Paramanos acabó rápidamente con el barco que intentó acudir en auxilio del otro, y acto seguido caímos sobre ellos como unas barracudas entre un banco de pececillos.
El primero que murió fue Nearco. Cuando cayó sobre nosotros el chubasco, se perdió, y no vio al barco cilicio que lo alcanzó en la proa con su espolón. Su barco se hundió rápidamente, ante nuestros ojos.
Neoptolomeo murió adentrando su barco cada vez más entre los egipcios, intentando salvar a su tío, que ya había muerto; el gran viejo Pelagio, que ya no volvería a organizar juegos en las playas de Quíos. Murió de un flechazo en un ojo.
Otra flecha mató también a Heracleides, al timón del
Áyax
de Milcíades. El propio Milcíades tomó entonces el timón. Había matado hombres como un segador siega la cebada madura con la guadaña; pero cuando todos sus infantes de marina estuvieron heridos, optó por vivir, salió del torbellino y huyó. Yo lo vi alejarse, y comprendí que también había llegado el momento de marcharme. Idomeneo iba en la proa, matando con su arco, y los egipcios se retraían, arrojándonos jabalinas y buscando una presa más fácil mientras nosotros intentábamos romperles los remos; y a lo lejos, a cosa de un estadio, vi que los de Quíos y los de Mileto luchaban intentando venir hacia nosotros, con la esperanza de que los rescatásemos.
Vinieron sobre mí dos barcos egipcios más arrojados que los demás, y sabían lo que se hacían. Yo, demasiado presuntuoso, me lancé entre ellos pensando hacerles el doble ariete a los remos; pero ellos plegaron las alas como aves que se arrojan al agua y, tras arrojarnos una lluvia de jabalinas que despejó mi cubierta de infantes de marina casi por completo, nos lanzaron los garfios de abordaje cuando pasábamos entre ellos. Ellos llevaban infantes de marina; los infantes egipcios son de primera, tan buenos, uno contra uno, como los nuestros griegos, con sus armaduras pesadas de lino, hechas con veinte o treinta capas de lino una sobre otra, porque el lino es barato en Egipto. Llevan cascos de bronce muy distintos de los nuestros, y un escudo pesado hecho con la piel de un animal del río. Cada hombre lleva un par de jabalinas muy dañinas, con puntas de arpón, y una espada de hierro enorme, y saben manejarlas. He oído decir que los egipcios son todos unos cobardes; pero nunca he oído decir esa tontería a nadie que haya luchado contra ellos.
Inmediatamente antes de que saltaran al abordaje, vi que Estéfano hacía entrar en acción su barco. Siempre fue uno de los mejores timoneles, y él mismo llevaba sus remos de dirección. Atrapó al barco egipcio que estaba más a barlovento, inmóvil y con los remos recogidos, y le embistió el costado como un tiburón que clava los dientes a un cadáver; y la quilla del barco egipcio se tronchó. Estéfano me saludó con el brazo, y yo se lo devolví; era el saludo de los atletas. Sí; recuerdo bien ese momento, porque Estéfano era entonces como un dios.
Pero los del otro barco egipcio, sin amilanarse por la muerte de sus compañeros, pasaron al abordaje; y, también como los tiburones, ahora que uno nos había clavado los dientes, los demás se envalentonaron y se adelantaron; y antes de que hubiésemos rechazado el primer asalto ya venían hacia nosotros más barcos.
No podíamos hacer otra cosa que luchar. Tanto por mar como en tierra, en los combates llega un momento en que ya no hay ni táctica ni estrategia. Lo único que puedes hacer es luchar. Nos fijaron los garfios en la proa, en la popa y a lo largo de todo una banda, y se lanzaron sobre nosotros; unos sesenta infantes de marina contra los nuestros, que eran ocho o diez (ya no recuerdo quiénes quedaban en pie); una confusión violenta de sangre y espadas.
