—¿Y no has advertido nunca que las muchachas no echan siquiera una mirada a los mozos? Porque esos pavoneos suyos les aburren soberanamente. ¿No es así?
Nos reímos los dos.
—Es verdad. Te doy la razón, amigo mío y buen hablador.
Arístides echó una mirada hacia Yocasta, y ambos compartieron una amplia sonrisa. Daba gusto verlos juntos.
—Pues bien. Nosotros, los plateos, somos las muchachas que estamos en la fuente. Aprended a escuchar y a hacer cosas que nos agraden a nosotros, y volved entonces. De lo contrario, Milcíades y tú, y todos esos pisistrátidas y alcmeónidas no seréis más que muchachos luchando junto a la fuente —concluí con humor.
—¿Quién te ha hecho tan sabio? —me preguntó.
—Una generación de muchachas en las fuentes de Éfeso —dije, riéndome—. Y ahora, ¿qué hago para recuperar mi caballo y a mi muchacha esclava?
Arístides sacudió la cabeza.
—Pídelos después del juicio —dijo.
Me atraganté.
—¿El juicio? ¿Mi juicio? ¿Cuándo es? Yo creía que me lo habías arreglado…
Sacudió la cabeza.
—La ley es la única ligadura que mantiene unida a Atenas —dijo—. Irás a juicio. Yo hablaré por ti.
—¿Cuándo? —volví a preguntarle.
—Mañana —dijo.
La idea del juicio me quitó de la cabeza las noticias acerca de Milcíades y del asedio de Mileto.
En Atenas, un extranjero no puede hablar ni defenderse en ningún juicio, del tipo que sea. Si no cuenta con un «amigo», un
proxenos
, que lo represente, el extranjero, aunque sea un meteco que viva en la ciudad y que sirva en la falange, no puede decir una sola palabra en su propia defensa.
Y la verdad es que a mí esta ley me parece bien. ¿Por qué vas a dejar que hablen los extranjeros en tu propia asamblea? Que les parta un rayo. No harían más que causar problemas.
Arístides me acompañó hasta la primera fuente pública.
—No se te permite hablar —me dijo—. Pero eso no cambia mucho las cosas. Todavía podrás sonreír, o fruncir el ceño, o enarcar las cejas; puedes controlar tus emociones, o darles rienda suelta. Los hombres saben quién eres tú; y, si no lo sabían ayer, esta mañana ya lo saben. Los jurados te estarán observando. Compórtate como un hombre. Pregúntate qué haría Aquiles en tu lugar.
Me reí.
—Quedarse en su campamento, enfurruñado, y después matar al primero que le ofendiera.
Arístides frunció el ceño.
—La ley no es cosa para tomarla a broma. Debo dejarte. Tengo que ir a sitios y tengo que ver a hombres. Preséntate en la colina del Areópago a mediodía.
Me entregó unas tablillas de madera de tres hojas, con páginas recubiertas de cera.
—Lleva esto encima —dijo—. He escrito las acusaciones y tus contraacusaciones, por si tiene que ser otro el que hable por ti. Y quiero que lo entiendas. Vamos a presentar demanda civil al joven Cleito por la pérdida de tus bienes, a saber, la muchacha y el caballo. El caballo es el bien más valioso de estos dos, con diferencia, y creo que hará dar un buen tropiezo al joven Cleito en el juicio. ¿Comprendido?
Leí las tablillas rápidamente. Estaba escrito con letra minúscula y precisa, pero yo soy buen lector; me enseñaron a leer a edad temprana.
—¿Los juicios serán simultáneos? —le pregunté.
—¡Por Zeus! No sabes nada de nuestras leyes. No. Tu juicio es por
el asesinato
de un ciudadano. Lo juzgará el Areópago, los ancianos de la ciudad. Todos ellos son amigos de los alcmeónidas. De hecho, más de la mitad de ellos son alcmeónidas, en efecto —añadió, asintiendo con la cabeza con solemnidad—. Los juicios civiles se celebrarán cuando lo permita el calendario, probablemente a principios de la primavera. Nos hará falta un jurado de cuatrocientos miembros, como mínimo.
