Las otras dos mujeres lloraron al verla partir.
Me habría ido mejor si me hubiera detenido a hacer los augurios. Pero ¿quién sabe? A los dioses les gustan las sorpresas.
Subimos la ladera del Citerón a buena marcha. Donde deja de haber robles, maté a un jabalí joven con mi arco. A partir de allí, y contando con aquello como augurio, tomé el camino viejo y ascendimos hasta lo más alto de la antigua montaña, y acampamos en el bosque de la Daidala, el lugar especial de todos los corvaxos, donde los cuervos se dan banquetes con la carne que ofrecemos al dios.
Preparé un buen campamento, con una sábana de lana a modo de tienda de campaña y una hoguera grande. Después, dejé a la muchacha esclava asando carne de la tumba del héroe y ascendí hasta el altar. En nuestra familia decimos que el altar está dedicado al propio Citerón, y no a Zeus, que al fin y al cabo aquí no es más que un entremetido.
En el altar había señales, restos de una ofrenda quemada y una madeja de lana negra. De modo que los hijos de Simón vivían. Y habían venido aquí para lanzar una maldición a alguien en una noche sin luna. No era difícil adivinar a quién. Sonreí. Recuerdo esa sonrisa, una mueca de lobo. Es fácil odiar cuando se es joven.
Hacía una noche despejada, y yo veía hasta el borde exterior del mundo, y por todas partes veía fuego. Y pensé: «viene la guerra». Este pensamiento me vino del dios, y los ojos del dios ayudaron a los míos a ver el cinturón de fuego que rodeaba el mundo desde allí, desde la cumbre de la montaña.
Amontoné broza sobre el montón de ceniza del viejo altar, y envolví la grasa del jabalí con la piel, las pezuñas y los huesos, y encendí el fuego. Aquella lumbre debió de ser visible para todo hombre y mujer desde Tebas hasta Atenas. Hice arder el jabalí y pronuncié mis oraciones. Alimenté el fuego hasta que fue tan vivo que no aguantaba cerca de él desnudo, y bajé después hasta donde me esperaba la muchacha esclava.
Me sirvió de comer.
—¿Me liberarás, o me venderás? —me preguntó.
Me eché a reír.
—Te liberaré —le dije—. Con ese pie torcido, no vale la pena venderte, encanto. Además, soy hombre de palabra. ¿No?
Ella no se rio.
—No puedo saberlo —dijo. Alargó el pie malo y se lo quedó mirando.
—Tu sopa de cebada está muy rica —le dije, y era verdad. A una esclava no se le dice más en cuestión de requiebros—. Yo he sido esclavo, encanto. Sé lo que es. Y sé que todo lo que diga no vale una mierda mientras no tengas en la mano las tablillas de manumisión. Pero, por el altar mayor de mis antepasados, te doy la palabra de que te liberaré en el Ágora de Atenas y te dejaré veinte dracmas de dote.
Debían de estarme escuchando todos los dioses del Olimpo. El hombre ha de tener cuidado cuando jura, y debe tener cuidado con lo que promete.
—Los hijos de los hombres mienten —dijo ella con voz hueca, hasta el punto que llegué a preguntarme por un instante con qué diosa estaba compartiendo mi fuego de campamento—. ¿Serás distinto tú?
—Ponme a prueba —dije con arrogancia juvenil.
Me acerqué a ella y, cuando le puse una mano tras la cabeza, acudieron los cuervos, una gran bandada, y se posaron en los árboles que rodeaban mi hoguera (eran los mismos árboles donde les daban de comer los corvaxos, claro está), y me reconocieron. Yo no había visto nunca tantos. El fuego se reflejaba en sus ojos, mil puntos de fuego; y cuando puse mi boca sobre la de ella, también a ella le relucieron los ojos con el brillo rojo del fuego.
Hicimos el amor, en todo caso. Ah, la juventud.
