Maratón (16 page)

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Authors: Christian Cameron

Tags: #Novela histórica

BOOK: Maratón
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Los cilicios nos tomaron por fenicios, como es natural. Tampoco es que les importara lo que fuésemos. Los cilicios son enemigos de todas las razas.

Huyeron hacia el norte.

Los dejamos marchar, y nos hicimos cargo nosotros de los egipcios. Uno de sus barcos ya había sido tomado y abandonado, y en él no había vida alguna; las cubiertas estaban rojas de sangre pegajosa y ya empezaban a criar moscas, pero la carga estaba casi intacta. Pieles sin curtir, y marfil.

El segundo barco egipcio huyó, y Estéfano me hizo ver lo veloz que era en realidad el antiguo barco de traficantes de esclavos. El sol no había llegado a lo más alto cuando Estéfano alcanzó al barco egipcio ante la costa de Asia y lo trajo de nuevo al lugar donde nosotros estábamos asidos a la primera presa con los garfios de abordaje. Nuestros remeros bendecían a los dioses por la buena suerte de haber tomado un cargamento de marfil, y rezaban porque la carga del segundo barco fuera igual de rica. Y lo era; iba cargado de botellas de cerámica llenas de perfume y de fardos de plumas de avestruz; un cargamento de riqueza tan extraordinaria que todos reíamos de pura alegría.

Tomamos tierra en la playa de Quíos con las dos presas a remolque, mientras el capitán egipcio seguía maldiciendo su mala suerte de que lo hubieran atacado dos veces en una sola tarde. Llevé toda la carga de valor a un solo barco; entregué las pieles a los quiotas en pago de su hospitalidad y permití a los tripulantes egipcios que se llevaran el barco vacío para volver a su casa, rumbo sur, sin hacerles daño; era mi ofrenda de acción de gracias a Apolo. Había dejado vivos a veintiséis marinos a los que normalmente habría matado. Los pescadores nos contaron que su señor, Pelagio, y los sobrinos de este, habían venido de visita, y que toda la flota de la rebelión se estaba reuniendo en Mitilene. Y nos pusimos en camino, subiendo por la costa y cruzando el mar azul y profundo para pasar a Lesbos.

Llegamos a Mitilene bajo una masa de nubes, y las playas estaban llenas de hileras de barcos.

Habíamos encontrado la flota rebelde por fin.

Había sido obra de Milcíades. Había ido de isla en isla, convocando a los rebeldes para que hicieran frente al enemigo. Me había dado por muerto hasta que se había enterado de cómo había entrado en Mileto con mi primer cargamento de grano.

Estábamos sentados en el gran salón, la Boulé de Mitilene, y los hombres brindaban por mí como por un héroe, y aquello se me subía a la cabeza como el vino puro.

—Has salvado la rebelión —me dijo Milcíades delante de un centenar de capitanes. Allí estaba Epafrodito, con una sonrisa de oreja a oreja.

Paramanos sacudió la cabeza y alzó su copa en mi honor, y Cimón se puso a mi lado y me dio unas fuertes palmadas en la espalda, con lo que me dolió la cabeza.

Estaban allí otros capitanes y señores a los que yo conocía bien: Pelagio de Quíos, algunos cretenses y una docena de capitanes samios. Pero había otros hombres a los que no había visto nunca. Uno de ellos era un canalla con pinta de duro llamado Dionisio, que llevaba en el escudo una crátera de cáliz y pretendía ser descendiente del dios del vino. Milcíades me acompañó por el salón, presentándome a todos los jefes.

Era como si hubiera surgido una rebelión completamente nueva. Y, a pesar de todas las alabanzas que me dedicaba Milcíades, aquello era obra suya, a fuerza de ir con su barco de cala en cala durante todo el otoño, pidiendo, convenciendo o amenazando a los jonios, a los cretenses y a los samios hasta que hubieron reunido toda una flota.

