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Authors: Christian Cameron

Tags: #Novela histórica

Maratón (25 page)

BOOK: Maratón
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Fue una gran carrera. No se cayó nadie, ni chocó nadie en la línea de salida, donde suelen suceder la mayoría de los incidentes. Todos nos pusimos en marcha a toda velocidad; y en aquella final a nadie se le soltó la correa de la sandalia, ni tuvo el escudo en malas condiciones, ni le saltó una china.

Corrimos por los dioses. No lo recuerdo con detalle; estaba cansado, y volaba como un barco viento en popa, sin que me pasara un solo pensamiento por la cabeza. Pero sí recuerdo que cuando llegábamos al poste de media carrera, todos juntos, Nearco iba el primero por un palmo; pero sus pasos eran demasiado largos, y puso el pie izquierdo bastante más allá del poste y empezó a girar tarde. Con la rapidez de un tiburón que se arroja sobre el cebo, hice el giro por dentro de él; pasé rozando el poste de tal modo que mi escudo ligero estuvo a punto de engancharse con él, y al salir del viraje, Sófanes, Nearco y yo íbamos exactamente iguales, corriendo hacia la lanza que tenía extendida Milcíades a través de la línea de meta.

¿Qué puedo decir? Corrimos. Volamos. Fuimos al mismo ritmo, paso a paso, hasta la meta, y el ejército nos aclamaba, aunque yo no recuerdo nada de aquello. Lo que sí recuerdo era lo deprisa que se iba agrandando aquella lanza, y que alcanzarla era lo único que tenía importancia. Lo único.

Vencí porque mi escudo era un palmo más ancho que el de ellos y tocó primero la lanza. Nada más que por eso. Mi victoria, en vez de hacerme sentir arrogante, me aportó humildad, y abracé a los otros dos.

No me avergüenza decir que lloré. Como dicen en Olimpia, había estado con los dioses por un momento. Creo que habíamos estado con ellos los tres.

Lo que pasó después lo recuerdo de manera confusa, por el agotamiento. Estéfano me eliminó en la segunda ronda de
pankration
, pero Sófanes de Atenas lo eliminó a él en la tercera ronda, antes de perder a su vez en la ronda final contra el hermano del poeta Esquilo. A los atenienses se les dan bien los juegos. Se entrenan más que otros hombres, incluso más que los espartanos.

No me apunté al boxeo, y vi cómo un grandullón lesbio (llamado Calimaco, nada menos, el nombre más oportuno que puede llevar un luchador) se quitaba de en medio a golpes a los demás hombres como un arado que da la segunda vuelta a un campo, cuando ya están rotos todos los terrones grandes y se han retirado las piedras malas. Arístides lo alcanzaba una y otra vez, pero él era lo bastante grande como para aguantar los golpes y seguir, y acabó por agotar a Arístides y golpearlo con fuerza, y Arístides levantó la mano en señal de rendición.

Y entonces nos pusimos a encender las hogueras y los hombres se preparaban para el combate con armadura. Yo estaba cansado, y me figuraba que me había proclamado vencedor de los juegos. Mi vacilación me sorprendió a mí mismo.

Me pregunté si sería así como comenzaba la cobardía, o como terminaba la juventud.

Pero volví a atarme el coselete al pecho, tomé mi escudo y bajé por la playa hasta las hogueras, seguido de Idomeneo, que me llevaba el escudo y la espada.

Arístides me dirigió una sonrisa tímida y sacudió la cabeza. Llevaba puesto un quitonisco limpio, e iba sin armadura.

—Este bruto ha estado a punto de matarme —se lamentó. Al decir lo de «bruto», sonrió, para resultar menos mordaz—. Quiero salir vivo para luchar contra los medos.

Asentí con la cabeza. Yo pensaba lo mismo; pero también pensaba que, al ser yo uno de los mejores luchadores, considerarían que me estaba rajando si no participaba en la prueba de combate armado. Paramanos me ayudó a ponerme la armadura y me sirvió una copa de vino.

—Me parece que los dioses te han quitado el seso. ¡Luchar contra tus amigos, a oscuras, con armas afiladas! ¡No seas crío! —me dijo. Pero me dio una palmada en la espalda y me deseó buena suerte—. No hay mucha competencia, ¿eh?

Solo se habían presentado un par de docenas de hombres lo bastante valientes, o lo bastante inconscientes, como para luchar con armas afiladas, con armadura, en la semioscuridad. Entre ellos había muchos atenienses y milesios.

—A menos hombres, mayor honra —dijo; pero recuerdo que acompañé esta cita de Píndaro con una mueca sarcástica dirigida a Idomeneo.

En la primera ronda me enfrenté al hermano de Esquilo, que me lanzó fuertes golpes, cortando trozos del borde de roble de mi escudo; pero en el tercer asalto lo alcancé en el pectoral, por debajo de su brazo de la espada, sacándole sangre de un lugar que asomó cuando dejó el costado demasiado expuesto al lanzar un amplio tajo. La herida le quedaba oculta por la armadura, y tuve que pedirle que se quitara el peto para mostrarla, y él se quedó tan sorprendido como Dionisio. Me dieron la victoria, y el joven me pidió disculpas por haber dudado de mi palabra.