Tardamos cinco días en cruzar el Citerón, en parte, al menos, porque me había prendado de ella. Hay veces que un cuerpo encaja perfectamente en otro… resulta difícil explicároslo a vosotros, que sois vírgenes. Basta decir que, a pesar de su pie torcido y de su cara rara, mi cuerpo adoraba el suyo de una manera que he conocido rara vez. La deseaba a cada instante, y la posesión no mitigaba el deseo, como suele suceder tantas veces con los hombres, sobre todo cuando son jóvenes.
Cuando acabábamos de hacer el amor sobre una roca que está junto al camino, allí desde donde se empieza a atisbar el azul intenso del mar sobre la Ática, se levantó después de haber conocido mi mejor esfuerzo, sonrió, se echó el quitón al hombro y siguió adelante, caminando desnuda junto a mi caballo.
—¿No quieres vestirte? —le pregunté.
Ella sonrió y se encogió de hombros.
—¿Para qué? Tendré que volver a quitármelo antes de que el sol haya bajado un dedo.
Y tenía razón. Yo no me saciaba de ella.
No me quiso decir su nombre, y yo a veces la llamaba Briseida. Con aquello me ganaba una risa amarga y un buen mordisco. Aunque se lo supliqué, le hice cosquillas y le ofrecí dinero, ella decía que si me desvelaba su nombre verdadero se rompería el hechizo. De modo que yo la llamaba Esclava, cosa que a ella no le gustaba.
Después de haber hecho la travesía de la montaña más lenta de toda la historia griega, bajamos junto al fuerte de Oinoe, donde había muerto mi hermano. Vertí vino para su sombra y seguimos adelante; ya podíamos ir a caballo. En la Ática no acampábamos; yo era hombre acomodado, y nos alojábamos en posadas o yo solicitaba la hospitalidad de hombres a los que conocía un poco, como Eumenios de Eleusis, que se alegró de verme, brindó conmigo con buen vino y me advirtió que los alcmeónidas pedían mi sangre.
—Si ni siquiera saben quién soy —dije con desdén—. No soy más que un pueblerino de Beocia.
—No —dijo Eumenios, sacudiendo la cabeza—. Eres un guerrero, y amigo de Milcíades… y de Arístides. En la ciudad se dice que puedes aparecer por la montaña con trescientos hombres escogidos de Platea en cuanto Milcíades te dé la señal.
Sacudí la cabeza y bebí de mi vino.
—¿Quién coño diría tal cosa? Mirón es arconte, hermano de Hades. ¡En Platea nos importa bien poco quién manda en Atenas, con tal de que nos paguen bien los cereales!
Pero entonces recordé la lana negra en el altar del Citerón. Los hijos de Simón difundirían aquella historia, si aquello les servía para vengarse.
A la mañana siguiente, Eumenios me dijo en broma que con el alboroto que había hecho con mi esclava no le había dejado dormir en toda la noche. Esperó a que montara, vertió una libación y me deseó buen viaje. Pero antes de que mi yegua hubiera asomado la cabeza por la puerta, me asió del tobillo.
—Ve con cuidado —dijo—. Te matarán, si pueden. O te echarán encima la ley.
Nueve días de camino, y llegamos a Atenas.
Tanto mi hija como el joven Heródoto han estado en Atenas; pero, en todo caso, os hablaré de la reina de las ciudades griegas. Atenas no se parece a ninguna otra ciudad del mundo, y os lo digo yo que he estado en todas partes, desde las Columnas de Heracles hasta los Montes de la Luna.
