—Cuéntame tu historia, y abrevia. Los hombres tienen que trabajar.
De modo que se lo conté. No me dejé nada, ni siquiera la abolladura que había hecho en mi casco.
Envió a un aprendiz a dar aviso a Arístides.
Me senté en un taburete plegable que me ofrecieron (un bonito trabajo de hierro, y muy elegante) y empecé a sentirme más aliviado.
Y entonces oí los gritos. En Atenas se oían bastantes gritos, agudos, muchos en broma, algunos en serio. Pero cuando oí el tercer grito, me di cuenta de que aquella era mi esclava. Me puse de pie.
Mi herrero me miró.
—¿Dónde vas? —me preguntó.
—Esa es mi esclava —dije.
Sacudió la cabeza.
—He comprometido a mis hombres en esto —dijo—. Tú no vas a ninguna parte.
—Le he jurado liberarla —dije—. Envía a un muchacho… envía a un par de hombres con martillos. Te lo pido por favor.
Dio instrucciones a un par de aprendices del taller, mozos corpulentos, y estos salieron corriendo por la puerta.
—Arímnestos, ¿eh? —dijo—. Ya había oído hablar de ti. Matador de hombres, en efecto. Me figuraba que serías más grande.
Intenté seguir inmóvil en mi asiento. Los gritos habían cesado. Pasó tiempo.
Pasó más tiempo.
Los aprendices volvieron por fin.
—Cleito se ha marchado del mercado —dijo el más grande de los dos—. Se ha llevado tu caballo y a tu muchacha. Dijo un montón de bobadas acerca de lo que habías quitado tú a su hermano. ¿Mataste a su hermano, señor?
Sacudí la cabeza.
—No —dije, sintiéndome cansado. ¿He dicho que me gustaba Atenas? Atenas me cansa. Tienen muchísimas reglas—. ¿Es verdad que me puede quitar esas cosas? —pregunté al herrero.
Este se encogió de hombros.
—Los alcmeónidas hacen lo que quieren —dijo—. La mayoría de la gente corriente no intenta siquiera hacerles frente. Tienes suerte de ser herrero —añadió con una sonrisa.
—No es herrero —dijo una voz tras mi asiento; y allí estaba la columna de justicia principal de Atenas, el mayor mojigato que ha dirigido a guerreros en el campo de batalla. Un hombre tan motivado por la equidad que no le quedaba lugar para la ambición.
Lo abracé, a pesar de todo, porque lo quería a pesar de que no teníamos nada en común. Era Arístides. Seguía siendo alto, larguirucho, con la elegancia del hombre que ha tenido durante toda su vida la mejor educación que se puede comprar con dracmas.
—Deduzco que te has entregado a la vida criminal —dijo.
Prefiero creer que no lo dijo en sentido literal, sino que hablaba en broma, cosa rara en él.
—No es así, mi señor. A ese miembro de los alcmeónidas lo mató un hombre a mi servicio… en un santuario, por haber cometido un acto impío. He mandado que traigan aquí su cuerpo y su armadura, así como todos sus bienes que no robaron sus propios criados. Llegarán en cuestión de días. Soy hombre acomodado; no soy un saqueador, mi señor —dije, encogiéndome de hombros.
—Me alegro de oírlo —dijo Arístides, asintiendo con la cabeza con solemnidad.
—Es verdad que es del oficio —dijo el herrero—. Conoce las señales.
Arístides me miró por debajo de sus cejas pobladas.
—Siempre se te descubre algo nuevo, joven. ¿De modo que eres herrero?
Me llamó
joven
. Y me sacaba menos de diez años. Pero tenía la dignidad de un anciano.
—Broncista —dije—. Y ahora soy granjero. Mi hacienda produjo trescientos médimnos el pasado otoño.
Arístides se rio.
—No esperaba que llegases a la clase de los
hippeis
—dijo.
—No sé si sigo cumpliendo los requisitos —respondí yo—. Los alcmeónidas acaban de robarme mi mejor caballo y a mi esclava.
A Arístides se le borró la sonrisa del rostro.
—¿De verdad?
Los herreros y los aprendices se agolparon a su alrededor. Cada uno le contaba su propia versión de la historia.
—Ven a mi casa —me dijo Arístides—. Enviaré aviso al consejo y anunciaré que te tengo bajo mi custodia y que te representaré en el juicio. Así, todo se hará según la ley.
—¿Y mi caballo? —pregunté—. ¿Y mi muchacha?
No me respondió.
Di la mano a todos los herreros que me habían ayudado, les di las gracias a todos y me puse en camino a la luz del atardecer con Arístides y con una docena de jóvenes que lo acompañaban; advertí que todos iban armados de gruesos bastones. Cuando hubimos dejado atrás el barrio industrial, Arístides arrugó la nariz.
—Te he visto en la tormenta de bronce, plateo. Eres hombre de valía. ¿Cómo soportas la peste de todo ese comercio? —me preguntó. No aflojó el paso, y era hombre alto.
Me encogí de hombros.
—El dinero huele igual, ya se gane con la punta de la lanza o entre el sudor del taller —dije.