Me tragué una cierta rabia.
—¿En primavera? Yo había prometido la libertad a aquella muchacha.
Arístides se encogió de hombros.
—Dudo que vuelvas a verla, la verdad. Me ocuparé de que te indemnicen con bienes de igual valor.
Sacudí la cabeza.
—Arístides, tengo confianza en ti. Pero voy a recuperar a esa muchacha, y voy a liberarla. Lo he jurado. A ti te parecerá cosa de poco…
El sacudió la cabeza, a su vez.
—No; los juramentos hechos a los dioses son cosa seria, y tú eres hombre piadoso. Te pido disculpas. Haré todo lo que pueda. Pero si esos hombres no pueden matarte, intentarán hacerte daño, no solo a ti sino también a tu mujer y a tu caballo.
Escupí en el suelo.
—¿Es esta vuestra democracia? ¿Unos aristócratas que se vengan de los que son mejores que ellos, en sus bienes?
Arístides bajó al Ágora con el resto de sus seguidores, dejando conmigo a dos jóvenes que llevaban bastones: Sófanes, que ya tenía cierta fama como guerrero, y Glaucón, amigo de este. Ambos eran aristócratas; ambos eran seguidores de Arístides, y ambos eran muy serios. Querían que les hablara de Milcíades.
—Quiero comprar una buena crátera para llevarla a mi casa —dije, sin hacerles caso y procurando olvidarme de mi rabia. Me guardé las tablillas en el pliegue trasero de mi quitón, que era una hermosa vestidura de lana virgen—. Alguna pieza que tenga pintada la imagen de un héroe. ¿Me lleváis al barrio de los alfareros?
Por el camino tenía que hacer un recado, de modo que los hice seguirme más allá del cementerio hasta la casa de Cleón, mi amigo hoplita de mi primera campaña.
Me recibió a la puerta y se puso a ladrar como un perro, soltó un aullido y me rodeó con sus brazos. Sófanes y Glaucón nos miraban boquiabiertos mientras compartíamos una copa de vino (de un vino malísimo) y nos contábamos nuestras cosas.
—Tú, Sófanes —dijo—, tienes nombre de atleta. ¿Sabías que este tontorrón atacó a los persas él solo en el paso de Sardes?
Cleón estaba orgulloso de conocerme, me exhibía con orgullo ante los transeúntes.
Me encogí de hombros.
—Iba en cabeza Eualcidas de Eubea, y éramos diez.
Cleón se rio.
—Se me heló la sangre jodida solo de verlo, por el coño ardiente de Afrodita. —Tenía la cara roja, y pensé que ya debía de haber bebido bastante vino antes de llegar yo—. Tienes aspecto de rico y de bien cuidado.
Pensé que parecía un hombre derrotado.
—¿Cómo te van las cosas a ti? —le pregunté. Me había dicho que su casa era más pequeña que el castillo de proa de un trirreme, y vi entonces que era verdad.
—Mi mujer murió —dijo, encogiéndose de hombros—. Y mis dos hijos también. Apolo envió un mal, y murieron todos en una semana. —Bajó la vista. Después, enderezó la espalda—. En todo caso, ¿cómo estás tú? Ya me he enterado de que eres famoso.
Me ponía nervioso que se hablara de mi fama.
—He venido aquí porque Idomeneo mató a un alcmeónida —dije, para disimular con hechos el dolor que me asomaba a los ojos.
Son cosas que hacemos los hombres. Los hombres somos cobardes en lo que respecta a las penas.
—Hizo bien el bujarroncete. Es buen hombre, para ser un catamita con los ojos pintados con kohl. ¿Que mató a un aristócrata? Eso ya es algo —dijo.
