—Me dejaste —me dijo—. Y ahora vuelves —añadió con toda naturalidad.
Yo me encogí de hombros. El silencio se volvió más profundo, y me di cuenta de que ella no podía haberme visto encogerme de hombros.
—Me fui corriendo a Sardes sin parar —dije—. Me hiciste daño —añadí; y la sinceridad de esta afirmación resultaba más convincente que toda mi supuesta nobleza y que todos los discursos que había ensayado.
—A veces te odio —dijo ella.
Recuerdo que protesté.
—No… ¡escúchame! —dijo—. Tú tienes toda la vida que yo anhelo. Tú eres el héroe… navegas por los mares, matas a tus enemigos. Cuando te sientes impotente, te vuelves y te marchas. Te vas corriendo a Sardes —se rio, y su risa sonó crispada en la oscuridad—. Yo no puedo marcharme. No puedo ir ni venir, matar ni perdonar la vida. Es todo un atrevimiento por mi parte venir hasta aquí, a la puerta de mi propia casa; pero soy una ramera, una perdida y una traidora, y nadie tendrá peor concepto de mí si paso la noche aquí, aunque sí pueden tener peor concepto del pobre Heráclito.
—Vente conmigo —le dije.
—¿Para poder echarte de menos desde tu casa? ¿Para hablar de ti con tu hermana, mientras tú haces la guerra a los persas?
Solo entonces me di cuenta de que estaba llorando; pero cuando me acerqué a ella, me empujó con fuerza en el pecho con su fuerte brazo derecho y sacudió la cabeza. Las lágrimas volaron, y una me cayó en la mejilla y se quedó allí.
—Entonces, vente conmigo a ser una reina pirata —dije.
Extendió la mano y asió la mía.
Con aquel contacto, todo se sanó; o, mejor dicho, pudimos dejar de lado todos nuestros problemas. Durante unos cuantos latidos del corazón.
—Datis tiene seiscientos barcos, o eso dicen —dije.
—¿Es esto manera de cortejar? —preguntó ella—. Tiene lo que necesita para aplastar la rebelión. Pero mi marido vencerá sin él.
En vez de responderle, la besé, porque tampoco era tonto del todo.
Me devolvió el beso con toda su pasión habitual. Nuestros cuerpos no caían nunca en el orgullo necio de nuestras mentes. Nuestros cuerpos se unían como se unen el estaño y el cobre para formar el bronce.
Pero hasta los amantes deben respirar, y cuando nos separamos, me apartó de sí.
—Datis tiene más de seiscientos barcos —dijo, con voz un poco jadeante.
Puse la mano en su pecho derecho y le seguí el contorno del pezón. Ella me asió la mano, la lamió y la volvió a dejar en mi regazo.
—Escucha, Aquiles. Ahora estoy casada con
un hombre
. No con ese gilipollas al que tú mataste. A Artafernes lo he elegido.
En realidad, no me importaba. Yo me figuraba que ella buscaba el poder por medio de sus matrimonios, pero no estaba de humor para decírselo, ni mucho menos.
—Mi marido todavía aspira a reconciliar a los griegos con su gobierno; pero Datis quiere aplastarlos. A Datis le han prometido la futura satrapía de Europa, que se creará cuando se hayan rendido los griegos. Datis tiene el oro suficiente para comprar a todos los aristócratas de todas las ciudades desde Tebas hasta Atenas. Los tentáculos de su poder se sienten entre los éforos de Esparta. Y tiene comprados a todos los piratas del Gran Mar, desde Cilicia hasta Egipto y Libia —sonrió mirándome a los ojos—. Tengo que ayudar a mi marido… ¿ves? Ni siquiera miento. Si triunfa Datis, el perdedor será mi marido.
Cada vez que decía «mi marido» era como si me diera una bofetada. Como si me clavara un puñal.
—Ay —dijo, y volvió a besarme—. Nunca pretendí hacerte daño de este modo.
