Parecía compungido.
—Nos perdimos —dijo.
Aquello me hizo reír. Y la risa también es útil.
Creo que aquel fue el momento en que empezaron a cambiar las cosas. Antígono llegó con siete de nuestros hombres desaparecidos, todos ilesos. Se habían escondido al abrir el día, pero a medida que nuestros
psiloi
iban expulsando gradualmente a los bárbaros de los campos, su pequeño grupo se había vuelto más audaz, y consiguieron ir pasando de campo en campo. Hasta habían conservado los escudos.
Áyax llegó sin su
aspis
y con una herida grave en el muslo, transportado por un trío de libertos atenienses que reclamaron un pago.
—¿
Verdá
o no, señor? Nos hemos
quedao
sin saquear
pa
llevar a tu amigo, ¿eh?
Yo apenas entendía a aquel hombre, pero le di una lechuza de plata a él y otra a cada uno de sus compañeros, y después pedí a Milcíades que enviara a su médico. Áyax tenía aún alojada muy dentro del muslo la punta de la flecha. El médico sacó un juego de lo que parecían ser moldes de puntas de flecha; eran unas varillas largas y huecas en cuya punta había un hueco donde encajaba una punta de flecha. Se abrían en dos. El médico las empleaba con una eficiencia implacable. Metía el instrumento a presión en la herida; rodeaba con el pequeño molde la punta de la flecha, de modo que la punta de arpón de la flecha quedara bien cubierta de metal liso y seguro, y tiraba de la varilla para sacar la flecha. Había mucha sangre, pero Áyax dejó de gritar en cuanto hubo salido la flecha, y consiguió esbozar una sonrisa diluida.
—Por la polla de Ares —gruñó—, creo que estoy jodido.
Puso los ojos en blanco y jadeó, temblando con ese agotamiento que solo puede ser fruto del terror o del dolor.
—No seas quejica —bromeó el médico, sacudiendo la cabeza—. No intentes correr el estadio durante unos días —añadió, y sonrió.
Después, vertió directamente sobre la herida miel cruda, en cantidad, y se la vendó con tanta fuerza que vi cómo se le hinchaban los brazos con el esfuerzo.
Milcíades lo observaba fascinado; siempre lo fascinaba todo lo que fuera construir cosas y las técnicas. Por entonces ya llegaban por la cuesta de la colina cada vez más
psiloi
, y el campo empezaba a animarse.
Oí risas, y el sonido inconfundible de la voz de un hombre que fanfarronea. Y después más risas.
Miré a Milcíades.
—No parecen derrotados —dije.
Puede que se debiera al descanso y al vino, pero el caso fue que Milcíades, que tenía quince años más que yo, se puso de pie de un salto. Parecía vivo.
Salió del bosquecillo, y cuando volví a verlo estaba de pie en el centro de un grupo de arqueros atenienses, con Temístocles, y se reían. Leonestes me vio y me llamó con un gesto, y yo me acerqué.
—Estaba contando lo nuestro —dijo Leonestes—. Cómo te rescatamos. Cómo atacaste a los persas…
—Medos.
—A los bárbaros, tú solo. Como un chalado —dijo, y sonrió.
Milcíades enarcó una ceja. Después, se subió al muro de piedra seca del santuario y oteó la llanura hacia el campamento persa.
—No se mueven —dijo—. Veo una fila de jinetes muy cerca de su campamento. Nada más.
Creo que fue entonces cuando todos empezamos a entenderlo.
—Creo que tienen miedo —dije.
—Están muy lejos de sus casas —añadió Antígono, indicando sus barcos con un gesto de la cabeza.
Milcíades estuvo de acuerdo.
—Resulta difícil ponerse en el lugar del enemigo, ¿no es así? —dijo.
Temístocles se pasó los dedos por la barba.
—¿Crees que hemos vencido? —preguntó.
—¿Vencido? —repitió Milcíades—. No seas bobo. Pero los hemos expulsado del terreno, y a nosotros nos llegan los abastecimientos. Y quizá les hayamos hecho sentir lo que sentimos. Pero, vencido… —Miró hacia la caballería, al otro lado de la llanura—. No habremos vencido mientras no hayamos clavado una lanza a cada uno, Temístocles. Son persas.
Temístocles estaba contemplando su flota.
—No deberíamos haberles dejado desembarcar —dijo—. Pero eso ya lo debatiremos otro día. ¿Cuál es el plan ahora?
Milcíades se rio. Parecía diez años más joven que pocos minutos antes.
—Primero, ganar la votación —dijo—. Después, luchar.
A media tarde, la votación ya estaba decidida. Los hoplitas se sentían puestos en evidencia por sus propios sirvientes. Es la única manera de contarlo. Todos los caballeros tenían la necesidad de mojar la lanza, ni más ni menos.
Según mis cálculos, aquel día nos reunimos más de tres mil hombres alrededor del altar para asistir a la votación de los estrategos. Los presentes pedían la votación a voces y exigían que el ejército se mantuviera en su puesto.
