—Necesito una copa de vino, y tendré mucho gusto en servirte otra a ti.
Estaba haciendo lo que podía por imitar a Aquiles, portándome como un hombre de hospitalidad calurosa. Incluso con un catamita y ladrón que me había hecho fallar un martillazo. Yo estaba madurando.
Estiges hizo una reverencia.
—Será un honor, señor.
Claro está que, en Creta, los hombres a los que se llamaba «señor» no se les solía ver cubiertos de hollín y de virutas de bronce, con las manos tan negras que no se les veía la piel. Pero en Beocia las cosas eran distintas. Además, yo respetaba mucho más a Estiges que al chico perfumado que estaba en mi patio.
Mi hermana Penélope salió de la casa con vino. Vertió una libación a Artemisa, como le correspondía a ella, y después otra a Hefesto, por mí, y sirvió después el resto de la jarra de vino a Tireo, Bion, Hermógenes, Estiges y mi huésped. De entre todos los presentes, solo podría decirse que iban vestidos el huésped y Pen. Quiero que os figuréis la escena.
Esperé a que Estiges tuviera en la mano una copa de vino para interrogarle.
—¿Por qué me necesita Idomeneo? —le pregunté.
—Ha matado a un hombre —respondió Estiges.
—¿A qué hombre? —le pregunté—. ¿A un plateo?
Con aquello quería decir «¿A un ciudadano? ¿O a alguien sin importancia?».
—No, señor —dijo Estiges—. La verdad es que matamos a dos hombres. Uno era un soldado, en el santuario; al otro —añadió, sonriendo—, lo maté yo mismo; era uno de los bandidos, señor. Se conocían; estarían tramando huir, o quizá apoderarse del santuario. El señor Idomeneo cree que querían matarnos a todos.
Advertí que tenía una herida reciente que le llegaba desde el hombro hasta el costado. Vio que yo se la estaba mirando y asintió con la cabeza, radiante de orgullo.
—Él tenía cuchillo y yo no.
Esta modestia heroica era la norma entre los griegos; e Idomeneo, a pesar de su locura sangrienta, imponía su disciplina allá en la montaña.
—El soldado que matamos era ateniense —dijo Estiges, perdiendo la sonrisa—. Mi amo teme que fuera hombre importante.
Aquello me llamó la atención.
—Mi señor, ¿no te importa que haya venido hasta aquí desde Sardes? —preguntó el joven guapo.
La verdad es que ambos eran bastante apuestos; el aristócrata, como la estatua de un atleta, y Estiges, un conjunto más práctico y utilitario de músculos, cicatrices y piel suave.
Yo advertía que a Pen la agradaban los dos.
Dirigí una sonrisa al aristócrata.
—Joven, te pido disculpas por mi atuendo rudo y por lo sucinto de mi bienvenida, y te invito a quedarte un día o dos. Mi honor está en juego y debo ocuparme de la cuestión inmediatamente.
Se sonrojó (yo contuve una sonrisa) y miró de reojo a Pen.
—Sería un honor ser huésped de esta casa. Pero traigo un mensaje importante…
—Lo escucharé a mi vuelta —dije, asintiendo con la cabeza.
Los dioses me estaban cegando. Si me hubiera detenido un momento a escucharle… Pero yo creía que me llamaba el deber, y no me gustaba aquel joven ni sus humos.
—Ten cuidado, no te vayan a poner a trabajar en la fragua —murmuró Pen.
—Estaré de vuelta a mediodía —dije, y mandé a los esclavos que pusieran los arreos a mi caballo.
Los dioses se reían. Y la Moira hilaba muy fino…
Cuando subía a caballo por la cuesta del santuario ya empezaba a oscurecer. Puede que os parezca divertido que os cuente que iba a caballo.
Ahora soy propietario de mil ponis tracios peludos y de una cincuentena de hermosos ejemplares persas; pero en Beocia, en aquellos tiempos, tener caballo era cosa que llamaba la atención, y yo tenía cuatro.
Reíos si queréis, pero yo, con mis cuatro caballos, era uno de los hombres más ricos de Platea.
Estiges corría a mi lado. Había librado un combate a muerte; había corrido treinta estadios para ir a buscarme; se había bebido un cuerno de vino, y ahora había vuelto a correr otros treinta estadios de vuelta al santuario. Cuando os cuente más tarde los hechos de armas que hizo mi gente, pensad en esto: en aquellos tiempos, forjábamos hombres duros. Los acostumbrábamos, como a los perros de caza. En Esparta entrenaban a los aristócratas para hacerlos extraordinarios. En la Ática y en Beocia, entrenábamos a todos los hombres libres para hacerlos excelentes. Calculad la diferencia si queréis.
A pesar del relente de la noche, pude oler la sangre de la tumba. Me descolgué el odre del hombro y vertí una libación al viejo Leito, que había ido a la ventosa Troya desde la verde Platea y había vuelto vivo y había muerto de viejo. Eso sí que es un héroe, amigos míos.
