¿Por qué no son capaces de llevarse bien los griegos? ¿Por qué no pueden aspirar a una meta común?
Perdimos la batalla de Lade cuando los samios se retiraron y nos abandonaron… por la codicia de unos pocos hombres.
Yo veía que las cosas iban por el mismo camino en Maratón, y me daban ganas de llorar.
Era casi de noche cuando Paramanos me encontró.
—Te mueves demasiado aprisa —dijo—. Milcíades quiere verte.
Era como en los viejos tiempos. Yo ya sabía lo que querría. Querría que los plateos se sumaran a sus hombres, a los profesionales, para cubrir la retirada del ejército. Yo ya lo había pensado. Me disponía a decir a mi propio señor, a un hombre a quien tanto debía, que se fuera a la mierda. No estaba dispuesto a perder a ningún plateo para salvar a Atenas.
Así de mal estaban las cosas aquella noche.
Milcíades tenía una tienda de campaña. En aquellos tiempos, pocos hombres las tenían. El clima de Grecia es benigno para los soldados, y no suele llover. Pero Milcíades había hecho la guerra en todas partes, y disponía de una tienda magnífica; era un motivo más para que lo odiasen los hombres. Si es que les hacía falta algún motivo, claro está.
Entré, y un esclavo me dio una copa grande de vino.
Milcíades vestía un quitón oscuro sencillo, y llevaba puestas unas botas.
—Te necesito, con veinte de tus mejores hombres —me dijo.
Aquello me tomó por sorpresa.
—¿Para qué? —pregunté.
—Vamos a dar un golpe de mano en el campamento persa —dijo—. Es nuestra única esperanza. He convencido a Calímaco para que aplazara la votación hasta mañana por la noche. Él teme las traiciones en la ciudad tanto como yo. No es tonto. Solo es cauto.
Milcíades bebió algo de vino.
—Escucha —siguió diciendo—. El heraldo, Filípides, acaba de llegar de las montañas. Los espartanos todavía no se han puesto en marcha. No podemos esperar su llegada hasta dentro de cinco días, como mínimo. Pero vienen.
Arístides entró por la puerta con cortina de cuentas. Llevaba una armadura sencilla de cuero.
—Quieren que muramos —dijo.
Milcíades se encogió de hombros.
—Nuestros amigos lacedemonios son hombres piadosos. Están celebrando un festival. —Se encogió de hombros—. A decir verdad, yo tampoco correría para ir a salvar a Esparta de los medos. Pero cuando se difunda la noticia que ha traído Filípides, el ejército perderá el poco ánimo que le queda. Cinco días es un plazo demasiado largo. Tenemos que dar un golpe.
—Estoy preparado —dijo Arístides.
—Arímnestos no ha oído el plan —dijo Milcíades, y volvió la vista hacia mí—. ¿Estás preparado para hacerlo?
—¿Para hacer qué? —pregunté.
—Necesitamos hacer una demostración ante los persas, por parte de hombres capaces de luchar o de huir a oscuras. —Se encogió de hombros—. Puedo darte a todos los arqueros atenienses para que te acompañen. A ti no te sacrificaría —añadió, como si me hubiera leído la mente.
—¿Dónde estarás tú? —pregunté; pero ya me sonreía; porque, ¡por los dioses! Ya veía todo el plan, tan claro como si lo tuviera delante cosido sobre cuero—. ¡Los caballos!
—Ya te dije que era más listo de lo que parecía —dijo Milcíades.
—Si esto nos sale bien, el ejército se quedará —dijo Arístides.
—Y si la jodemos, estaremos muertos —dijo Milcíades. Se encogió de hombros—. No soporto más reuniones de oficiales.
—Brindo por eso —dijo—. Puedo reunir a cien hombres.
—Pues llévate a cien —dijo Milcíades—. Cuantos más te lleves, más ruido harás. Pero ¿qué puedes hacer?
Recuerdo que hice una mueca. Recuerdo que me reí.
—¿No os habéis fijado en que, mientras nosotros estamos aquí sentados sin hacer nada, los persas están allí sentados sin hacer nada? —dije.
Ambos asintieron.
Alcé mi copa y vertí una libación.
—Ares… el hijo menos favorecido de Zeus. Si nos temen en lo más mínimo, y nos deben temer, entonces tendrán que temer un ataque nocturno. —Sonreí—. De modo que, vamos a dárselo. Iré hacia sus barcos.
¿Habéis salido alguna vez a pasear de noche?
¿Habéis salido alguna vez a pasear fuera de la ciudad?
Aunque nos preparábamos alegremente para lanzar nuestro golpe de mano, la verdad era que ninguno de nosotros había participado nunca en un ataque nocturno. Si los hombres no hacen ataques nocturnos por tierra, es por un motivo.
En el mar es distinto. En el mar hay siempre un poco de luz, y aunque pilotes mal, no hay muchos obstáculos con los que puedas chocar. Pero en tierra…
Desperté a mis
epilektoi
en cuanto volví; pero tardé demasiado tiempo solo en prepararlos para ponerse en marcha. Cuando los hube llevado a la base de la colina y salimos al campo, la luna ya estaba alta y era tarde.
