Era el año sexto de la Guerra Larga, e Hiparco era arconte de Atenas, y Mirón era arconte de Platea por segunda vez. Tisicrites de Crotón ganó la carrera de un estadio en Olimpia. Hacía buen tiempo y se estaba recogiendo la cosecha.
Yo había pensado asentarme y ser herrero broncista y agricultor, como lo había sido mi padre.
Ares debía de estarse riendo.
Entonces, oh Mileto, máquina llena de maldad
serás cena y espléndida presa para no pocos
cuando tus damas laven los pies de cabelluda raza
ni faltarán otros que adornen en Dídimos mi templo.
Oráculo de Apolo a los milesios,
referido por Heródoto,
Historias
,
libro 6, XIX.
Escudo arriba.
Lanzada alta.
Media vuelta.
Bloquear la lanza con el borde de mi escudo, girar sobre las puntas de los pies y tirar una lanzada a mi adversario.
Él bloquea mi lanza con su escudo y sonríe. Veo brillar su sonrisa a través de la
tau
del antifaz de su casco corintio. Después, se le agita el penacho al volver la cabeza para mirar al hombre que tiene detrás.
Yo tiro una lanzada alta, con fuerza.
Él bloquea mi golpe, gira sobre la planta de los pies y da un paso atrás con el escudo hacia mí.
Su compañero de columna se le adelanta y me asesta con fuerza un golpe por alto que me hace retroceder medio paso.
La música va en crescendo, la flauta
aulós
suena más deprisa, los tambores marcan el ritmo como las pisadas de un ejército en marcha.
Doy un paso lateral, y el borde de mi escudo brilla al agitarse como se agita un ser vivo.
Mi lanza negra es una lengua de muerte con punta de hierro en mi fuerte mano derecha y yo soy uno con los hombres que están a derecha y a izquierda, con los hombres de atrás. No soy Arímnestos, matador de hombres. No soy más que un plateo, y todos juntos somos esto.
—¡Plateos! —rujo.
Planto en tierra mi pie derecho. Todos los hombres de la fila delantera hacen otro tanto, y las flautas aúllan, y todos los hombres se agazapan, gritan y se adelantan, y trescientas voces exclaman:
¡Los cuervos de Apolo!
El rugido hace temblar los muros, y el templo de Hera devuelve sus ecos.
La música queda en silencio y, tras una pausa, toda la asamblea (todos los hombres y mujeres libres, los esclavos, los libertos) rompen a aplaudir.
Estoy cubierto de sudor bajo mi armadura.
Hermógenes, mi adversario, me rodea con los brazos.
—Ha sido…
Faltan las palabras para describir lo bueno que ha sido. Hemos danzado la Pírrica, la danza de la guerra, con los trescientos hombres escogidos de Platea, y el propio Ares ha debido de estarnos viendo.
Hombres de más edad (el arconte, los legisladores) me aprietan la mano. Me dan tantas palmadas en la espalda que temo que me estén desatando los lazos de mi armadura de escamas.
«Qué alegría que hayas vuelto», dicen todos.
Estoy contento.
Tin, tin.
Tin, tin.
Al día siguiente de la fiesta de Ares ya estaba trabajando otra vez, desabollando. Desabollar es alisar con un martillo la obra terminada,
tap, tap, tap, tap
. Hay que trabajar con martillos pulidos, y el yunque debe estar limpio y con la superficie bien regular, y debes tener una estaca de la forma necesaria, con la superficie pulida, y debes aplicar los golpes en el lugar exacto, con limpieza y todos con la misma fuerza. No era lo que mejor se me daba a mí.
Lo recuerdo bien, porque me estaba haciendo un casco nuevo, y pensaba en Milcíades. Había terminado todos los demás encargos que tenía, llegaba el invierno y bien podía entretenerme con mis herramientas. Mis graneros estaban llenos, mi gente estaba bien alimentada y tenía enterrado bajo el suelo del taller un saco de plata, sin que me hiciera falta enviar a pedir a Milcíades mi oro. Había tomado la decisión de no volver con Milcíades.
Milcíades de Atenas, el tirano del Quersoneso, había sido el patrón de mi padre, y a veces mío también. Yo había luchado y matado por él, pero lo había dejado cuando comprendí que lo de matar se había vuelto costumbre y que tenía que dejarlo. Y cuando Briseida dijo que no me quería. ¡Ja! Una de estas razones es la verdadera.
Pero Atenas, la poderosa Atenas, baluarte de los helenos ante los persas, estaba dividida profundamente. Por entonces, Milcíades no era ningún héroe todavía. La mayor parte de los atenienses lo consideraban un necio y un tirano que estaba haciendo recaer sobre Grecia la ira del gran rey de Persia.
Del otro lado de las montañas, de la Ática y de Atenas, llegaban rumores de que lo iban a declarar
átimos
e iba a perder su derecho de ciudadanía; de que lo iban a desterrar; de que lo iban a asesinar. Oíamos decir que la facción de los tiranicidas, la de los alcmeónidas, estaba en auge.