Después, me apartó de sí. Me puso en la mano un tubo liso de marfil.
—He pasado más de un año intentando ponerme en contacto contigo, tonto. Artafernes te quiere. Habla de ti.
Te necesita
. La mayoría de sus capitanes son unos necios, u hombres sencillos. Con nosotros, tú podrías ser el hombre que mereces ser. Un gran hombre. Un señor de hombres —puso una mano detrás de mi cabeza—. ¿Por qué has tardado tanto tiempo en acudir a mí?
Entonces me sentí derrotado, y estúpido. Y mi amor y mi odio, mezclados juntos, componían una poción mortal.
—¿Quieres que me quede aquí, al servicio de tu marido?
—¿Te habías creído que estaba tonteando contigo? —me dijo con incredulidad.
—No —confesé.
Qué bien lo recuerdo. Ojalá me hubiera alejado de ella. Ojalá no hubiera ido a verla nunca.
—Creí que querías que te rescatara —dije.
—¡Qué bobo! —murmuró—. Eres tú al que hay que salvar. De pirata… ¿Aquiles, de pirata? Ven; ven a estar con mi señor. Y conmigo.
—¡Cuando maté a Aristágoras, me despreciaste! —dije—. ¡Y ahora me propones que te comparta con Artafernes!
Sacudí la cabeza, intentando despejarla de la rabia roja. Tenía el sentido común suficiente para comprender que, si mataba a Briseida, mi vida llegaría a su fin.
—¡Tengo hijos! —dijo en voz baja—. Tengo personas que dependen de mí; mujeres, esclavos y familia. Mi hermano no puede vivir sin mi protección. ¿Pretendes que deje todo eso, que abandone a los míos, para vivir en Beoda de campesina?
Se incorporó en su asiento.
—Ya te lo he dicho, Arímnestos: te quiero. Te quiero a ti, necio hijo de Ares. Pero no quiero ser el ama de una finca campestre, ni la querida de un pirata. He encontrado el modo de que todos seamos felices. Los persas… Artafernes es un hombre de los mejores. Y te quiere. Y no es joven —añadió, con una sonrisa—. Yo tengo la miel suficiente para él y para ti —dijo.
—Sí —dije yo. Había pasado dos días viviendo como persa, y ya me asomaba a los labios con demasiada facilidad la sinceridad. La veía. La saboreaba. Como un veneno—. Podrías —dije, y mi desprecio resultó bien evidente.
—Ay, cómo podría odiarte —dijo ella—. Debería odiarte, mientras que tú me acabas de decir que me consideras una puta infiel que se acuesta con los hombres para conseguir poder… ¡pero me quieres! ¿Cuál es más necio de los dos?
Seguí ateniéndome a la sinceridad.
—Te he ofendido —dije—. Pero te quiero. Y no quiero perderte por culpa del orgullo. De nuestro orgullo. Vente conmigo.
Ella se puso de pie. Era alta, y aun estando descalza la cabeza le llegaba poco más abajo de la mía; y sus labios estaban a pocos dedos de los míos; y se acercó más a mí.
—Te he ofendido, pero te quiero, y yo tampoco quiero perderte por orgullo —dijo. Sonrió entonces; y, estando de pie, pude ver su rostro a la luz de las antorchas del jardín—. Pero no quiero ser subsidiaria respecto de ti. ¿Quieres ser el héroe de Grecia? Pues selo.
Debió de hacer entonces una señal.
Lo que me golpeó en la cabeza pudo ser una piedra, o una empuñadura de espada.
Me desperté con un dolor en la cabeza como si me estuvieran clavando una lanza en un ojo; un dolor como el que les da a los chicos cuando beben vino sin mezclarlo con agua.
El efecto de los golpes en la cabeza se puede ir sumando si son muchos, y me parecía como si este segundo me hubiera caído justo encima del que me había llevado con los remos en aguas de Mileto. No veía bien. Debí de soltar un quejido.