Filócrates estaba en la proa con Idomeneo, y entre los dos cortaron el paso a un barco entero de infantes de marina. Yo solo captaba algunos atisbos; ya no me podía permitir el lujo de mandar, sino que tenía que luchar en persona; pero vi que Filócrates mataba y volvía a matar hasta que el barco que teníamos a proa terminó por cortar sus garfios de abordaje. Pero una jabalina arrojada al azar le dio en la cabeza, lo aturdió… y murió allí, bajo la gran espada de un infante de marina egipcio.
Frínico se llevó un flechazo en el brazo mientras dirigía a una docena de remeros armados contra el segundo barco; pero se subió a la baranda mientras la sangre le corría como el agua en un chaparrón, y levantó la voz de poeta como si estuviera compitiendo en los juegos contra Simónides o contra Esquilo:
—¡Canta, musa, la cólera del pélida Aquiles!
Cantaba mientras le corría la sangre, y mis marineros se levantaron de sus bancos con la gloria en los corazones.
Galas y Mal, que no llevaban armadura, me siguieron con los marineros que quedaban de la tripulación de cubierta, y no esperamos a que los del tercer barco egipcio se lanzaran al ataque. En cuanto nos fijó sus garfios de abordaje, saltamos las barandas y pasamos a sus bancos, matando.
Ese barco lo tomamos por sorpresa. Debían de habernos creído presa fácil, y quince hombres armados con hachas se deshicieron fácilmente de su tripulación desorganizada.
Yo abatí a su trierarca de un solo golpe de lanza, en su puesto al pie de su palo mayor, en el centro del barco; todavía tenían el mástil inclinado, el por qué solo Poseidón lo sabe; y me quedé allí jadeando como un fuelle enloquecido. A los que no habéis luchado nunca con armadura, niños, os diré que solo se puede aguantar unos cuantos centenares de latidos del corazón; ni el mejor hombre del mundo, ni el propio Aquiles, aguantaría más sin detenerse a descansar. Me aflojé la correa de la barbilla, aspiré unas dulces bocanadas de aire marino y miré a mi alrededor.
Idomeneo había aguantado él solo durante el tiempo que tarda una mujer en parir un niño, defendiendo la proa con el cadáver de Filócrates entre sus piernas abiertas. Frínico había caído y había dejado de cantar, pero sus marineros se habían apoderado del segundo barco egipcio. Nosotros habíamos barrido el tercero como un viento del desierto.
Pero mientras luchábamos habían venido tres barcos más contra Estéfano. Y este, en vez de abandonarnos y dejarnos morir para salvarse él, se mantuvo firme a nuestra banda de barlovento, y los enemigos lo abordaron. Vi cómo sus lanceros despejaban la cubierta de combate del más arrojado de los tres barcos enemigos; pero los otros dos llevaban infantes de marina de sobra y derramaron hombres sobre el centro del
Tridente
. Estéfano salió a su encuentro con media docena de sus infantes; su lanza relucía como si fuera Ares en forma humana, y las crines rojas de su penacho se agitaban por encima del combate.
Intentaban detener entre seis a treinta o cuarenta combatientes profesionales. Bramé mi grito de batalla, y Mal se levantó de su labor de despojar un cadáver; Galas me dio un toque en la coraza para indicarme que estaba a mi lado; y, con algunos marinos más y cinco remeros, volvimos a saltar a nuestro propio barco, recorrimos toda la cubierta a la carrera y saltamos de nuevo al rescate de Estéfano.
Mientras mis pies desnudos pisaban ruidosamente la superficie de mi propia cubierta, yo no veía nada, ni siquiera con el casco echado hacia atrás sobre mi cabeza. Debí de rezagarme un poco para tomar más lanzas, pues cuando llegué a la cubierta de Estéfano llevaba un par de ellas en la mano.