Descansé largo rato, y ya se me habían empezado a agarrotar los músculos cuando llegó mi segundo asalto, que fue contra otro ateniense.

Sófanes. Tenía que ser él.

Era bueno. Rápido, ligero de pies, cuidadoso. Quería bailar.

Yo le hice frente con la estrategia opuesta. Me planté en mi terreno sin apenas reaccionar, sin abrirle ningún espacio, esperando con paciencia de buey mientras él bailaba.

Un hombre que lleva puesta una armadura griega, con grebas, y que lucha protegido por un
aspis
o por un escudo beocio tiene pocos puntos vulnerables. Me mantuve en mi terreno, esquivando sus ataques más violentos, y esperando. Al cabo de varios asaltos, cuando ya me empezaban a abuchear algunos espectadores por mi manera de luchar tan aburrida, adelanté rápidamente la espada y le di un corte en el bíceps, y todo hubo terminado.

—Luchas como un viejo —me dijo Milcíades.

—Es que quiero llegar a viejo —repuse yo, y el comentario cayó bien entre el público.

La mayoría de los hombres consideraban que yo ya me había proclamado ganador de los juegos, y mis amigos empezaron a acudir a mi alrededor, echándome vino en la cabeza, besándome o abrazándome. Epafrodito y dos de sus hombres me llevaron en volandas hasta la orilla del mar y me arrojaron al agua. Acudió después a sacarme una pequeña multitud, mientras yo los maldecía porque se me iba a estropear la armadura.

Solo llegamos dos a la tercera ronda. Muchos encuentros habían terminado con los dos combatientes alcanzados o heridos de verdad, con lo que ambos quedaban fuera. Con las reglas que aplicábamos por entonces, cuando ambos combatientes quedaban tocados, se eliminaba a los dos.

Así pues, solo quedamos Istes y yo.

Istes tenía fama de ser el mejor luchador a espada de toda Grecia.

Y yo también.

Todavía quedaba luz para luchar, y encendieron hogueras a ambos lados de nuestro terreno de combate, y creo que casi todos los hombres de la flota se habían reunido en aquella playa para presenciar nuestro combate. Si ya antes del combate me había figurado que yo tenía algo de fama de palabras, comprendí que después de aquello me conocerían en todas las
oikías
de Grecia.

Cuando estuvimos uno frente al otro, extendimos las espadas y las hicimos tocarse. Istes sonrió bajo su casco, y yo le devolví la sonrisa.

—Vamos a enseñarles lo que es la excelencia —dijo.

¿Qué queréis que os diga? Era un gran hombre.

Los dos debimos de optar por saltarnos los lentos tanteos preliminares que realizan casi todos los luchadores en los combates.

Cuando Dionisio bajó la lanza, nos arrojamos el uno sobre el otro al instante, y la multitud rugió.

Le lancé tres golpes en otros tantos latidos del corazón, y él se defendió hecho una mancha borrosa de movimiento, y nuestras espadas hicieron saltar chispas al aire. Después nos apartamos girando sobre nosotros mismos, sin que ninguno de los dos hubiera salido tocado, y la multitud rugió.

Volvimos a caer uno sobre el otro inmediatamente, como de común acuerdo, y esta vez le lancé una combinación, un tajo por alto para que levantara el escudo, seguido de un golpe con el borde de mi escudo y de un revés para alcanzarle en el muslo. No tengo idea de qué quiso hacer él; pero nuestros escudos chocaron entre sí, borde con borde, produciendo una sacudida como un terremoto que te sube por el brazo, y mi revés tropezó con su tajo por alto mientras yo giraba el cuerpo. Lancé una patada con el pie derecho mientras los dos rotábamos sobre las caderas, y le alcancé en la corva (sospecho que por pura suerte), y él cayó, rodando por el suelo alejándose de mí. Rodó limpiamente sobre su
aspis
, cosa que yo no había visto hacer hasta entonces a ningún hombre, y se incorporó de nuevo a la distancia de un cuerpo de caballo.

Si la multitud me había parecido ruidosa hasta entonces, ahora eran una fuerza de la naturaleza.

Nos hicimos un saludo, y nos atacamos, escudo contra escudo. Los dos lanzamos golpes por alto, y nuestras espadas resonaron juntas… revés, tajo. Nos separamos por tercera vez, y seguíamos sin estar heridos ninguno de los dos.

Nunca me había enfrentado a nadie como él. Tenía la elegancia de movimientos de un bailarín, y era tan rápido como yo, y tenía los brazos tan largos como los míos.

Nuestro asalto siguiente fue tan cauto como habían sido heroicos los tres primeros, y ambos intentamos dar contragolpes apuntados a las muñecas del rival.

Él fue un poco más rápido. Y sabía hacer un movimiento de muñeca que yo no había visto nunca, un giro de la hoja que producía un cambio de dirección tan rápido, que me parecía increíble que Calcas no lo hubiera conocido.

Retrocedí ante su ataque siguiente, e intenté una finta complicada para herirle en el hombro; era la misma combinación que había empleado contra Sófanes con tanto éxito.