—Ya vuelve en sí —decía Filócrates—. ¿Estás bien, compañero?
Estaban todos a mi alrededor, mis amigos. Alguien me tomó la mano, y volví a perder la consciencia.
La recuperación de las heridas resulta aburrida de contar, y tampoco es muy heroica, cuando te das cuenta de que la que te ha herido ha sido la mujer que amas. Y tampoco con una de las flechas de Eros. No fue la propia Briseida quien me dio el golpe (me enteré más tarde de que había sido Kylix), pero bien podía habérmelo dado con su propia mano, nunca fue una mujer débil.
—Por Ares y Afrodita —maldije.
—Dos ficciones de la imaginación de los hombres —blasfemó Filócrates—. Ya te teníamos por cadáver —añadió, sonriendo—. Te trajeron a la playa entre dos esclavos, con ese filósofo del que tanto hablas… ¡todo un ladrón escuálido! —comentó, riéndose.
—Fue sabio hasta a oscuras —dijo Idomeneo, lo cual constituía una gran alabanza por parte del cretense, que en general no era muy aficionado a la sabiduría.
—Que la jodan —murmuré.
—Heráclito nos dijo que huyésemos aprisa —dijo Filócrates—. Y no perdimos el tiempo, en vista de que tú estabas cubierto de sangre; y nos dijo lo de los seiscientos barcos.
La señora Briseida había sido mejor general que yo; me había dejado inconsciente de un golpe y me había mandado por donde había venido. Y yo llevaba en mi petate el tubo de marfil que contenía el pergamino donde ella había referido meticulosamente los barcos que estarían al servicio de Datis, los nombres de los hombres que ella creía que ya estaban sobornados. Para que yo empleara aquellos datos para aplastar a Datis y ayudar así a su marido.
Tuve que reírme. Pensé que aquella escena no iba a figurar en mi
Ilíada
particular. Pero a vosotros sí que os la cuento, y espero que ese muchacho vuestro de Halicarnaso, tan aplicado, la incluya en su libro. Briseida me tocó las cuerdas como si yo hubiera sido una cítara, entre el amor, la lujuria, el odio, la ira y el deber, y yo navegué a Mileto con la información que me había proporcionado ella, porque habría sido una tontería guardármela solo por despecho hacia ella.
Qué bien me conocía.
Me quedé tendido en el fondo de la barca de pesca, intentando no mirar el sol; y el cabeceo por las olas me hizo marearme por primera y única vez en mi vida; y navegamos con tiempo perfecto hasta que llegamos de nuevo a Samos, donde estaba la flota rebelde.
El viaje de vuelta duró cuatro días, y cuando desembarcamos en Samos yo ya tenía mejor la cabeza. Me puse ropa limpia, e Idomeneo y yo fuimos directamente a ver a Milcíades. Estaba sentado con Arístides bajo un toldo, jugando a las tabas.
—Datis tiene seiscientos barcos —dije—. Se están agrupando en Tiro y piensan aplastarnos aquí, en Samos, dentro de dos semanas —miré a unos y otros sin atender a sus caras de consternación—. Datis tiene en nuestro campamento a hombres que ofrecen sumas enormes de oro a los comandantes, para que deserten, o incluso para que se pongan al servicio de los persas —añadí.
Arístides asintió.
—A mí me ofrecieron diez talentos de oro para que me volviera a casa con los atenienses —dijo.
Aquello me bajó los humos.
—¿Ya lo sabías? —le pregunté.
Milcíades soltó una risa sombría.
—¡Y pensar que Datis ofreció ese tesoro a Arístides, y no a mí! —dijo, y sacudió la cabeza—. Me parece que me considero ofendido —tiró la taba y se acarició la barba—. ¿De dónde ha sacado seiscientos barcos? ¿Eh?
De modo que les conté todo lo que me habían contado el viejo judío y Briseida.
Me escucharon en silencio, y después siguieron con su partida.
—¿Debo contárselo a Dionisio? —pregunté.