Habíamos quedado en que los arqueros atenienses se reunirían con nosotros ante su campamento; pero resultó que esta indicación era demasiado imprecisa para una noche oscura. Los estuve buscando hasta que mi corazón no aguantó más. Milcíades se había marchado hacía mucho tiempo, subiendo por las colinas para rodear las marismas y el campamento persa, y yo tenía que hacer ruido para que el enemigo siguiera dedicándome su atención. Me estaba retrasando demasiado. Todo se estaba retrasando demasiado.
Renuncié a encontrar a los arqueros atenienses cuando vi cuánto había ascendido la luna por el cielo.
—¿Dónde coño están? —musité con rabia a Teucro cuando volví a reunirme con mis hombres. El arquero hizo un gesto de ignorancia.
De modo que nos pusimos en marcha a través de los campos, en la guardia media de la noche, con una hora de retraso respecto de nuestro plan y moviéndonos demasiado deprisa. Hacíamos muchísimo ruido.
Los setos, que de día parecían rectos, recordaban de noche al laberinto del Minotauro. Yo seguía uno durante un trecho, y me daba cuenta de que me había acercado al mar, en vez de al enemigo; y el tiempo transcurría. Casi oía cómo cortaban las tijeras de Cloto el hilo de la vida de Milcíades.
Cuando las Pléyades estaban altas en el cielo, me orienté como marino, encontré la estrella polar y me di cuenta de que, una vez más, estaba alejando de nuestro campamento a la larga columna de mis hombres y llevándolos hacia al mar, sin acercarlos al campamento enemigo.
Volví con firmeza el hombro derecho hacia el rumor del mar, que ya estaba cerca, y busqué una abertura en el muro siguiente que encontré. Lo crucé, seguido por el resto de los hombres, que me seguían a trompicones y metían ruido como todo un ejército, lo que supongo que era lo que nos proponíamos, y me encontré caminando a plena luz de la luna a través de un prado… hacia el mar.
Claro está, la playa traza curvas, y en algunas partes son bruscas; y, simplemente, yo me había orientado mal… una vez más.
El corazón me palpitaba con fuerza, mi angustia había alcanzado una ansiedad mortal, el casco me ardía en la cabeza y el sudor me atravesaba la armadura; y, a pesar de todo, todavía no estábamos a tiro de flecha largo del enemigo.
Idomeneo se puso a mi lado.
—¿Estás pensando que deberíamos ir por la playa? —me preguntó.
—No —dije. Porque en la playa no había donde ocultarse. Nos verían a dos estadios de distancia, incluso de noche.
Claro que, cuando pensé eso, se me ocurrió también que podía ser buena cosa que nos vieran a dos estadios.
—O, mejor dicho, sí —dije—. Vamos por la playa.
Idomeneo se rio.
—Bien. Me temía que te hubieras perdido.
Solté una media risa… recuerdo lo falsa que fue aquella risa, cómo se me atragantó. Cuando eres el jefe sin miedo, es importante que des la impresión de no tener miedo… y de que sabes lo que haces. Pensé en todas las estupideces que había visto hacer a otros jefes. Entonces entendí por qué las hacían. De alguna manera, el mando en tierra era distinto del mando por mar; puede que la diferencia consistiera en que existían muchas opciones posibles. O puede que sea simplemente que si tus hombres pierden la confianza en ti, se pueden marchar a pie sin más.
Bajamos hacia la playa.
En cuanto llegamos a la playa, pude ver el campamento enemigo; los barcos, apiñados como las pulgas en un perro, y los fuegos tierra adentro, desde la playa hasta las colinas, más allá de la marisma. Parecía que estábamos increíblemente cerca, aunque en realidad estábamos a cinco estadios largos de los barcos; pero, por la curva que trazaba la playa, estábamos viendo los barcos por encima del agua, y sí que estaban
cerca
.
En cuanto hubimos bajado la duna, cuchicheé la orden de formar por columnas al frente. Estábamos dispersos, pero los muchachos se dieron prisa, y seguramente tenían tanta prisa por formar, por sentir la seguridad del escudo del vecino, como yo por hacer que formaran.
Seguían sin dar la alarma. Así que, avanzamos. Mis sandalias se llenaban de arena, y me tuve que recordar a mí mismo que, a pesar de la marcha trabajosa, la playa era un terreno más fácil para mí y para los muchachos que si hubiésemos intentado atravesar por las fincas de la llanura de Maratón.
Después de dos estadios, parecía que estábamos a la altura de los primeros barcos persas, y en el campamento seguían sin dar la alarma. Intenté tranquilizarme recordándome que, si Milcíades estuviera atacando, yo lo oiría de alguna manera; las colinas resultaban visibles como una masa oscura que se cernía sobre la oscuridad más pálida del cielo al noroeste.
Un estadio más, y los barcos estaban tan cerca que nos parecía que podríamos alcanzarlos a nado. Estábamos a solo dos estadios, o creo que menos, de los barcos que estaban varados en la playa, cuando un hombre, un griego, nos gritó desde uno de los barcos anclados y nos preguntó quiénes éramos.