Arístides sacudió la cabeza.
—Pero sin virtud. Sin gloria.
—Estás discutiendo con quien no debes —respondí—. Mi maestro me enseñó que «la guerra es reina y señora de todo; a algunos hombres los hace señores y a otros los hace esclavos». —Me reí, pero interrumpí mi risa de pronto—. ¿Qué pasa aquí? Tus muchachos van todos armados, y esos alcmeónidas pedían mi sangre.
—Después —dijo.
Rodeamos la colina empinada donde se celebraban los juicios por causas criminales, cuyas rocas estaban desgastadas por la ascensión de centenares de hombres; dejamos atrás después los barrios bajos de la parte oriental y volvimos a subir por un camino ancho, el camino que conduce al templo de Poseidón en Sunión. Cuando llegamos a un portón grande ya había salido la luna.
—Mi finca —dijo Arístides con orgullo—. Ya no duermo en la ciudad. Espero que me desterrarán pronto, si es que no me matan.
Lo dijo con la certeza rotunda con que dice una cosa así un veterano la noche antes de que le asesten el golpe mortal.
—¿A ti? ¿Desterrarte? —dije, sacudiendo la cabeza—. Si hace cinco años eras el niño bonito de Atenas.
—Y lo sigo siendo —dijo—. Los hombres creen que aspiro a ser tirano, cuando la verdad es que solo aspiro a hacer justicia, hasta a tus amigos los herreros.
—Hasta en las fraguas y en los alfares hay hombres nobles, hombres de valía —insistí.
—¡Por supuesto! De lo contrario, no podría funcionar la democracia. Pero se empeñan en pedir más derechos políticos, cuando cualquier hombre que piense sabe que solo los hombres acomodados pueden controlar una ciudad. Somos los únicos que tenemos la formación necesaria. Ese herrero no sería capaz de votar en el Areópago, como yo no sería capaz de forjar un casco.
Arístides se despojó de la clámide y del quitón, y observé que seguía en plena forma para el combate. Mientras conversábamos, los esclavos nos atendían. Me desvistieron, me ungieron con aceite y me pusieron una vestidura como no había llevado otra mejor desde la última vez que practiqué la piratería; todo ello mientras escuchaba a Arístides.
—Los cascos no se forjan, se baten.
—Pues más a mi favor —dijo.
Sacudí la cabeza.
—Permíteme que esté en desacuerdo con mi anfitrión —dije.
Él sonrió con cortesía.
—Es posible que la perfección en cualquier oficio, sea la guerra, la escultura, la poesía, la herrería, o incluso el curtido o la zapatería, aporte al hombre las herramientas mentales que permiten al hombre maduro participar activamente en la política —dije.
Arístides se acarició la barbilla.
—Buen argumento. Y no lo había oído expresar de este modo hasta ahora. Pero ¿no estarás proponiendo que todos los hombres son iguales?
—He estado demasiadas veces en la niebla de Ares para creer tal cosa, mi señor —dije, torciendo el gesto.
—Eso mismo —dijo, asintiendo con la cabeza—. Pero ¿una igualdad de la excelencia? Debo decir que el concepto me parece admirable. Pero equivale a igualar la política y la guerra, que son empresas nobles, con la herrería y el comercio, que no lo son.
Tomé el vino que me ofrecía una mujer que debía de ser su esposa. Hice una reverencia profunda, y la mujer sonrió.
—¿Discutes con mi marido? —dijo—. No sirve más que para gastar el aliento, a no ser que se trate de la administración de esta casa, y sobre ese tema él pierde el interés. ¿Eres Arímnestos de Platea?
Llevaba fíbulas de oro en el quitón, y tenía el pelo amontonado sobre la cabeza como una montaña. No era hermosa, pero su cara irradiaba inteligencia. Atenea podría haber tenido ese aspecto si se hubiera vestido de matrona.
—Ese mismo soy,
despoina
—dije, haciendo otra reverencia.
—Por las historias que contaba mi marido, habría creído de alguna manera que serías más grande. Por otra parte, eres hermoso como un dios, y eso se le olvidó contarlo por algún motivo. Tendrás a tu puerta a todas las muchachas esclavas de la casa. Tendré que ir a encerrarlas, no sea que dentro de nueve meses tengamos una epidemia en casa, ¿eh? —dijo con una sonrisa.
—Si no se deja participar a las mujeres en la asamblea es por que, si participaran, nosotros ya no serviríamos para nada, salvo para mover los bultos pesados —dijo Arístides—. Esta es Yocasta, mi querida esposa.
Yocasta sacudió las llaves que llevaba colgadas del ceñidor y salió de la habitación.
—Dime tu idea, entonces —dijo Arístides—. Hablas bien, y los hombres no suelen enfrentarse conmigo en debates.
Me encogí de hombros.
—Ante ti soy como un niño con un palo contra un guerrero de la falange, señor. Pero, si tienes la bondad de escucharme… Tú supones que la guerra y la política son nobles. Supones que son fines en sí mismos. Pero no se puede hacer la guerra sin lanzas, y no hay lanzas sin herreros.