—Expulsamos a los medas del Quersoneso en una semana —se jactaba Milcíades—. Y tú, a nuestras espaldas, mantuviste vivo a Mileto. De aquí a pocos días bajaremos por la costa y expulsaremos a su escuadra, y después llenaremos de cereal a Mileto.

Todos sonreían. Todos conveníamos en que habíamos dado la vuelta a la rebelión.

Al día siguiente vendí mi marfil, mis plumas de avestruz y mi buen vidrio egipcio a aquellos mismos mercaderes que me habían vendido a mí el grano.

Me había traído de Mileto dos bolsas de dáricos de oro, y sumé ahora a mi tesoro una cantidad de lapislázuli, varios lingotes de oro y un montón de plata.

Con la ayuda de Idomeneo, Filócrates, Estéfano, Galas, Mal y Teucro, lo llevamos todo hasta el
Áyax
, el gran barco de Milcíades. Lo expuse todo sobre la arena, dividido en dos montones.

—Elige, mi señor —le dije.

Milcíades sacudió la cabeza.

—Eres el mejor de mis capitanes —dijo.

—Eso se lo dice a todas las chicas —añadió Cimón—. Da gracias a los dioses de haber ganado algo de oro. Nosotros, navegando de un lado a otro como ratones afanosos, no ganábamos más que insultos. Tomé una buena presa allá en Chipre, pero resultó ser propiedad de uno de nuestros «aliados», y tuvimos que devolverla.

Cimón miraba con rostro ceñudo a su padre, que se encogió de hombros.

—Que todos los dioses te bendigan, Arímnestos —dijo Milcíades.

Después, una vez liquidadas mis deudas, pagué a mis remeros. De común acuerdo, incluimos a los arqueros milesios en la paga. La mayoría de los hombres recibieron un par de dáricos de oro y algo de calderilla. Rara vez había podido repartir una paga tan generosa, y Estéfano y yo no disimulábamos nuestra dicha al ver a nuestros muchachos que corrían playa arriba, dando alaridos como tontos, dispuestos a gastárselo todo en un arrebato de vino y fornicación.

Después pagué a los oficiales. Galas y Mal ya contaban como oficiales, y no llegaban a creerse su buena fortuna; y el joven Teucro, que no era más que un arquero, sacudía la cabeza al ver su gorro de lana lleno de plata. Lo mismo hacía Estéfano, el pescador, que decía:

—No había tenido nunca tanto dinero en mi vida.

—Ahórralo, hermano —le dije, dándole un abrazo—. Ahora eres capitán. Tendrás que tener un tesoro guardado para los tiempos malos… cuando me alcance una flecha, o cuando te vayas por tu cuenta.

En vez de protestar, asintió gravemente con la cabeza antes de marcharse. Envió casi todo el dinero a su hermana, en su pueblo, en una barca de pesca en la que iba de patrón su hermano.

Teucro era aficionado al juego. Aquello no era grave cuando era pobre, pues Filócrates y él se jugaban guijarros y conchas de la playa; pero cuando tuvo dinero, fue terrorífico… tanto más, porque ganaba. Constantemente.

Metí en mi saco de cuero una bolsa de lino encerado llena de lapislázuli y de oro, y una bonita botella con remates de oro que contenía esencia de rosas, y sacudí la cabeza. Es fácil ser rico a base de apoderarse de las riquezas de otros. Llevaba en mi saco el valor de la finca y de la fragua de mi padre… multiplicado por diez. Cada par de colmillos de marfil que llevaban aquellos mercaderes egipcios valía
la cosecha de un año
de mis campos. Pero aun mientras me estaba sonriendo por mi riqueza, recordaba a los hombres sin ley de la montaña, en el Citerón, y comprendía que yo no era distinto de ellos. Aquello daba que pensar, y procuré olvidarlo en cuanto pude.