La mayoría de los viajeros llegan a Atenas por mar. Nosotros bajábamos de las montañas, al oeste; pero el efecto es el mismo. Lo primero que se ve es la Acrópolis. Entonces era distinta; ahora están construyendo templos nuevos, obras fantásticas de mármol blanco que pueden rivalizar con cualquier cosa de Oriente; pero en mis tiempos ya era bastante imponente con los grandes edificios de piedra que habían levantado los pisistrátidas, los tiranos. Templos nuevos, edificios públicos nuevos y poderío en cada piedra. Atenas era rica. Había otras ciudades de Grecia que eran más fuertes, o que se creían más fuertes, como Tebas, Esparta y Corinto; pero cualquiera que tuviera dos dedos de frente sabía que Atenas era la reina de las ciudades. En su Acrópolis se había alzado el palacio de Teseo, y los hombres de aquel palacio habían ido a la guerra de Troya. Era antigua, y sabia, y fuerte. Y rica.
Dentro del recinto urbano de Atenas vivía más gente que en toda Beocia, o eso se decía. La ciudad era más grande que Sardes, y tenía casi doce mil ciudadanos en edad militar.
En Atenas había broncistas y alfareros, los mejores del mundo, y granjeros, y pescadores, y marinos, y remeros, y perfumistas, y curtidores, y tejedores, y espadistas, y fabricantes de lámparas, y tintoreros, y artesanos que blanqueaban el cuero, y hombres que no se dedicaban a otra cosa más que a trenzar pelo o a enseñar a los jóvenes a luchar. Más aún, también había mujeres que hacían casi todas estas cosas.
En Atenas era el mundo al revés, y en mis tiempos he conocido a mujeres que tocaban instrumentos de música, a mujeres entrenadoras de atletas, a mujeres que tejían y a mujeres que pintaban piezas de alfarería… hasta a una mujer filósofa. Así era aquella ciudad.
La Ciudad.
Los atenienses son todos avaros, rapaces y astutos. Mienten, roban y codician los bienes de los demás, y discuten por todo.
Siempre me han gustado.
Yo no había estado nunca en casa de Arístides, pero como ya por entonces era hombre famoso, no me costó trabajo que me indicaran el camino. Pero tuve que rechazar una docena de ofertas por mi esclava; la verdad es que la muchacha irradiaba una especie de fuerza, y a todos los hombres que la veían no les importaba ni un óbolo que cojeara; y, por algún motivo, yo también gustaba a los hombres, y hasta me hacían ofertas por mi caballo, por mi manta, por mi espada y por cualquier otra cosa visible.
Deberíamos haber rodeado el estribo del Areópago y haber seguido caminando cuesta abajo hasta las extensiones frescas de campo abierto al este de la ciudad. Pero me detuve para tomarme una taza de vino barato. Lo que quería de verdad era pasarme por la calle de los broncistas, de manera que dejé que Esclava se ocupara de mi caballo y me encaminé al Ágora. Ahora hay allí un templo nuevo y lujoso dedicado a Hefesto. Por entonces, aquello era mucho más pequeño, una colina pequeña cubierta de callejuelas tortuosas, con un pequeño santuario de Atena y Hefesto en lo alto, con solo un sacerdote, sin sacerdotisas. Pero fui allí, hice un sacrificio pequeño y dejé la carne para los pobres, como debía hacer un extranjero, y bajé después al barrio de los herreros. Habría hecho bien en quitarme el gorro beocio; pero no me lo quité.
Hice la señal al sacerdote, naturalmente, y él me comunicó la señal de la Ática, que me serviría para que los demás herreros me recibieran con hospitalidad.
Después, fui bajando por la colina, mirando sus talleres, admirando sus fuelles o sus herramientas, o sus multitudes de aprendices.
Me detuve por fin donde había un herrero que estaba forjando hierros de lanza, muy hermosos, tan largos como mi antebrazo, con cazoletas ligeras y nervaduras pesadas para atravesar limpiamente las armaduras.
—Parece que sabes usar uno de estos, muchacho —dijo el herrero—. Para ser un tebano comedor de barro, quiero decir —añadió.
Escupí.
—Soy un plateo comedor de barro —dije—. Que se joda Tebas.
—¡Que se joda tu madre! —dijo con agrado—. No pretendía ofenderte, forastero. Los plateos son bienvenidos aquí. ¿Luchaste en las tres batallas?