Fui el primero que salté a la cubierta del barco de Estéfano, cayendo
por la espalda
sobre los enemigos mientras estos masacraban a los remeros de Estéfano, que no llevaban armadura. Pero, cuando llegamos, un nuevo barco egipcio lanzó los garfios de abordaje al de Estéfano. A mi espalda venían Negro, y Galas, y la tripulación de cubierta. Recibimos a los nuevos egipcios espada contra espada y escudo contra escudo. Allí murió Mal, junto con la mayoría de mis marineros, hombres sin armadura que habían plantado cara a las espadas de los infantes de marina egipcios. Hacia el fondo de la cubierta, las cosas fueron todavía peores. Vi caer a Estéfano, con el muslo atravesado, y vi que su primo Harpago lo defendía con un hacha de marinero, y vi saltar la sangre como la espuma del mar cuando dio un hachazo a un hombre.
Yo estaba cansado, y mi causa estaba perdida, y dejarme morir era toda una tentación; pero la pérdida de Estéfano me había llenado de una cólera atroz. Y por encima de aquella cólera, o por debajo de ella, supe que se imponía hacer un esfuerzo digno de un dios, para que no murieran todos mis amigos, todos mis hombres. Los momentos como aquel son los que definen a uno, amigos míos. Ay,
zugater
, sí que habrías estado orgullosa de mí aquel día. Pues el heroísmo no se mide en la arena de la palestra, ni en las pistas de los juegos. Ni tampoco en el momento de una gran victoria. Cualquier hombre que merezca llevar el nombre de su padre será capaz de mantenerse en su puesto, un día seco, bien comido, fresco, fuerte y con la armadura puesta. Pero en los últimos momentos de una derrota, cuando el enemigo cae sobre ti como las hienas sobre una presa, cuando todo está perdido menos el honor; cuando estás cubierto de magulladuras y de heridas leves cuyo dolor te lastima a cada golpe; cuando te duelen todos los músculos y jadeas como un fuelle de fragua roto… cuando tus amigos han caído y no quedará nadie que cante tus hazañas… ¿quién eres tú
entonces
? Esos son los momentos en los que muestras a los dioses de qué madera te hizo tu padre.
Galas cayó cuando nos atacaron los infantes de marina de un quinto barco. A decir verdad, amigos míos, no tengo idea de cuántos barcos nos rodeaban por entonces. ¿Ocho? ¿Diez? La cubierta de mi barco estaba casi despejada; pero el barco de Estéfano debía de parecer presa más fácil, y tenía la cubierta abarrotada de cincuenta combatientes enemigos; recuerdo que el casco se le hundía en el agua del puro peso de tantos hombres sobre la cubierta, y el barco, desequilibrado, oscilaba, con lo que resultaba todavía más difícil luchar. En el momento en que yo ya me estaba entregando en manos de Ares, un oficial egipcio acababa de agacharse para quitar a Mal el amuleto de oro que había llevado siempre.
¿Quién era yo entonces?
Ahora veréis quién era.
Me lancé sobre ellos por la crujía del centro del barco, abarrotada de hombres; lo recuerdo con la claridad de la juventud. Llevaba dos lanzas y mi escudo beocio, y corrí hacia ellos, unos tres pasos.
Lo recuerdo, porque el primer egipcio llevaba pintado un cuervo en el escudo oval; estaba agachado para apoderarse del collar, y leí en sus ojos su asombro al ver que un solo loco lo atacaba. Y Mal, moribundo, asió el escudo del hombre con las dos manos y tiró de él hacia abajo.
Eso es un héroe.
Metí la lanza en el cuello del egipcio; solo la punta, con delicadeza de gato, y la volví a sacar; salté por los aires sobre la cubierta que se bamboleaba, y arrojé la lanza al segundo hombre por encima del cadáver que caía. Los escudos de los egipcios son de piel pesada; pero mi lanzamiento estaba apoyado por Zeus, y le atravesó el escudo y el brazo; y tomé mi segunda lanza y lo maté, cayendo sobre su pecho protegido por su armadura mientras intentaba tomar aliento; y sentí ceder sus costillas bajo los dedos de mis pies al mismo tiempo que clavaba la lanza por bajo al hombre siguiente. Me bajé del moribundo, planté las piernas sobre la tablazón de la cubierta y empujé con mi escudo.