En la tumba contamos como tradición que fue Leito quien detuvo el ataque del arrojado Héctor en las naves, y no luchando con habilidad ni con valor desesperado, sino haciendo que los hombres de segunda fila entrecruzaran los escudos y detuvieran su furia homicida enviada por los dioses. No era un matador poderoso, sino más bien un hombre que conducía a los demás hombres como el pastor que cuida de sus ovejas. Un hombre que velaba por los suyos y los traía con vida a sus casas.
Por eso vienen a la tumba hombres de toda Grecia; hombres que han visto demasiadas guerras. A veces ya no tienen arreglo; pero, si lo tienen, el sacerdote les da vino, les escucha y les da trabajo, o les encomienda quizá una misión sencilla. Y cuando llevan a cabo ese trabajo, quedan limpios y pueden volver al mundo de los hombres que no son matadores.
Pero a veces se presenta en la tumba un hombre que lleva la marca. ¿Cómo lo noto? Es la marca del mal, o de un alma que ya no tiene salvación. Y entonces, el sacerdote, que también es siempre un matador retirado, debe hacerle frente y matarlo sobre el muro del recinto, para que su sombra grite mientras desciende a la nada, perdida para siempre, y su sangre riegue las almas de los muertos y alimente al héroe.
Je, je. Beocia es un sitio duro, qué duda cabe. Y tenemos poca tolerancia con los hombres que han perdido el rumbo. ¿Os puedo decir una verdad dolorosa, amigos? Si un matador se echa a perder, lo mejor que pueden hacer los demás es abatirlo. Esto lo saben los lobos, lo saben los perros y lo saben los leones. Los hombres tienen que saberlo también.
Hasta cuando el hombre es amigo tuyo. Pero esa es otra historia.
Servidme más vino.
Idomeneo salió y me sujetó el caballo mientras yo echaba pie a tierra.
—Lamento haberte hecho venir hasta aquí, señor.
Yo seguía molesto por la abolladura de mi casco perfecto, y no me quitaba de la cabeza la idea de que había venido un mensajero de Sardes. De Sardes, capital de Lidia, la satrapía del Imperio persa más próxima a Grecia. ¿Quién enviaría a un mensajero de Sardes? Y, por todos los dioses, ¿por qué no me había tomado yo un momento para preguntarlo?
Pero Idomeneo era un hombre que me había salvado la vida cincuenta veces. Era difícil guardarle rencor.
—Tenía que salir, en cualquier caso. Si me quedo demasiado tiempo en la fragua, se me puede olvidar quién era yo.
—¿Quién eras? —exclamó Idomeneo, soltando su risa loca—. ¿Aquiles redivivo, que se dedica ahora a martillar el bronce?
—¿De modo que has matado a un hombre? —le pregunté.
Una de las mujeres me puso en la mano una copa de cuerno. Vino con agua y especias, recién calentado. Bebí con agrado.
—Acabamos de matar a un alcmeónida —dijo Idomeneo. Los ojos le brillaron con la última luz del día—. Se había plantado allí de pie, sobre el muro del recinto, proclamando su estirpe y desafiándonos a que pensásemos siquiera en matarlo. Se había creído que ese nombre tan importante lo protegería.
Sacudí la cabeza. Los alcmeónidas eran ricos, poderosos y malignos. Sus riquezas eran ilimitadas, y no se me ocurría qué hacía uno de ellos en la tumba del héroe.
—¿No estaría mintiendo? —pregunté.
Idomeneo se sacó algo de debajo de la clámide. Su color dorado rojizo brilló con los últimos rayos de sol. Era un cinturón con hebilla, lo que llevaría con el quitón un hombre muy rico, y cada uno de sus eslabones era de oro martillado. Valía más que mi finca, y eso que mi finca es buena.
—Joder —dije.
—Tenía la marca del mal —dijo Idomeneo—. ¿Qué iba a hacer yo?
Fui a mirar el cadáver, que estaba extendido sobre el muro del recinto, de la manera tradicional. Había sido un hombre alto; me sacaba la cabeza. Llevaba una coraza de campana de bronce, gruesa como un pellejo de animal recién desollado.
Debía de pesar el doble que el enjuto Idomeneo. Tenía una única herida, una lanzada en el ojo izquierdo. Idomeneo era hombre peligroso, muy peligroso. El noble ateniense debía de haber sido muy necio para no darse cuenta; o puede que tuviera verdaderamente la marca y que el héroe necesitara sangre.
La armadura era de las mejores, y el casco también.
—Joder —repetí—. ¿Qué hacía aquí?
Idomeneo sacudió la cabeza. A sus espaldas, hombres y mujeres encendían las lámparas. Ahora había seis chozas, en vez de la única que había existido cuando yo era joven. Mis tracios tenían una, y en cada una de las demás vivían cuatro bandidos, salvo en la última, que era para las mujeres. Estaban limpias y ordenadas. Había ciervos muertos colgados de los árboles en hileras, y había un jabalí entero, y montones de pieles curtidas con sal y enrolladas. Idomeneo dirigía la tumba como un campamento militar.
—Estaba reclutando —dije, respondiendo en voz alta a mi propia pregunta.
