Nos reunimos en la playa un grupo, mis amigos y mis viejos camaradas, y los oficiales de Milcíades, como si nos hubiésemos puesto de acuerdo previamente, para verter libaciones, orar y beber vino al alborear el nuevo día. Ser la última escuadra que se forma resulta agradable. Tienes tiempo de sobra para asegurarte de que todos los remeros tienen sus cojines, que los toletes están sólidos y bien fijados, que los cascos están limpios, que todas las hebillas están atadas y que todos los lazos son nuevos, fuertes y recientes. La vanguardia debe salir con prisas, a oscuras, dejándose olvidadas las cantimploras o cualquier otra cosa de esas que después te fastidian todo el día durante una gran batalla.
Paramanos nos reunió a todos, visitándonos por grupos a medida que nos íbamos armando e invitándonos a pasar al toldo de Milcíades. Cuando llegué yo, recibí las felicitaciones de todos por mi hecho de armas del día anterior.
—Bonita coraza —dijo Arístides, y me tomó la mano—. Y un combate noble —añadió con una sonrisa.
Como había dicho Istes, ¿cómo sería despertarse una mañana y darte cuenta de que ya no te merecías todas esas alabanzas? ¿Y viniendo de un hombre como Arístides?
Ser héroe es así. Cuando has subido por esa escalera, ya no puedes volver a bajar, a menos que no lo hubieras merecido en ningún momento.
En cualquier caso, allí estábamos todos, los mejores de nuestro contingente.
Arístides hizo los sacrificios; Cimón estaba a un lado de mí y Paramanos al otro, y Agios, timonel personal de Milcíades, que había sido mi mentor, me guiñó un ojo desde el otro lado del fuego del sacrificio.
Allí estaban todos mis amigos de mi primera vida, y algunos de la segunda, mis piratas. Milcíades, y Frínico, y Nearco, a quien yo había entrenado, y su hermano, e Idomeneo, estaban a mi espalda, mientras Filócrates participaba en la oración sin hacer ningún comentario procaz, y Heracleides el eolio, que había sido uno de mis primeros hombres y ahora mandaba un trirreme; y Estéfano. Sonreí, porque a mis hombres les había ido bien.
Cantamos el peán de Apolo, e hicimos el sacrificio, y después Milcíades hizo circular un gran cáliz de vino sin aguar.
—Hoy no somos piratas —dijo—. Hoy luchamos por la libertad de los griegos, aunque estemos lejos de nuestras tierras y de nuestros hogares.
Os diré una cosa: Milcíades fue siempre mi modelo como hombre, en cuanto a grandeza. Tenía más estatura, se comportaba con más estatura que los demás hombres. Yo sigo imitando sus modales; mi manera de mover el manto y de poner la mano en la empuñadura de la espada son suyas. Y cuando tenía sentido del momento, no es que fuera como un dios.
Era un dios
. Hasta el propio Arístides no era más que una sombra pálida, mojigata, comparada con el sol radiante de la gloria de Milcíades.
Todos bebimos; y cuando el cáliz volvió a las manos de Milcíades, este lo alzó.
—Por que todos seamos héroes —dijo; y vertió en la arena lo que quedaba.
Mi barco fue el último en echarse al agua; era el último barco de la derecha de la última división de la derecha. Aquello significaba que teníamos que ir remando hasta muy lejos bahía abajo, hacia el este.
Debo explicar cómo era aquello, porque si no, vosotros, jóvenes, no entenderéis de ningún modo lo que pasó en la batalla. Primero dibujaré la bahía; una forma grande como un saco vacío, abierto hacia el oeste y con el fondo al este. Cerca de la boca del saco, en la parte inferior de la boca, mirad, está la isla de Lade, y Mileto se asoma a la boca del saco junto a la isla, como si fuera un hombre que metiera el pulgar. Y el campamento persa, los sitiadores, estaban al sur y al oeste de la ciudad; de manera que, cuando formamos nuestra línea, de oeste a este, de arriba del saco a su fondo, por así decirlo, la ciudad y el campamento persa quedaban a nuestras espaldas. En la práctica, intentábamos impedir que la flota persa alcanzara la ciudad y el campamento.
Nuestra línea arrancaba en la isla y cruzaba toda la bahía, hasta muy al este del campamento persa. Nuestra línea de batalla medía casi treinta estadios de larga.
Aquí también se da un detalle paradójico. Volvimos a combatir allí, en Micale. Pero eso lo contaré en su lugar.
Los persas habían empezado a formar antes que nosotros, y seguían formando cuando mis hombres cubrieron a remo los últimos largos para formar a la derecha del
Mirmidón
de Estéfano. Así que, descansamos sobre los remos y observamos cómo formaba ante nosotros el contingente egipcio, a los que seguían más fenicios.
Frente a estos, no había nadie.