Aquella tarde celebramos en la Boulé un consejo de todos los capitanes y señores rebeldes. En cuanto no había vino de por medio se apreciaban con mucha mayor facilidad las fisuras de la rebelión. Los samios opinaban que Milcíades les había hecho perder el tiempo llevándoselos hacia el norte, al Quersoneso. Los cretenses querían entrar en batalla, sin que les importaran para nada las posibilidades de éxito. Me pareció que los de Lesbos y los de Quíos eran los únicos a los que les importaba de verdad la rebelión; eran el único contingente que tenía en cuenta el bien común. Quizá se debiera a que eran los que estaban en medio, entre los del Quersoneso, al norte, y los cretenses, al sur. Todos discutían por el botín que se había tomado.

Cuando estaba bien entrada la tarde, Demetrio de Samos se puso de pie y me señaló.

—Este muchacho tomó dos barcos cargados de marfil, pero no lo ha compartido con los demás —dijo.

Yo no me había esperado aquello. Sinceramente, he de decir que siempre me sorprende la necia codicia de los hombres y su envidia. Yo me consideraba un héroe. Esperaba que todos me estimaran.

De modo que me limité a quedarme mirando a aquel tipo.

—¿Es que te gusto, muchacho? —me dijo en son de burla—. Comparte con nosotros tu precioso marfil. ¿O es que se lo ha quedado todo tu amante, Milcíades?

Me quedé allí plantado, furioso como Orfeo en el Hades, tragando saliva como un pez. Me entraron ganas de sacarle las tripas allí mismo, pero no se me ocurría qué decir. Milcíades me miraba con enfado. No quería intervenir, pues aquello precisamente era lo que quería el samio, para demostrar que Milcíades era mi amo.

Por fin, empezó a funcionarme la cabeza.

—Lo siento, mi señor —dije en voz baja, para forzar a los demás a que guardasen silencio. Bajé la cabeza, aparentando burlonamente estar compungido.

—¿Lo sientes? —dijo él.

—Si hubiera comprendido que debíamos compartir las presas ganadas
antes
de sumarnos a la flota… —dije—. Entonces, debo mucho más que dos simples cargamentos de marfil. Y, con todo lo que me dolerá entregar mis ganancias, me consolaré al saber que estaré aportando algo más que palabras huecas.

Se incorporó de un salto.

—¿Qué coño estás diciendo? —dijo con rabia—. ¿Que yo no me gano lo que como? ¿Es eso?

Me encogí de hombros.

—Deduzco que tú no has llegado a capturar nunca un barco enemigo —dije con mi voz más suave—. En vista de que, al parecer, necesitas de mis beneficios para pagar a tus tripulaciones.

La gran carcajada de Dionisio resonó por todo el salón.

—¡Siéntate, Demetrio! Ningún hombre debe repartir lo que tomó antes de ingresar en la flota, como sabe muy bien nuestro joven plateo. No seas imbécil. Lo que tenemos que hacer es decidir una estrategia.

Se alzaron voces de todos los rincones del salón. Algunos gritaban «¡a Mileto!». Otros exclamaban «¡a Chipre!». No eran pocos los que insistían en que la flota debía poner rumbo a Éfeso.

Cimón, el hijo de Milcíades, apareció a mi lado.

—Mi
pater
quiere verte esta noche —me dijo—. Para hacer planes para el futuro.

Asentí con la cabeza.

Cimón me dio una palmada en la espalda y salió de la sala; al parecer, no le interesaba la suerte que corriera la rebelión.

Un cínico diría que Milcíades se había pasado el verano y el otoño levantando a los rebeldes para que le sirvieran para reconquistar sus posesiones en el Quersoneso. Y el cínico que dijera eso, diría bien. Milcíades necesitaba la base de poder que le brindaba la rebelión. Necesitaba que siguiera adelante la rebelión, para poder presentarse como un gran hombre en primera fila del conflicto cuando tratase con Atenas.

Lo que no necesitaba Milcíades era que los rebeldes vencieran a Persia. Si la rebelión salía victoriosa, él de pronto no sería más que el tirano del Quersoneso. Atenas no lo necesitaría, y tampoco lo necesitarían los rebeldes. Además, su mayor rival entre los tiranos de la Jonia era Histieo. Su máximo rival había sido Aristágoras, pero a este lo había matado yo en Tracia. Aristágoras había sido lugarteniente de Histieo, y Milcíades no tenía ningún motivo para desear que Mileto quedara libre del asedio y volviera a ejercer su poder en el este. Por una parte, Milcíades quería controlar la situación. Por otra, era ateniense, y Atenas quería humillar a Mileto; no solo a Mileto, sino también a Éfeso y al resto de las ciudades jonias que disputaban a Atenas la supremacía en el mar.