He de decir, entre paréntesis, que calificar a los alcmeónidas de tiranicidas es tan incorrecto como risible, pero que es un buen ejemplo de la facilidad con que engañan a los mortales los buenos oradores. Los poderosos alcmeónidas, la familia más pudiente de la Atica y quizá de toda Grecia… uno de sus muchos miembros había matado en Atenas a un hijo de Pisístrato. Se trataba de una riña privada; pero todavía llamamos al tajo por alto con la espada «el golpe de Harmodio», y la mayoría de la gente identifica al muerto con el tirano de Atenas.
En realidad, los alcmeónidas solo habrían dispuesto la muerte de los pisistrátidas para poder hacerse los amos de la ciudad y gobernar ellos. Todos los grandes hombres de Atenas estaban metidos en el mismo juego. Hablaban mucho de democracia, pero lo que querían era el poder.
Al principio de la Guerra Larga descubrí con amargura, incluso con desilusión, que el heroico Milcíades no luchaba por la libertad, sino que era un pirata y un ladrón. Es verdad que era tan valiente como Aquiles y tan astuto como Odiseo; pero bajo sus modales de aristócrata se escondía un hombre capaz de matar a un mendigo para arrebatarle un óbolo, si le hacía falta para sufragar sus maquinaciones.
Al cabo de algún tiempo terminé por odiarle porque no era el hombre que yo quería que fuese. Pero os diré una cosa, hijos míos: era mejor hombre que ningún pisistrátida y que ningún alcmeónida. Cuando quería una cosa, la perseguía.
En todo caso, estábamos a finales del verano y los rumores que hablaban de un conflicto abierto en Atenas, nuestra aliada, habían empezado a agitar hasta a la somnolienta Platea.
Como decía el dicho, cuando Atenas se resfriaba, Platea tosía.
Si recuerdo todo esto es porque mientras trabajaba en mi casco estaba pensando en Milcíades. Pensaba mucho en él. Porque, a decir verdad, ya me estaba aburriendo.
Había dado forma al casco dos veces. La primera vez había hecho el capacete demasiado hondo, y había quedado con un aspecto tan raro que por fin fundí el bronce, le añadí un poco más de estaño y vertí una plancha nueva sobre la losa donde había hecho lo mismo
pater
. Con aquel bronce había hecho un cubo para vino. El material forjado dos veces no me parecía de fiar para hacer armaduras.
La segunda vez había tenido más cuidado con mis oraciones y había elevado a Hefesto una verdadera invocación, y dentro de la misma invocación había dedicado el tiempo necesario para trazar la curva con carbón sobre un tablero. Fui levantando el capacete del casco con cuidado, durante una o dos horas cada día después de poner rodrigones a las vides y de recoger olivas con mis esclavos y con los de mi casa; y aquel casco había ido creciendo como un niño en el vientre de su madre. Como un milagro. De modo que recuerdo que aquel día yo empezaba a tener miedo; yo, que no temía a hombre alguno cuando se juntaban las lanzas, tenía miedo. Porque el objeto que estaba haciendo era hermoso y superaba mis mejores expectativas para una obra mía, y tenía miedo de echarlo a perder.
Así que desabollaba despacio.
Tin, tin.
Tin, tin.
El yunque repicaba a cada golpe como la campana de un templo. Tireo, mi aprendiz, sujetaba la obra y la iba rotando a medida que yo se lo indicaba. Tenía más edad que yo, y estaba más preparado en algunos sentidos, pero no había durado nunca mucho tiempo con un solo amo, y antes de conocerme a mí no había aprendido siquiera las señales que puede aprender cualquier hombre que se dedica al dios herrero. Llevaba conmigo un mes, y había cambiado. Así, sin más, como el metal fundido que se asienta en el molde. Había estado preparado para asumir una forma nueva, y aquello no era obra mía; pero, con todo, me producía una sensación rara tener de aprendiz a un hombre mayor que yo, y que en muchos sentidos era mejor herrero que yo.
Levantó la cabeza como para escuchar algo.
Tin, tin.
Tin, tin.
Mi yunque llamaba sonoramente a los dioses como la campana de un templo.
Yo estaba sumido en la labor, con esa concentración que envían los dioses al hombre que pone toda su atención en una tarea, cuando oí lo que había oído Tireo. A decir verdad, se trata de esa misma concentración que nos llega en el combate. Cómo se revolvería Arístides si me oyera proponer esta relación entre ambas cosas.
Estoy divagando. Oí un caballo en el patio.
—Sigue —me ordenó mi aprendiz.
Con esto os haréis idea del papel que hacía él en realidad. Me mandaba él a mí.
A mi espalda, Bion, antiguo esclavo aprendiz de mi padre y que ahora ya casi era maestro herrero por derecho propio, estaba lañando una olla. Su martillo repicaba en su yunque, con golpes más fuertes que los míos.
