manejar un cadáver. No lo digo con ánimo de criticar, pero cuando los alcancé, ya no quedaba nada más que piel, pelo y hueso.
—Será mejor que no dejéis de lado los arcos, chicos —dije, señalando playa abajo. Me adelanté y detuve con el frontal de mi escudo una flecha que podría haber alcanzado a alguien, y los músculos de mi brazo del escudo protestaron con fuerza.
—Chico, y una mierda —dijo un hombre mayor; pero sonrió. Tenía los brazos gruesos y los hombros musculosos; supuse que sería un remero—. Entonces, tú eres ese plateo famoso, ¿eh?
—Lo soy —dije. Y puse entonces un poco de hierro en la voz—. ¡Arcos! —grité.
Cuando doy una orden, la mayoría de los hombres me obedecen. Los arqueros me obedecieron.
—¿Quién es el maestro arquero, entonces? —pregunté.
Cuando la mayoría de los hombres hubieron tirado un par de flechas (sin más efecto que hacer retirarse a los medos playa arriba), el hombre mayor se volvió hacia mí de nuevo.
—Está con la otra mitad de los muchachos… fueron hacia el centro del campamento. No te encontrábamos. Y yo no hacía más que perderme… de manera que busqué la playa. —Esbozó una sonrisa torcida—. Soy marinero… o lo fui. Me entiendo mejor en las playas.
No pude menos que reírme.
—Tenemos que marcharnos de aquí —dije.
—Eso también lo entiendo. Ya hemos dado a los persas lo suyo. —Miró a su alrededor—. Y ya tenemos todo lo que traían. —Gritó a los hombres que estaban junto a los cadáveres—. ¿Tenéis todos los arcos? ¿Todos sus carcajes? ¿Las flechas?
—Todo su equipo es mejor que el nuestro; los arcos son mucho mejores —me dijo a mí.
—Ya lo sé —dije.
—Prefiero un arco persa a ningún otro —dijo, exhibiendo el suyo.
—Estos no son persas —dije. Señalé los gorros bajos y las botas de fieltro—. Son medos, un pueblo súbdito de los persas; son parecidos, pero no son los mismos. Llevan menos armaduras. También los sakas son diferentes: barbas más grandes, más cuero, y arcos mejores.
—Menudo sofista estás hecho. Soy Leonestes de El Pireo —dijo el antiguo marinero, tendiéndome el brazo. Empezaron a caer flechas a nuestro alrededor.
—Corramos —dije.
Y corrimos. Al cabo de unos centenares de pasos, tuvieron que llevarme a cuestas. Yo me sentí avergonzado, como mínimo. Un jovencito me tomó el
aspis
y el otro me quitó el casco.
Dejamos la playa cuando empezó a apartarse del camino más recto hacia nuestro campamento, y corrimos tierra adentro. Resultaba más fácil de día; yo veía la línea de las colinas y de las montañas al final de la llanura, y el terreno elevado donde se encontraba el templo y el santuario de Heracles.
En cuanto salimos de la playa, dejamos atrás a los medos. Creo que a estos se les había acabado por fin el entusiasmo. Mis plateos debían de haber abatido a veinte, o quizá hasta cincuenta. Cuando unos hombres con armadura luchan contra otros que no la llevan, el resultado nunca es bueno para estos últimos. Y la emboscada de los arqueros debió de acabar con otros treinta, como mínimo. Cincuenta muertos ya se parece más a una batalla perdida que a un par de escaramuzas antes de desayunar.
Los medos se retiraron para cuidarse las heridas. Nosotros seguimos por los prados, por los trigales y por los barbechos, saltando los muros de piedra y evitando los setos vivos. Cuando habíamos recorrido la mitad del camino hasta el santuario de Heracles, sentí que la tierra se movía. Tenía que detenerme; los pulmones me ardían de dolor. Otros hombres debían de sentir lo mismo; en cuanto se detuvo mi grupo, todos los demás hicieron otro tanto.
La sensación de que la tierra temblaba iba en aumento. Miré a mi alrededor… y vi el polvo.
—¡Caballería! —dije, jadeante—. ¡A los matorrales!
A nuestra derecha había un barbecho rodeado de muros de piedra bajos y con rodales de jazmín y de otros arbustos bajos. Además, estaba lleno de piedras.
Nos amontonamos allí sin seguir ningún orden determinado.
—Al muro. ¡A este! Tú… ¡de pie allí! ¡Arcos arriba!
Ese era yo; las órdenes me salían como si estuviera retransmitiendo la fuerza de Ares.
Leonestes me ayudó.
—Poneos en fila… ¡mueve el culo hasta esa pared, muchacho! Arcos arriba, ¡ya lo habéis oído! Pon una flecha en la cuerda, hijo de puta.
Teníamos casi encima a la caballería. Pero, como sucede en tantas ocasiones en los campos de batalla reales, no nos habían visto. Su presa era otra.