No pretendo deciros que yo ya entendía a fondo todo aquello, aquel otoño e invierno oscuros, con la lluvia azotando los postigos y la lumbre echando humo y chisporroteando, y con un centenar de griegos aburridos y airados que se disputaban como perros el liderazgo de la rebelión. Pero sí entendía que las cosas no eran lo que parecían. Y fui comprendiendo poco a poco que, con independencia de lo que dijeran los hombres en voz alta, Samos, Lesbos, Rodas y Mileto se odiaban unas a otras y odiaban a Atenas más que la mayoría de ellas odiaban a Persia.

Así que, hijos míos, ya veis que era un milagro que hubiésemos llegado a reunir una flota.

Cimón se había marchado, pero Milcíades y yo nos quedamos, y al cabo de varias horas de debate se tomó la decisión de levantar el asedio de Mileto antes del invierno, surtir de provisiones a la ciudad y volvernos a nuestras casas. En la primavera nos reagruparíamos en las playas de Mitilene, localizaríamos a la flota persa y la aplastaríamos. Una vez acabada la flota persa principal, tendríamos la iniciativa, y entonces podríamos actuar como mejor nos pareciera contra las fuerzas terrestres persas.

El plan era bueno. Dionisio y Milcíades lo pulieron, aun yendo en contra de sus intereses personales. Como ya he dicho, Milcíades no tenía especial afecto a Mileto, y Dionisio tenía buenos motivos para estar a favor de una guerra comercial larga, ya que era pirata profesional. Pero los dos se unieron en algo semejante a una alianza, y los lesbios y los quiotas los apoyaron. He visto muchas veces esta cosa extraña, que los hombres son capaces de ser nobles, superando la miseria y la codicia, sobre todo cuando existe emulación y buena camaradería entre ellos. Milcíades y Dionisio eran ambos, por separado, un par de piratas codiciosos. Pero al estar juntos, competían entre sí por convertirse en salvadores de Grecia.

En su plan quedaban muchos cabos sueltos. No se dijo nada de rescatar a las ciudades de la costa asiática. En realidad, esta era la estrategia de todos los griegos que estaba separados por el agua de los cascos de la caballería persa. Los de tierra firme quedaban como esclavos.

Por otra parte, era el primer plan realista que habían llegado a trazar los rebeldes.

Dionisio ofendió a todos empeñándose en que la mayoría de nuestros barcos estaban mal preparados, y que cuando volviésemos a reunimos en la primavera deberíamos pasarnos unos meses entrenando a nuestros remeros y a nuestros infantes de marina. Aunque yo estaba de acuerdo en ello, él exponía este punto tan evidente de una manera que resultaba arrogante.

—Vosotros, los aristócratas, sois como niños cuando os hacéis a la mar —dijo—. Mis muchachos no hacen otra cosa que remar. No se hacen a la mar soñando con la
Ilíada
. Se hacen a la mar para vencer, para tomar barcos enemigos y convertirlos en plata y en oro. ¿Habéis visto cómo hacen las maniobras los fenicios? ¿Habéis visto cuánto entrenan a sus tripulaciones? ¿Habéis hecho frente alguna vez a un cilicio en aguas estrechas? ¿Son capaces vuestros remeros de hacer un
diekplous
? ¿De virar en un óbolo y embestir a un enemigo bajo la popa? No. Apenas habrá uno de vosotros que pueda decir que sí. Aquí no hay veinte barcos que sean de fiar en un combate en orden cerrado cuando nos llegue el día, la hora de la verdad. Dejadme que entrene a vuestras tripulaciones. Un poco de sudor ahora, y el premio será la libertad.

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