—Dice bien el hombre —gruñó Bion—. Cuando estés con una tarea, no la dejes por nada.
Tal como era Bion, aquello era todo un discurso. Pero yo era joven, y un caballo en el patio prometía aventuras. Tal como he dicho, al cabo de varios meses de trabajar en el campo y con el bronce ya estaba… aburrido.
Tomé agua del cubo que estaba junto a la puerta, y vi que se deslizaba del cuello de su caballo un joven que llevaba puesta una buena clámide de lana, luciendo mucha pierna y músculos, como les gusta lucirlas a los jóvenes guapos.
—Traigo un mensaje para el señor Arímnestos —dijo con aire de importancia.
La desilusión se le apreciaba en todas las líneas del cuerpo. Se había esperado algo mejor.
Pen (mi hermana, Penélope), bajó con las mujeres los escalones de sus aposentos, y Hermógenes, que era mi mejor amigo, hijo de Bion, llegó de los campos. Ambos acudían atraídos por la llegada del jinete. Dejé que Pen se ocupara del chico. Era apuesto, y a Pen le convenía contar con algún pretendiente; de lo contrario, mi vida se iba a complicar muchísimo.
Mi madre se quedó en el porche de las mujeres y no salió de allí; seguramente, porque estaría borracha. Por el Hades, es seguro que estaba borracha. Era hija única del
basileus
de Hispas, un lugar pequeño al oeste de Platea. Se había fugado con mi
pater
, que era herrero pero también era hombre poderoso por su cuenta. Ella creía que llegaría a ser un gran hombre. Y así fue, pero no como quería ella. Llegó a ser un gran herrero. Ella se volvió borracha. ¿Acaso dije que la historia sería bonita? Pues sigamos con ello. El chico apuesto de los músculos no me prestó la menor atención. Yo, aparte de un trapo atado a la cintura, iba desnudo. Estaba cubierto de hollín y parecía un esclavo, y él tendría que haber sido un observador atento (y los chicos apuestos no suelen serlo) para advertir que yo tenía musculatura de atleta, no de herrador.
—Soy Penélope, hermana del señor Arímnestos —dijo esta al jovenzuelo—. Mi hermano está ocupado. ¿Le puedo dar yo el recado, señor?
Esto dejó confuso al joven Paris, vaya que sí.
—Mi mensaje… es para el señor en persona —dijo, buscando con la vista alguna persona de su misma categoría social, que pudiera encargarse de castigar a todos aquellos esclavos y mujeres.
Me reí, y dejé que Pen disfrutara a solas de la incomodidad del muchacho. Me llamaba mi casco. Me bebí otro cazo de agua y empuñé de nuevo el martillo.
Tin, tin.
Tin…
Me di cuenta de que había un muchacho en mi taller. ¿De dónde había salido, por el Hades? Era Estiges, el muchacho moreno de la tumba del héroe. Nadie tenía claro si era un cautivo o un bandido; había pasado a formar parte del séquito de Idomeneo. Creo que había sido ladrón: era callado como la tumba.
¡Hay tantas cosas que explicar! Idomeneo era cretense; era un soldado y arquero que había sido mi
hipaspista
, mi escudero, durante años en las guerras. Cuando me largué de casa de mi padre, Idomeneo se erigió en sacerdote de la tumba del héroe. Yo, de muchacho, me había entrenado en aquella tumba, y era mi lugar, mi lugar sagrado. E Idomeneo, con toda su locura, con todo lo que le gustaba matar y con todo su libertinaje, era amigo mío. Y era miembro de mi
oikía
, de mi casa, de mi propio séquito de hombres y mujeres de confianza.
Estiges era de la
oikía
de Idomeneo. Era amante del cretense; era a la vez su
erómenos
y su
hipaspista
, según la costumbre de Creta.
—Mi amo te necesita, señor —susurró el joven con los ojos gachos.
Mi mano vaciló con la cabeza del martillo de hierro en el aire. Lo dejé caer (
tan
) y solté una maldición. Había errado claramente el golpe, dejando una leve imperfección en la superficie del casco.
Tireo me cubrió la boca con su mano.
—Las maldiciones no cambian el metal —dijo.
¿Lo veis? Tenía diez años más que yo. En muchos sentidos, yo era un mocetón con talento para arrancar las almas de los hombres de sus cuerpos.
Él era un hombre maduro, un hombre que había visto las penalidades suficientes como para haber aprendido a tomar mejores decisiones.
—Joder —dije.
Pero no arrojé el casco al otro lado del taller. Ya había aprendido un poco. Y tampoco destripé a Estiges con el cuchillo pesado que llevaba siempre encima, hasta cuando estaba en el taller, o acostado con una esclava, a pesar de que me brilló en los ojos la rabia roja.
En vez de ello, guardé el casco en una bolsa de cuero, me lavé las manos en la palangana y saludé a Estiges con un gesto de la cabeza.