—Eso mismo quiero decir: el herrero es menos noble que el guerrero, porque su oficio es subalterno —dijo Arístides, exponiendo con una sonrisa este argumento que él consideraba aplastante.
—Pero, mi señor, si quieres aceptar mi experiencia —dije con prudencia, pues no quería hacerlo enfadar—, la guerra es, de suyo, un fin terrible. He hecho la guerra más que tú, aunque soy más joven. La guerra es una cosa terrible.
—Pero, sin ella, no podríamos ser libres —dijo Arístides.
—Ah, de modo que el fin último y más elevado es
la libertad
—dije, sonriente. Arístides frunció el ceño, y después esbozó una sonrisa.
—Por los dioses —dijo—, ¡si todos los herreros fueran como tú, sustituiría por herreros a todos los del consejo de ancianos esta misma noche!
Me encogí de hombros, y después le miré a la cara.
—Recuerda que fui discípulo de Heráclito, señor.
—Sí —dijo, asintiendo con la cabeza—; la verdad es que eres aristócrata, ¡te educaste como tal!
—Siendo esclavo —añadí; y tomé un trago de vino.
Pero Arístides no se rio.
—No es una cuestión para tomarla a la ligera —dijo—. Atenas está viviendo un experimento; un experimento que le puede acarrear la vida o la muerte. Estamos intentando hacer participar de las responsabilidades de la ciudad a clases más bajas, bajando hasta el nivel mínimo en el que consideramos que los hombres libres tienen capacidad para pensar y votar. Cuanto más bajemos este nivel, a más necios tendremos que soportar…
—Y más escudos tendréis en la falange —dije yo.
—Y más difícil será que los pisistrátidas o los alcmeónidas restauren la tiranía —repuso él.
—¿Se trata de eso? —le pregunté—. ¿De la tiranía de Atenas? ¿Otra vez?
Yo ya me había pasado cuatro veranos escuchando los planes de Milcíades para apoderarse de la ciudad. La verdad es que no se me ocurría para qué la querían ninguno de ellos.
Arístides asintió. Se sentó.
—Vienen los medos —dijo.
Aquello sí que era una noticia, sin duda. Me senté en un diván.
—¿Cuándo?
—No tengo idea; pero la ciudad se está armando y preparando. ¿Ya sabes que estamos en guerra contra Egina?
Me encogí de hombros. Atenas, Egina y Corinto dominaban el mar; era lógico que no se llevaran bien entre ellas.
—Como guerra, es poca cosa, pero nos sirve de excusa para armarnos. Viene el Gran Rey. Ha designado un sátrapa de Tracia. ¡De Tracia, por los dioses, en nuestra puerta misma! Se llama Datis, o eso dicen. En cuanto caiga Mileto, el objetivo siguiente seremos nosotros.
—¿Mileto va a caer? —pregunté, sobresaltado.
—Todos los hombres de Atenas… todos los hombres
políticos
—se enmendó Arístides, sin atender a mi interés por Mileto—, están reuniendo sendos séquitos. Muchos, no diré nombres, han tomado partido por el Gran Rey. —Se encogió de hombros—. Ambos bandos reúnen a guerreros, tanto ciudadanos como no ciudadanos.
Dejé mi copa de vino y solté una carcajada.
—Tú… estás aliado con Milcíades.
—Ríete si quieres —gruñó Arístides—. Milcíades haría aquí de tirano si pudiera. Solo los hombres como yo le impedimos llegar al poder. Pero no soporta a los persas, y mientras nosotros estamos aquí sentados, él está en el campo, luchando.
—Ejerciendo la piratería para su propio beneficio, dirás —repuse yo—. Estuve a sus órdenes cuatro años, mi señor. Y podría volver a estarlo. Pero lo que motiva a Milcíades a hacer la guerra no es el bien común de Atenas. Es más probable que sus ataques a las naves del Gran Rey hayan sido la causa de que los medos caigan sobre Atenas.
—Política —dijo Arístides, dejando de atender a mis palabras una vez más. Levantó la copa para que se la llenara un esclavo, y me molestó advertir que dirigía una mirada y una sonrisa al esclavo, mientras que yo no le servía más que para oírse hablar a sí mismo—. Sin duda, algún intrigante entrometido de los alcmeónidas ha pensado contratar a tus hombres para su bando, dejándote a ti impotente; creyendo, que de lo contrario, tus hombres se pondrían a mi servicio o al de Milcíades.
Solté un bufido de desagrado.
—Yo estaba en mi casa, en Beocia, labrando mis campos —dije—. Te ruego que no lo tomes a mal, mi señor, pero es que a mí me importa muy poco quién manda en la poderosa Atenas, con tal de que me paguen las cuentas y de que yo tenga llenos los graneros.
—Me decepcionas —dijo Arístides.
Me encogí de hombros.
—¿Has visto alguna vez un par de muchachos apuestos que luchan junto a una fuente pública? —le pregunté.
Arístides asintió con la cabeza.
—Porque junto a la fuente hay muchachas jóvenes… —proseguí.
Él se rio.
—Sí. Se ve todos los días.