De hecho, la línea de batalla del enemigo era casi el doble de larga que la nuestra. Esto se debía en parte a que dejaban espacios entre sus divisiones, y en parte también a que, aparte de los fenicios, que eran grandes marinos y estaban bien entrenados, el resto de sus barcos tenían tan poca idea del arte de guardar la formación como los peores entre los nuestros. Yo veía a los cilicios, allá por el final de la línea, donde estaban los samios, y más parecían una nube de mosquitos que una escuadra.
Con todo, no me gustaba que los fenicios me tuvieran ganado el flanco. Los enemigos habían dividido su mejor contingente, poniendo cien barcos fenicios en cada una de las puntas de su gran media luna. Habían dejado en el centro sus barcos peores. Su plan estaba claro: cerrarse rápidamente sobre nuestros flancos y aplastarnos antes de que nosotros les rompiésemos el centro.
Seguíamos descansando sobre los remos cuando Milcíades se adelantó de entre la línea impulsado por su vela
akateion
. Su barco era el último de la izquierda de nuestra escuadra, junto a Nearco. Los cretenses y nosotros teníamos, en conjunto, dieciséis barcos, los mejores tripulados y, probablemente, los mejor entrenados, después de los foceos.
Milcíades fue recorriendo la línea, y al pasar ante cada barco daba un grito de saludo al capitán. Cuando llegó hasta mí, hizo virar su barco a remo hasta quedar a mi derecha, usurpándome mi lugar de honor.
—Cuando avancemos, seguidme —gritó Milcíades desde su barco—. Vamos a formar columna, correremos viento abajo hacia el este e intentaremos pinchar a los fenicios —añadió, riéndose.
Éramos quince, contra cien barcos fenicios.
—Pocos contra muchos —grité a mi vez.
El viento, que iba en aumento, se llevó su respuesta, pero entendí la palabra «héroe» y saludé con la mano.
Idomeneo lucía una sonrisa enloquecida.
—Para esto es para lo que había venido yo —dije.
Miré la masa de barcos fenicios, y sonreí.
Como buenos piratas, la mayoría de mis remeros iban bastante bien armados. Cada hombre tenía su jabalina, como mínimo, y muchos tenían un
pelte
o una rodela. Bastantes iban mejor equipados: un casco, un gorro de cuero, un
aspis
. A bordo del poderoso
Áyax
, cada hombre tenía su casco y su lanza, y algunos tenían también espadas. Cuanto más veterano y próspero era un pirata, mejor equipados eran sus remeros, lo que nos otorgaba una ventaja enorme en los abordajes. En los barcos fenicios, los remeros eran esclavos, o cautivos, o libertos a sueldo, pero ninguno iba armado. No por eso remaban peor, al parecer; pero cuando un abordaje se prolongaba más que unos pocos minutos, nuestros barcos dominaban siempre a los de ellos. En la práctica, un barco nuestro podía lanzar a doscientos combatientes avezados contra diez del barco contrario. Por eso preferían ellos los combates a base de maniobras.
Además, en Amatunte habíamos matado a la mayor parte de las mejores tripulaciones fenicias. Ahora eran desconfiados y cautos a la hora de combatir de cerca.
No obstante, cien contra quince era una gran superioridad, se mire como se mire.
Reflexioné sobre ello, reuní a mis infantes de marina y a mis oficiales hacia la mitad de la plataforma de combate y les dije lo que sabía. Alcé la voz para que mis remeros pudieran oír todo lo que decía.
—Vamos a navegar a vela, con el viento a favor y con las
akateion
; de modo que, dejadlo todo en cubierta y estad preparados —dije a mi contramaestre.
Este era un libio negro con un nombre bárbaro que sonaba como una nariz llena de mocos; pero todos lo llamábamos «Negro» y él atendía por este nombre. Yo lo había comprado en la playa de Lade y le había dado la libertad inmediatamente. Había sido timonel en aguas muy al oeste, en Sicilia, y yo sabía reconocer la calidad cuando la veía, a pesar de que era nuevo en mi barco. Paramanos también era negro, y ya veis lo bueno que era.
—Después, abatiremos las velas, viraremos hacia el oeste y atacaremos la punta de su pinza —dije—. Voy a suponer que el señor Milcíades intentará atraerlos a una competencia de velocidad contra el viento, sus remeros contra los nuestros, hasta que demos en la orilla. En tal caso, lo único que tendrá importancia será cuánto seremos capaces de apartar de la batalla, hacia el este y el norte, a los condenados fenicios. No os enzarcéis en un combate al abordaje mientras seáis capaces de engañar al enemigo, provocándolo a que intente adelantaros. Y, amigos, nosotros los del
Cortatormentas
somos capaces de navegar más aprisa que cualquier cosa que nos presenten ellos, ¿no es así?
Me respondieron a gritos, y yo me dirigí después a proa para ver cómo Negro hacía que sus marinos tendieran la vela
akateion
y cómo animaba Mal a sus remeros, mientras Galas tomaba el timón. Cuando compré a Negro, había ascendido a Galas a timonel. Galas observaba a Negro con mirada crítica.