Puede que la diosa de ojos grises estuviera a mi lado y me hubiera puesto en la cabeza aquellas palabras, pero el caso es que yo lo vi. El hombre llevaba puesta su mejor armadura porque quería impresionar. Pero había desafiado a Idomeneo de alguna manera, y el jodido loco lo había matado.
Son cosas que pasan.
Pensé que mi problema consistía en buscar el modo de limpiar aquello. Todos pertenecían a mi
oikía
, de manera que yo cargaba con la responsabilidad y dependía de mí arreglarlo. Además, yo conocía a casi todos los importantes de Atenas. Conocía a Arístides, y este estaba emparentado con los alcmeónidas por matrimonio y por su propia sangre. Estaba seguro de que, si había alguien que pudiera arreglarlo, sería él.
Consideré la otra opción: podía quedarme sin hacer nada. Era posible que nadie supiera dónde estaba aquel hombre ni qué intenciones tenía. Era posible que, aunque los suyos se enteraran, no se vengaran.
—Haré un augurio por la mañana —dije—. Puede que el
logos
me ofrezca una respuesta.
Idomeneo asintió con la cabeza.
—¿Te quedas esta noche? —me preguntó.
—Como tú querías, cretense loco —dije.
—Tienes que salir de esa finca, antes de que te conviertas en campesino —dijo él.
Tuve un atisbo de sospecha de que mi
hipaspista
loco había matado a un hombre poderoso solo para hacerme a mí subir la colina y beber con él. Suspiré.
Estiges me puso en la mano una copa caliente y me condujo al corro de la lumbre donde estaban sentados todos los demás antiguos bandidos. Cantamos himnos a los dioses mientras el cuenco de los cielos giraba sobre nuestras cabezas. La luz de la hoguera danzaba sobre los antiguos robles que rodeaban la tumba del héroe. Estiges sacó una cítara y cantó solo, y después cantamos con él los demás, canciones espartanas y canciones aristocráticas, y yo canté la canción favorita de Briseida, una de Safo.
Crucé la mirada varias veces con una muchacha esclava. No eran exactamente esclavas; su situación no era sencilla. Habían pertenecido a una campesina viuda, y los bandidos la habían matado y se habían apoderado de todo lo que tenía. Después, yo había matado a los bandidos. ¿Quiénes eran ellas? ¿Eran libres? Se acostaban con todos los hombres y trabajaban con exceso en las tareas domésticas.
Era de corta estatura, casi bonita, y tenía una pierna torcida.
Nos seguíamos cruzando la mirada, y más tarde, cuando estuve dentro de ella, se reía. Tenía el aliento dulce, y se merecía algo mejor que a un héroe que no pensaba más que en otra mujer. Pero a pesar de su cojera y de su cara rara, se me quedó en la cabeza. En aquellos tiempos yo debía de tirarme a cincuenta esclavas al año. Pero a ella la recuerdo. Ya veréis por qué.
A la mañana siguiente salí a cazar por el monte con Idomeneo; pero si este había dejado vivo algún ciervo en media jornada a la redonda, yo no lo vi.
Pero sí que cruzamos la senda donde habíamos tendido la emboscada a los bandidos hacía un año. El camino alcanza su máxima altura en la ladera del Citerón, y desciende después hasta un barrizal, para ascender después un poco antes de emprender el largo descenso, primero hasta la tumba y después hasta la propia Platea.
Junto al barrizal había un carro abandonado, y huellas.
El carro iba cargado de armas y de armaduras de cuero, material bueno y fuerte. Y en el suelo había esparcidas algunas monedas.
—Tenía criados —dije.
—Y huyeron —dijo Idomeneo—. Ya no hace falta hacer un augurio, ¿verdad?
La carreta abandonada indicaba que el rico había llevado un séquito; unos hombres que en esos momentos volvían corriendo, camino de las fincas familiares de la Ática, para contar el asesinato.
—Podríamos perseguirlos y matarlos —dijo Idomeneo, a modo de sugerencia constructiva.
—A veces me revientas, la verdad —dije. Y lo decía en serio.
—Me siento culpable —reconoció—. ¿Qué vas a hacer?
—Iré a la Ática y lo arreglaré —dije—. Manda recado a la finca; que Epicteto cargue mis obras en una carreta y la envíe a Atenas. Esperaré la carreta en el Ágora de Atenas dentro de diez días. Delante del Heracleión. Así no haré en balde el viaje, solo para arreglar lo que has jodido tú.
Idomeneo asintió con la cabeza, cariacontecido.
—Tenía la marca —dijo, como un niño que se cree reñido injustamente—. El héroe quería su sangre.
—Te creo —dije yo. Y le miré. Me sostuvo la mirada, aunque solo por un instante—. No puedes venir tú. A menos que quieras morir —añadí. Él se encogió de hombros.
La que me había entretenido la noche anterior estaba de pie un poco apartada de los demás. Saqué una moneda para dársela, pero ella negó con la cabeza y bajó la vista con modestia.
—Quiero marcharme —dijo—. En la Ática puedo ser una mujer libre. Te calentaré la cama en el viaje.
Me lo pensé un poco.
—Sí —dije.