—En todas ellas —respondí.
—
¡Pais!
—gritó el amo; y cuando se presentó uno de sus chicos, le dijo—: Traed a este héroe una taza de vino de Quíos.
—¿Y tú? —le pregunté con cortesía.
—Ah, en aquella semana me defendí una vez o dos —dijo. Me tendió la mano, se la estreché y le hice la señal.
—¡Eres herrero! —dijo—. ¿Tienes donde alojarte?
Así eran las cosas entonces. Es triste ver cómo se van perdiendo las viejas costumbres. La hospitalidad era como un dios para nosotros, para todos los griegos.
Había empezado a explicarle que iba a ver a Arístides, cuando se asomó al taller un hombre bien vestido que llevaba un caballo de la rienda.
—Me ha parecido oírte decir que eres plateo, ¿no es así? —preguntó.
Para mí aquel hombre era tan desconocido como Edipo, pero yo era cortés.
—Tengo ese honor. Soy Arímnestos, de los corvaxos de Platea.
El hombre me hizo una reverencia.
—Entonces, me has ahorrado un largo viaje —dijo—. Yo soy Cleito, de los alcmeónidas de la Ática. Y tú estás detenido por asesinato.
Las leyes de Atenas son un monstruo complicado y peligroso, y un forastero como yo no podía llegar a dominarlas de ninguna manera. Me quedé allí plantado, boquiabierto como un tonto, y el herrero acudió en mi ayuda.
—¿Quién lo ha dicho? —preguntó—. Yo no he faltado a ninguna asamblea desde la fiesta de Dioniso, y nadie ha votado ninguna acusación de delito capital.
El alcmeónida se encogió de hombros.
—No tienes aspecto de ser de los que votan en la colina —dijo tranquilamente.
Lo que quería decir era que a los herreros no se les invitaba a participar en el Areópago, el consejo de ancianos, compuesto principalmente de aristócratas viejos, que llevaban los juicios por asesinato. Creo que mi herrero lo habría dejado correr, si no hubiera sido porque aquel tal Cleito era un gilipollas tan prepotente que ofendía con solo respirar.
—No me hace falta ser un aristo de mierda para conocer la ley —dijo el herrero—. ¿De dónde ha salido la acusación?
—No es asunto tuyo —dijo Cleito. Me asió de la clámide—. Será mejor que vengas conmigo, muchacho.
Algunos hombres afirman que los dioses no intervienen en los asuntos de los hombres. Esas ideas siempre me hacen reír. Cleito y yo hemos medido bastantes veces nuestro ingenio y nuestras espadas. Es astuto como Odiseo y fuerte como Heracles; pero aquel día no fue capaz de dedicar el tiempo necesario a apaciguar a un herrero alborotado. ¿Qué habría pasado si lo hubiera hecho? El herrero rodeó el mostrador de su taller con una velocidad que parecía impropia para su corpulencia.
—¿Dónde tienes la vara, entonces? —preguntó.
Cleito se encogió de hombros.
—La tienen mis hombres, en el Ágora.
—Pues será mejor que vayas por ella, chico rico —dijo el herrero—. ¡Eh, hijos de Hefesto! —gritó—. ¡Dejad las herramientas y venid!
Cleito entró en razón al instante.
—Y bien… maestro herrero, esto no es necesario. Iré por mi vara. Pero ¡este hombre es un matador!
—Matador de los enemigos de Atenas —dije. Fue un buen tiro, y dio en todo el blanco—. No soy un matador en contra de la ley.
Ya habían aparecido cincuenta aprendices con ganas de pelea, y una docena de herreros, y en cada mano había un martillo. Cleito miró a su alrededor.
—Volveré con mis hombres —dijo.
—Si no traes la vara de justicia, no te molestes —le gritó mi nuevo amigo, el herrero. Después se volvió hacia mí.