El hombre siguiente intentó retroceder, pero sus compañeros no se lo permitieron. Le dirigí un golpe con la lanza a la cabeza, y él se agachó y vaciló; y atrapé con la punta de mi lanza el borde de su escudo pesado de piel, y tiré; y después se la clavé en el pecho descubierto, y brotó una flor de sangre brillante sobre su coraza de lino blanco, y el alma se le salió por la boca. Su cuerpo cayó doblado a mis pies, y yo me agaché, poniéndome casi de rodillas en la cubierta, y apunté con mi lanza a la parte interior del muslo del hombre siguiente; es el mejor golpe que puede dar un luchador, porque por allí pasa una arteria, y un corte sencillo mata a un hombre. Miró con ojos desencajados aquel torrente de sangre, y cayó llevándose los dedos a la herida, y yo me puse de pie cuan alto era, me apoyé, pues se produjo un movimiento brusco de la cubierta, y arrojé la lanza que me quedaba entre los brazos extendidos del recién muerto hacia el hombre siguiente, por encima de su escudo, y se lo clavé en el cráneo, sobre la nariz. Busqué bajo mi brazo y saqué la espada, y un hacha arrojada por el aire abatió al sexto hombre allí donde estaba, paralizado y gris de miedo mientras la muerte cruel segaba a sus camaradas como se siega la cebada madura un día de otoño.
Seguía viendo el penacho del casco de Harpago, y rugí como una bestia; no fue un grito de guerra, sino el bramido de Ares, y mis enemigos se pusieron enfermos de terror, pues yo les traía la muerte y ellos no eran capaces de tocarme. El egipcio siguiente me asestó una lanzada, pero su golpe fue vacilante, el ataque temeroso del hombre desesperado. ¿Qué había dicho Calcas? Solo una cosa: cuando plantéis cara al matador de hombres, unid vuestros escudos y manteneos firmes y cautos. Huir y arrojarse al ataque son dos caras de una misma moneda: el miedo.
Negro metió la mano por debajo de mi escudo, asió el astil del egipcio y le hizo perder el equilibrio de un tirón; y mi espada lo abatió de un sencillo tajo al cuello allí donde su armadura de lino no alcanzaba a las carrilleras de su casco.
Los tranitas empezaron a hacer acopio de lanzas y de valor, y salieron como los guerreros nacidos de los dientes del dragón en el mito, de modo que de los bancos brotaban luchadores, y al cabo de diez latidos del corazón fueron los egipcios los que quedaron rodeados. Nos llenamos de ánimo todos, y cosechamos sus vidas como racimos de uva en el tiempo de la vendimia, y su sangre corría por la cubierta, bajo mis pies. Los tranitas los asían de los tobillos y de las rodillas y los hacían caer, o les metían jabalinas por las ingles; y por arriba mi espada estaba esperando toda la carne que quedaba al descubierto, y cada vez que un egipcio plantaba los pies en la cubierta yo apoyaba mi escudo contra el suyo y empujaba; y no he conocido nunca a ningún hijo de Egipto que tuviera en las piernas la fuerza suficiente para detener mi empuje.
Y murieron.
El último hombre que me salió al encuentro era valiente y murió como un héroe, cubriendo la huida de sus compañeros. Se plantó ante mí escudo contra escudo y me contuvo, y su gran espada me mordió el escudo por dos veces. El segundo golpe hizo mella en el grueso borde de roble; pero, mientras tenía la espada clavada en mi escudo, yo le metí la mía en la garganta. Era
un hombre
. Gracias a Ares que sus compañeros no estaban a su altura; de lo contrario, yo habría muerto allí.