Leonto hizo lo que pudo. En primer lugar, exigió que se me excluyera de la votación, ya que yo era extranjero. El polemarca se avino a ello. Pensé que Milcíades iba a estallar; pero entonces la multitud de hoplitas reunidos, y bastantes de sus sirvientes, se pusieron a cantar:
¡Luchar! ¡Luchar! ¡Luchar!
Milcíades se tranquilizó.
Pero cuando llegó la votación, el resultado fue inesperado. Cinco estrategos a favor de luchar, y cinco a favor de volverse a Atenas.
La multitud de hoplitas empezó a cantar de nuevo:
¡Luchar! ¡Luchar! ¡Luchar!
Alguien tiró una piedra que acertó a Leonto. Los atenienses pueden ser unos canallas. Otros hombres arrojaron también higos y huevos podridos.
Calímaco alzó los brazos, y hasta los hoplitas más ruidosos se callaron.
—No seáis críos —dijo con su voz potente. Si lo habían hecho polemarca era por algo. Los hombres hechos y derechos, los que luchaban con la lanza, vacilaban ante una amonestación de su voz—. Lo que estamos debatiendo aquí es la vida de Atenas. Estos son los hombres que nombrasteis estrategos. Comportaos como ciudadanos.
Y así lo hicieron. Y yo temí que Calímaco, tan tranquilo y tan dueño de la situación, se nos fuera a llevar directamente de vuelta a la ciudad.
Calímaco mandó que los estrategos volvieran a votar, pero el resultado fue un nuevo empate. En la guerra y en la política se dan alianzas extrañas. Cleito, de los alcmeónidas, votó con Arístides el Justo, y con Temístocles el demócrata, y con Milcíades, el aspirante a tirano. El quinto que votó a favor de librar batalla fue Sosígenes, orador conocido.
Los disidentes eran igualmente heterogéneos, y aquella división contradecía la idea de que los hombres estuvieran vendidos al oro de los bárbaros, a pesar de todo lo que se murmuró después de la batalla. Los hombres votaban en virtud de sus ideas, y es en estos casos cuando la política se vuelve más enconada y más peligrosa.
Yo estaba casualmente junto a Calímaco después de la segunda votación.
—Por Zeus, señor de los jueces —me dijo—. No debí haber consentido que ese canalla zalamero te excluyera, plateo.
—No —dije yo—. Yo habría decidido esto.
Me dirigió una sonrisa dura; y entonces Milcíades cruzó el corro de los estrategos y se subió a su
aspis
.
—El polemarca también es estratego, por supuesto —dijo—. Su voto debe ser el decisivo.
El comentario de Milcíades produjo un nuevo silencio.
Calímaco murmuró una palabra. Yo se la oí. Había dicho «canalla» con mucha claridad.
Calímaco recorrió con la vista a los reunidos en el corro; el silencio del ejército era tan denso que se podía palpar.
—¿Debo pedir otra votación?
Todos negaron con la cabeza.
Milcíades abrió la boca para hablar, pero Calímaco lo redujo al silencio con una mirada feroz.
Calímaco tenía un guijarro en la mano. Lo estuvo tirando de un lado al otro durante el tiempo que tarda un hombre en comerse una rebanada de pan.
—No estamos aquí solo por Atenas —dijo, mirando a su alrededor, y los hombres de las primeras filas repetían lo que decía. Hablaba despacio, como buen orador que era—. Ni tampoco estamos solo por Atenas ni por Platea —añadió, haciendo un gesto con la cabeza hacia mí—. Lo que digamos aquí, lo que hagamos aquí, venzamos o perdamos, será para todos los helenos. Si nos volvemos a Atenas y entregamos al Gran Rey la tierra y el agua…
Miró a su alrededor. Cuando terminaron de retransmitirse sus palabras, el silencio fue absoluto.
Arrojó el guijarro a los pies de Milcíades.
—Luchar —dijo.
Los hoplitas rompieron en aclamaciones como el público que presencia una carrera en los juegos. Las aclamaciones se oían desde todas partes, incluso desde el campamento de los bárbaros.
Inmediatamente después de la votación, los disidentes se reunieron alrededor de Milcíades, y Leonto le dio la mano.
—Estaremos allí, en la línea de combate —dijo—. Queremos vencer.
—No lo hubiéramos querido de este modo —dijo otro, Eufones de Oinoe—. Pero nos mantendremos en nuestros puestos.
Y los disidentes se marcharon. Creo que estaban equivocados, pero, por los dioses, el día de la batalla hicieron lo suyo, y así es como debe funcionar una votación. Esto es lo que hizo grande a Atenas: no solo lucharon los que habían votado por luchar, sino también los que habían votado en contra.
Después, se reunieron alrededor de Milcíades todos los hombres que le habían apoyado, y cualquiera se habría pensado que acababan de votar celebrar un festival nuevo; estaban radiantes de felicidad, y centenares de hombres salían de la oscuridad para darles la mano y darles palmadas en las espaldas.
—Y bien —dijo Arístides cuando se hubo retirado por fin a descansar la masa de admiradores—. ¿Lucharemos mañana?