Yo no perdía de vista a los persas… aunque, en realidad, lo más probable era que no hubiera ningún persa entre ellos, salvo una docena de arqueros nobles en unos veinte de sus barcos de mando. El propio Datis estaría allí, en alguna parte.
Él tendría la cubierta llena de ellos. Pero el resto de la gente de su flota eran vasallos y esclavos, además de piratas cilicios, claro está. Hombres como nosotros.
Ante mis ojos se vio un destello y como una onda que recorría toda la línea frontal de los persas, al sacar estos los remos. No fue un movimiento elegante ni bien ensayado, pero la masa de su gran media luna empezó a moverse. La verdad es que se trataba de un espectáculo terrorífico; nos superaban con mucho en número, y su línea de batalla se perdía de vista, iba casi de horizonte a horizonte. Debían de ocupar cincuenta estadios de mar; más de
quinientos barcos
. Nadie había visto nunca una flota como aquella hasta entonces.
Yo me negué a aterrorizarme. Aquel sería el día en que Apolo sonreiría a los griegos, el día en que yo me ganaría a Briseida, cumpliría mi destino y alcanzaría la gloria. Tenía una cierta idea de que podía morir en la victoria; morir alcanzando mi ambición y mi maldición para Briseida concordaría con todo lo que había oído yo decir acerca del destino.
La muerte no me daba miedo.
Yo era joven todavía.
—¡Arriba las cabezas, marineros! —grité desde la proa—. ¡Atención a las órdenes!
Milcíades viraba para salir de la línea, y hacía ondear en su proa un cuadrado de lona arrancado de su gran toldo rojo.
—Izad la
akateion
—dije, y Negro repitió la orden con su curioso acento cantarín.
Viramos con los remos de dirección; los remos propulsores estaban por encima del agua pero dispuestos a entrar en acción. Así ahorraban fuerzas los remeros.
Volví la vista atrás sobre nuestra línea, y vi que iban virando con elegancia, pasando de la formación frontal hacia el norte a la columna hacia el este; era, precisamente, una de las maniobras que nos había hecho practicar Dionisio. Nearco nos siguió, y ocho de los de Quíos salieron de su línea y nos siguieron. Después supe que se trataba de Neoptolomeo con su contingente. Aquello me hizo sonreír: con veinticinco barcos, nuestra inferioridad no era tan grande, y los fenicios ya no podían hacer caso omiso de nosotros, pues podíamos hundirlos. Me pregunté qué estarían haciendo los samios en su extremo de la línea para evitar que los rodearan; pero cincuenta estadios es una distancia muy larga para ver nada en una mañana de bruma.
Navegamos rumbo este con una brisa cada vez más fuerte a nuestras espaldas, y el agua se deslizaba veloz por nuestros cascos, y cantábamos himnos y canciones de bebedores. Milcíades puso a su banda un remero que fue dando aviso a gritos a cada barco que pasaba, ordenándonos que nos preparásemos para virar a babor y a formar línea al frente, hacia el norte, cuando volviera a ondear la bandera roja. Yo lo entendí bien, y supongo que todos los demás capitanes lo entendieron también. Los entrenamientos con Dionisio volvían a dar sus frutos.
Frente a nosotros, ni los fenicios ni los egipcios reaccionaron ante nuestra maniobra, sino que siguieron avanzando en línea recta a remo. Los egipcios llevaban una combinación de barcos pesados y pentecónteros, barcos ligeros que nosotros los griegos ya no poníamos en línea de batalla.
Cuando reaccionaron, nosotros ya habíamos avanzado tres estadios hacia el este, y por entonces el
Áyax
de Milcíades estaba a la altura de los barcos más hacia el oeste de la división fenicia, de manera que llegábamos a amenazarles con rodear su flota por el flanco. Para los que no habéis estado nunca en un combate naval, y creo que ninguno de vosotros habréis estado en ninguno, debo aclarar que un barco a remo es vulnerable sobre todo a un ataque con ariete por la banda, es decir, por el costado del barco, por donde el espolón de bronce puede volcarte o romper las tablas de tu casco y dejarte nadando en el mar hondo y oscuro. O que te hundas con tu armadura y sirvas de pasto a los peces.
Los mirábamos con la pasión de quien contempla una prueba deportiva. Tarde, muy tarde, la punta de su media luna empezó a virar hacia el este para hacernos frente; pero ellos iban a remo y nosotros a vela; y, aunque fueron capaces de seguir nuestra marcha, su escuadra empezó a disgregarse a lo largo del mar, perdiendo todo lo que pudiera parecerse a una formación. Nosotros también íbamos disgregados; pero el viento sopla con la misma fuerza para todos (supongo), y manteníamos nuestra formación en línea. Mientras tanto, ellos remaban con todas sus fuerzas en una carrera contra nosotros.
Milcíades era el mejor marino de combate a cuyas órdenes he estado. Más tarde, todos alababan a Temístocles. Temístocles era un político y un demagogo, e hizo de Atenas la mayor potencia naval de la historia; pero Milcíades, como Dionisio de Focea, era un pirata y un marino.