Arístides asintió.
—Deberías —dijo—. Pero dudo que te vaya a prestar mucha atención.
—Yo aguanté sus lecciones —dije—. Él me escuchará a mí.
Así que crucé la playa; mis sandalias de combate se llenaban de arena a cada paso. Dionisio se había hecho levantar una tienda de campaña hecha con una vela de repuesto, enorme, sujeta con un mástil de
akateion
, con un gran cántaro de rojo tirio en el centro a modo de decoración.
A la puerta de la tienda había guardias armados. Idomeneo escupió con desprecio, y estuvimos a punto de tener una pelea allí mismo; pero salía entonces Leago, el timonel de Dionisio, y este separó a los hombres y después se volvió hacia mí.
—¿Puedo hacer algo por ti, plateo? —preguntó.
—Traigo noticias de la flota del Gran Rey —dije.
Y Leago me hizo pasar inmediatamente al interior de la tienda. Idomeneo me siguió después de soltar una última pulla a los guardias.
—No te comportes como un crío —le espeté—. Aquí todos somos griegos.
Dionisio estaba sentado en un taburete plegable de hierro, con aire de gran señor. Estaba rodeado de hombres de menor cuantía; allí no había ningún Arístides ni Milcíades.
—Así que, plateo, ¿cómo ha ido la misión a la que te envié? —me preguntó.
Le hice un saludo militar; a él le gustaban esas cosas, y a mí no me costaba nada.
—Señor, fui a Éfeso y me puse en contacto con un espía pagado por Milcíades. Y con otro, una mujer.
Yo no lo apreciaba, y no vi ningún motivo para citar el nombre de Briseida.
Dionisio sonrió.
—Los espías y las mujeres siempre mienten.
Aquello me picó.
—Esta espía no miente —repuse. Pero pensé que Briseida mentía con mucha facilidad.
—No me cuentes tus romances —dijo el navarca—. Las mujeres son para hacer hijos, y no sirven para nada más, salvo para imitar la conducta de los hombres y para manipular a los débiles. ¿Eres débil tú?
Evoqué en mi cabeza la imagen de Heráclito, y me negué a entrar en un combate mezquino de este tipo.
—Mi señor, tengo información sobre la flota de Datis. ¿Quieres oírla?
Agitó la mano.
—Datis tiene seiscientos barcos en Tiro —dije—. Tiene toda la flota de Chipre, más de cien naves, así como doscientas fenicias o más, y otras tantas egipcias. Tiene mercenarios de los sículos y de los italiotas, y un número inmenso de cilicios.
Dionisio asintió con la cabeza.
—Eso es peor de lo que yo esperaba. Sin duda, no es posible que todos sean trirremes.
—Señor, yo no las vi —dije, encogiéndome de hombros—. No hago más que contar lo que contaron los espías.
Se acarició la barba, ya muy concentrado en la cuestión.
—Los cilicios, al menos, no tienen un solo trirreme. Vendrán en naves ligeras. Y los egipcios, naves ligeras y birremes. Pero no deja de ser una flota poderosa.
—Ambos espías dicen también que Datis está enviando a hombres, los antiguos tiranos y lameculos, para que compren a parte del contingente de los jonios. Arístides de Atenas ha recibido una oferta de este tipo. Sospecho que otros hombres…
Al navarca se le oscureció el rostro con sangre.
—Nenes inútiles que malvenden su libertad por unas cuantas monedas de oro… Di a Arístides que puede marcharse cuando quiera a luchar a favor de su nuevo amo…
—Señor, Arístides de Atenas preferiría la muerte a aceptar un soborno en un juicio; cuanto menos, en una cuestión de tanto peso como la libertad de los griegos —dije. Aquello se lo debía a Arístides.
—¿Eres tú otro más de ellos? ¿De los intrigantes? —Dionisio se levantó de su asiento—. ¿Cómo sé que no son falsos rumores que hace difundir el enemigo? ¿Eh?