—Hoy han luchado demasiados de primera fila —dijo Milcíades.
—O han corrido —dije yo con un guiño, y los demás estrategos se rieron.
Milcíades asintió.
—Hemos hecho ejercicio, en todo caso —bromeó. A mí me parecía como si hubiera crecido tres palmos—. Mañana, Temístocles, quiero que los hombres pequeños vuelvan a salir a los campos a hostigar a los bárbaros. Pero mañana haré formar a quinientos atenienses al pie de la colina; cincuenta hombres de cada tribu, en formación cerrada. Para que cubran a los
psiloi
si estos tienen que huir.
—Más bien, para demostrar que todavía somos guerreros —añadí yo. Aquello me valió unas miradas.
Arístides asintió.
—Mañana me toca a mí el mando. ¿Tienes un plan? Entonces, debes tener tú el mando.
Temístocles estuvo de acuerdo.
—A mí me toca al día siguiente —dijo.
—Y a mí el siguiente —añadió el polemarca—. También yo te cedo mi día.
Milcíades gruñó.
—Andaos con cuidado —dijo—. Si me dais demasiados días de mando, puedo volverme adicto, como el borracho al vino o como el lotófago. —Tendió la vista sobre la llanura, sobre la que iba cayendo la oscuridad—. Pero daré batalla el día en que me toca a mí el mando, para que los hombres no digan que me dejé llevar por el
hibris
. Que los bárbaros sufran hasta entonces.
—Pueden ponerse en marcha —dije.
Se encogió de hombros.
—Si se ponen en marcha, lucharemos, sea el día que sea —dijo—. Pero cuanto más miro esto (ahora que se me han abierto los ojos), mejor aspecto le veo para nosotros. Mirad: ellos tienen un buen campamento y están bien protegidos del viento y de los elementos. Pero ¿dónde pueden ir desde Maratón? Todos los caminos pasan por nosotros. Si nuestros hombres pequeños los acosan todos los días… y seré sincero, caballeros, ¿qué nos importa que perdamos a
psiloi
? Pero todo medo muerto será uno menos para el día de la batalla.
Nadie estuvo en desacuerdo. Era cierto.
Al día siguiente, los
psiloi
bajaron la colina como una oleada. Estaban mejor organizados que el primer día, y Temístocles tuvo algo que ver con ello. Y sacó a los hoplitas a la llanura; eran más de quinientos, o eso me pareció a mí.
Los bárbaros respondieron convirtiendo apresuradamente, a su vez, a sus remeros en infantes ligeros; pero era una mala decisión, pues por cada hombre que moría, sus barcos perdían su parte correspondiente de fuerza motriz.
El día siguiente, nuestros infantes ligeros estaban cansados. Solo salieron unos pocos, y la caballería enemiga mató a unos cuantos. Se restablecía el equilibrio, y los hombres pedían a gritos a Milcíades que nos llevara a la batalla.
Se empezaba a murmurar que, ahora que el ejército había votado librar batalla, Milcíades vacilaba.
—Los hombres son unos necios infantiles —murmuraba Milcíades mientras veíamos a los
psiloi
vencidos subir penosamente la colina—. ¿Es que no se dan cuenta? ¡Hemos vencido! ¡Lo único que tenemos que hacer es quedarnos aquí y llenar la llanura de
psiloi
! Y verlos comer a ellos… de aquí a un día no les quedará forraje para los caballos.
Pero los hoplitas no se daban cuenta, y la presión por entrar en combate iba en aumento.
Al tercer día, los infantes ligeros salieron juntos, y los bárbaros se quedaron en su campamento. Por entonces ya debían de estar sintiendo la misma fatiga que nuestros hombres. Pero en nuestro campamento los hoplitas terminaron por estallar. Encabezó su protesta Sófanes, amigo de Arístides y mío. Se presentó ante Milcíades, seguido por cincuenta lanceros, y exigió que Milcíades nos condujera a la llanura inmediatamente.
—¿Es que somos tan cobardes que vamos a dejar que nuestros sirvientes luchen por nosotros? —preguntó Sófanes—. ¿Qué ciudad será la nuestra, si mi escudero puede decirme que él, y no yo, expulsó a los medos de la sagrada Ática?
No le faltaba razón, como veréis todos. Para ser sinceros, la verdad es que si nuestras ciudades nos otorgan el derecho de ciudadanía, es porque luchamos. ¿Verdad que sí? De manera que, si nosotros, los hombres con armadura, los héroes, estábamos en el campamento, y los hombres pequeños luchaban, ¿quién era entonces el verdadero ciudadano?
Pero, por otra parte, Milcíades sabía que tenía una estrategia ganadora. Los hombres como Arístides se preocupaban por las consecuencias, pero Milcíades era militar. Y, en vista de que le habíamos cedido el mando, lo único que le importaba era vencer.
Se llevó a Sófanes aparte, habló con él como se habla con un hijo, y lo envió de nuevo con sus amigos. Había convencido a los jóvenes para que le dieran un día o dos más.
Tampoco es que importara. Los bárbaros ya tenían suficiente.