—¡Hombres! —respondí, pero en persa.
—¿Qué? —preguntó él; el agua devolvía el eco de su voz.
—¡Hombres! —volví a gritar, esta vez en griego.
Y él se quedó conforme con aquello.
Los imperios cuelgan de hilos como este.
Ahora corríamos, o más bien avanzábamos a trompicones, entre la oscuridad. Se me había ocurrido prender fuego a algunos de sus barcos. Ya lo había hecho antes, en Lade, y había servido; y cerca de los barcos había bastantes hogueras.
Menos de un estadio. No había alarma.
Cómo debían de estarse riendo los dioses.
Llegamos a las primeras hogueras, una hilera de fuegos reducidos a brasas hacía mucho rato, y mis hombres, sin que yo les diera ninguna orden, rompieron filas y se pusieron a matar a los remeros que rodeaban las hogueras. En aquellos momentos se me escapó de las manos toda la situación; en un momento dado dirigía una columna de guerreros que corrían por la oscuridad, y al cabo de otro momento sonaban gritos y todos mis hombres se habían marchado.
O eso me parecía a mí.
Yo consideraba que matar a los remeros era una pérdida absoluta de tiempo; pero, como distracción, sirvió bastante bien. El problema era que nosotros éramos cerca de un centenar, y había casi sesenta mil remeros. Mis hombres no podían hacerles mella ni con la mejor buena voluntad del mundo. Y entonces los otros empezaron a defenderse.
La playa era un caos, y un tártaro también. Caían flechas del cielo, pues los medos que estaban acampados un poco al norte tiraban al bulto, y los miles de remeros, que no podían creerse que nosotros fuésemos tan pocos, se enzarzaron unos contra otros: los fenicios contra los cilicios, los griegos contra los egipcios.
Saqué a Idomeneo de la lucha, tirando de él como se tira de un perro para apartarlo de otro cuando se están peleando.
Recuerdo que le grité: «¡Toca a formar!». Él llevaba un cuerno, yo no.
Me miró con ojos sin brillo, llenos de pasión.
—Estaba luchando —me dijo en son de reproche.
—¡Toca a formar! —le dije otra vez.
Levantó el cuerno y tocó tres notas largas.
Los hombres lo oyeron a lo largo de toda la playa. Algunos lo entendieron, y otros estaban sumidos en la niebla del combate.
Clavé mi lanza en las tripas de un hombre que no llevaba escudo (entre la oscuridad, tenía que suponer que todo hombre que no llevase escudo era de los otros), y retrocedí corriendo unos pasos.
—¡Platea! ¡A mí! —rugí una y otra vez.
Los hombres acudieron a mí en grupos pequeños, algunos solos y otros trayéndose consigo su pequeño remolino del combate.
Aquello tardó una eternidad. En la oscuridad, todo tarda una eternidad. Idomeneo hizo sonar el cuerno otra vez, y una vez más, más tarde, y a mí me seguía faltando más de la mitad de mis hombres; de mis hombres escogidos y mejor armados. No podía permitirme dejarlos en la playa.
El problema (y era culpa mía) era que yo no había designado un punto de reunión, ni les había explicado qué quería hacer después de que atacásemos al enemigo. Tuve que confiar en que reconocerían la señal aprendida en las cacerías.
Al final, la mayoría la reconocieron, pero algunos murieron porque yo no había tenido el conocimiento necesario para acordar la señal de retirada al planificar el ataque. Una lección más que aprendí en la sangrienta Maratón.
Cada vez que tocábamos a formar, nos retirábamos corriendo por la playa, alejándonos un poco más de las naves. Cuando ya tenía a ochenta hombres, o quizá unos pocos más, estábamos a un estadio del enemigo. Deberíamos estar fuera de peligro.
No lo estábamos. Habíamos tardado demasiado tiempo, mucho. Y empezaba a salir el sol por oriente; todavía no era más que una línea de gris rosáceo sobre el mar, hacia Eubea, pero iba a levantarse como la mano del destino. No éramos más que ochenta hombres, sorprendidos muy lejos de nuestro campamento.
Solté una maldición y maté a un hombre. Por entonces, ya estábamos luchando contra medos, soldados de verdad. No es que nos cayeran encima en gran número, pero los más valientes empezaba a acercársenos, mientras otros nos tiraban desde lejos. Todavía había poca luz, tenían húmedas las cuerdas de los arcos, y Teucro y sus muchachos les tiraban a su vez, de modo que estábamos relativamente indemnes; pero a cada minuto que pasaba yo veía mejor, lo que quería decir que también ellos debían de ver mejor.
Yo estaba en el centro de mi propia línea. No había nada que hacer… necesitábamos un milagro.
—¡Preparados para atacar! —grité.
Sonó ese ruido tranquilizador que se produce cuando los hombres cierran filas y los escudos entrechocan. Quizá lo hayáis oído en los entrenamientos militares; es un traqueteo que siempre te da ánimo. Significa que tus amigos siguen juntos, que todavía están en buen orden, que todavía tienen ánimo para luchar.