Me reí con nerviosismo. Cleón estaba bebido y pendenciero. Sófanes y Glaucón eran ambos aristócratas, y aquello no les hizo gracia.
Me encogí de hombros.
—Tengo una cita —le dije.
—Me recuerdas tiempos mejores, maldita sea. Ahora ni siquiera soy hoplita, ¿eh? Ya no doy el mínimo de bienes que se exigen. —Bajó la vista al suelo, y después me abrazó—. Maldita sea, cómo estoy. Todo lamentos y quejas. Ven a verme otra vez.
Le devolví un fuerte abrazo y emprendí el camino del barrio de los alfareros, acompañado de mis dos custodios.
Mis dos aristócratas estuvieron riéndose por lo bajo y murmurando entre sí, y por último Glaucón me espetó que yo tenía un amigo que no valía nada.
Me detuve y le puse una mano en el hombro, como hablándole de hombre mayor a hombre joven.
—Cleón parecía un poco bebido. Su mujer y sus hijos han muerto. —Le miré a los ojos, y el muchacho rehuyó mi mirada—. Se mantuvo en su puesto y me defendió a mí de los enemigos muchas veces, en la ira de Ares. Cuando tú hayas hecho otro tanto, entonces podrás hablar de él de esa manera delante de mí.
Glaucón bajó la vista al suelo.
—Te pido disculpas.
Me gustó este detalle por su parte. A los jóvenes se les da de maravilla negar sus culpas. Por el Hades, sé lo que digo, porque yo hacía lo mismo. Pero aquel
sí
que era un hombre mejor.
Caminamos hacia el este, hacia el sol de la mañana, y yo rompí el hielo entre nosotros contándoles cosas de Milcíades. Empecé a contarles los combates del Quersoneso y la Batalla Sin Lágrimas, cuando nos apoderamos de todos los barcos de los enemigos perdiendo solo una docena de hombres, y aplastamos a los fenicios. Entonces cruzamos la carretera del festival y nos encontramos entre un bosque de burdeles, de tabernas y de casas de hombres libres. Solo Atenas sería capaz de comercializar de esa manera tan excesiva una cosa tan sencilla como es el sexo. Recuerdo que perdí el hilo de lo que les iba contando, al contemplar… bueno, pasaré por alto lo que contemplé, porque vosotras que sois vírgenes podríais moriros en el acto si lo cuento.
Recuerdo que iba diciendo:
—De modo que tomamos barcas de pesca. En Galípoli había una flota pesquera considerable…
La daga se me clavó en la espalda, justo por encima de los riñones. El golpe estaba asestado a la perfección, con mucha fuerza. Vacilé, caí de rodillas y sentí que me manaba la sangre por encima del culo.
Ya debería estar muerto.
Pero no lo estaba. De manera que rodé para caer y volver a levantarme, al mismo tiempo que me quitaba del cuello la clámide y me la enrollaba en el brazo. Al ponerme de pie ya tenía el cuchillo en la mano derecha. Glaucón había caído, pero Sófanes se defendía con su bastón de dos matones con garrotes. A sus diecisiete años ya era un rival digno de ser tenido en cuenta.
Mi adversario era grande, un verdadero titán. No me gusta nada luchar contra hombres grandes: no sienten el dolor, tienen una confianza natural que es difícil romper, y son fuertes.
Mi adversario seguía sin entender cómo no había muerto yo. Yo tampoco lo entendía, pero no estaba dispuesto a darle vueltas al asunto en ese momento.
Se me ocurrió que probablemente no me interesaba matarle. Complicaciones con la justicia y todo eso.
Me hice a un lado, me agaché y le arrojé la punta de la clámide hacia los ojos.
A su espalda, Sófanes asestó un golpe que produjo un crujido que debió de oírse desde la cumbre del Citerón, y uno de sus adversarios cayó. El otro retrocedió.
Mi adversario llevaba un garrote y un cuchillo. Me tiraba cuchilladas con la torpeza desmañada del matón profesional.