En vez de ello, nos hicimos un lío enorme, pues él respondió a mi finta con otra finta. Los dos buscamos el cuerpo a cuerpo; los bordes de los escudos se solaparon, y de pronto nos encontramos pecho contra pecho.

Roté sobre las caderas para apartarme; y, al retroceder, vi hueco. Le asesté una patada directa a la cadera con mi pie izquierdo, y él se inclinó, cayó de espaldas… y la punta de su espada me alcanzó la sandalia.

Había caído, y yo me planté sobre él… había caído sobre su escudo. Estaba a mi merced… pero sonreía.

—Bien luchado, hermano —dijo.

Entonces sentí en el tobillo el frío-calor de un corte; pero mi cabeza se resistió a admitirlo durante un latido del corazón.

Puedo decir con orgullo que ningún hombre habría visto aquella herida. Yo llevaba zapatos espartanos, los que me solía poner siempre para luchar; y, por algún capricho del destino, la espada de mi rival se me había deslizado entre el cuero y el hueso del tobillo y me había producido un corte. La herida era invisible, y estaba oscureciendo.

Pero me siento orgulloso, porque, aunque tuve la tentación rastrera de cometer una cobardía, me aparté de Istes, el mejor luchador a espada con que me he medido en una prueba, y le hice un saludo mientras se ponía de pie. Después, dejé en el suelo mi espada y mi escudo, me desaté la sandalia y le enseñé el corte.

Puede que algunos espectadores soltaran suspiros de desilusión, pero la mayoría lo aprobaron. E Istes me echó los brazos al hombro y me dio un cabezazo, casco contra casco; no de ira, sino de júbilo.

Él se llevó la corona de olivo, y yo, un corte en el pie. Pero los dos nos sentíamos héroes.

El sol era una bola roja sobre el horizonte cuando todos los ganadores, incluido Filócrates, hicimos nuestros sacrificios, y a mí me declararon vencedor de los juegos. Sospecho que Istes habría vencido si hubiera participado en dos o tres pruebas más, y creo que el vencedor habría sido Arístides si hubiera tenido mejor suerte. La suerte juega un papel muy importante en las competiciones. Pero vencí yo… y ya eran mis segundos juegos.

Cuando hube hecho un nuevo sacrificio y me puse mi corona, me brindé a llevar al campamento de los persas la corona del arquero.

A la gente le pareció oportuno.

Me puse un quitón, porque a los medas no les hace mucha gracia la desnudez, y, con mi corona puesta, crucé corriendo la tierra de nadie con una antorcha en la mano.

Los centinelas me estaban esperando. Eran todos persas de la guardia del sátrapa, comandados por Ciro, y al parecer habían estado viendo los juegos todo el día.
Me aclamaron.

Hice una reverencia ante Ciro.

—¿Eres tú el hombre que disparó la flecha? —le pregunté.

Ciro sonrió con aire digno.

—¿No has pensado que esa sería una hazaña propia de un hombre más joven y más irreflexivo? —dijo.

Y entonces vi que estaba allí Artafernes. Y el corazón estuvo a punto de dejarme de latir.

Artafernes se adelantó, y yo le hice una reverencia, tal como me habían enseñado cuando era esclavo. No fui nunca uno de esos griegos que se negaban a dar muestras de respeto.

Tonterías. Le hice la reverencia, y él me sonrió.

—Joven Doru. No nos sorprende a ninguno que seas el mejor de los griegos —dijo—. ¿A qué has venido aquí?

—Vengo a traer el premio del tiro con arco, otorgado por aclamación por todos los griegos al arquero persa que se atrevió a pasar a nuestra orilla y a disparar aquel tiro magnífico. Debo decir que, si se hubiera quedado, no habría recibido más que honras.

Entregué al sátrapa de Lidia la diadema de olivas y la flecha.

Artafernes tenía lágrimas en los ojos.

—¿Por qué estamos en guerra? —preguntó—. ¿Por qué no os unís los griegos a nosotros, que somos gente de honor? Juntos, conquistaríamos el mundo.

Sacudí la cabeza.

—No tengo respuesta, señor. No traigo más que tu trofeo, y los buenos deseos de nuestro ejército para el hombre que disparó esa flecha.

Él ofreció los trofeos a Ciro, tal como yo había esperado. Y mientras los persas aclamaban a su hombre, Artafernes se puso a mi lado.

—¿Has visto nuestra flota? —me preguntó.

—La derrotaremos —dije yo, cargado todavía del
daimon
que llevaba dentro.

—Ay, Doru —dijo él. Me asió de la mano y me hizo volverme hacia él, a pesar de que estábamos rodeados de una multitud y de sus propios guardias—. Una vez me salvaste la vida y la honra. Te ruego que me dejes que te las salve a ti. No tenéis la menor esperanza de ganar esta batalla.

—Te respeto por encima de todos los persas que he conocido —dije—. Pero os venceremos mañana.

Sonrió, con una sonrisa fría, como la que puede dedicar un hombre a una mujer que lo acaba de rechazar cuando le ha pedido que se case con él.

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