Lo maté. No fue muy difícil; era grande pero no hábil, y cuando alzó el garrote le clavé el cuchillo entre los músculos del hombro y la garganta. Es interesante: recuerdo que yo había estado pensando una treta mucho más complicada, pero él, por pura estupidez, apartó del todo la guardia, y yo lo aproveché. Así son los combates cuerpo a cuerpo.
Arrojé mi clámide sobre el segundo adversario de Sófanes. La clámide tenía lastres en las puntas, y la lana fina lo ciñó como una red. Sófanes intervino empuñando el bastón con las dos manos y partió la cabeza al hombre como si llevásemos varias semanas ensayando aquel movimiento en la palestra. Así concluyó la lucha.
Me sentí mucho mejor. Cuando estás lleno de rabia por las injusticias, y te sientes humillado por tu impotencia ante una inmensa burocracia, resulta muy satisfactorio matar a un par de asesinos a sueldo. Al menos, a mí me lo resulta. Sófanes debió de sentir lo mismo, pues me echó una sonrisa y nos abrazamos. Después fue a atender a su amigo, que empezaba a moverse. Despojé a los cadáveres de su dinero. Cada uno llevaba una bolsita con una docena de lechuzas de plata, una suma considerable.
El
daimon
del combate se me iba pasando, y pensé de pronto: «¿Por qué estoy vivo?».
El primer golpe debía haber sido el último. No lo vi venir. Y yo sangraba (no mucho) por una perforación profunda que tenía por encima de la cadera. Una prostituta trajo agua, me limpió la herida y dijo una oración por mí. Mientras tanto, yo recorría el suelo con la vista, buscando la daga. Lo único que se me ocurría era que debía de haberse roto la hoja.
La daga estaba bajo el titán muerto; según he observado, las cosas perdidas siempre aparecen en el último lugar que se te ocurre. Glaucón iba recuperando el color del rostro, y un par de chicas del barrio lo acariciaban mientras un médico le palpaba el cráneo. Sófanes me ayudó a dar la vuelta al muerto, y allí estaba la daga, un dedo de acero brillante que asomaba de entre las tablillas de cera de Arístides.
Sófanes soltó un silbido e hizo un gesto de aversión.
—Los dioses te aman, plateo —dijo.
Yo había luchado con gusto, pero al ver aquellas tablillas atravesadas por la daga me estremecí un instante… solo un instante.
Qué cerca había estado.
Di a las chicas cinco lechuzas (una fortuna) para que se encargaran de hacer desaparecer el cuerpo. Creo que Sófanes se quedó consternado y emocionado a la vez.
La mañana era joven, y busqué al dueño de un burdel e hice que se llevara a los otros dos asesinos a sueldo y los encerrara en su bodega, que estaba excavada en la roca de la ladera. También le pagué. La afición al derroche adquirida durante toda una vida de pirata se impuso en pocos instantes sobre los hábitos de los pocos meses durante los que había querido ser granjero. Matar a la gente, quitarles el dinero, gastarlo sin tasa.
Pero yo había cambiado, porque en parte fui consciente de que acababa de gastarme lo que valían treinta y cinco médimnos de cereal a los precios que corrían, solo para librarme de un cadáver.
Dejamos a Glaucón para que se recuperara, haciendo ver que era para que vigilara a los prisioneros. Fui a comprar una crátera para vino, Es esa misma que está allí, con Aquiles y Áyax jugando al
polis
. Me parece divertido imaginarme que no todo era guerra. En Troya, los hombres tenían tiempo para jugar.
Cuando volvimos al burdel, el sol estaba alto, pero todavía no era mediodía. Glaucón parecía más contento que un perro con un montón de huesos; me di cuenta de que le habían tocado la flauta; pero los dos hombres estaban en la bodega. Uno había muerto. Son cosas que pasan con los golpes en la cabeza. A Sófanes no le gustaba haber matado a un hombre.