Maratón (8 page)

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Authors: Christian Cameron

Tags: #Novela histórica

BOOK: Maratón
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Arístides se estremeció con aborrecimiento.

—¿Cómo puedes hacer esas cosas? —preguntó.

—Se parece mucho a matar a un hombre en combate, solo que es más rápido —repuse.

Sus remilgos me ofendieron. ¿He dicho ya que era un mojigato?

—No puedo acogerte bajo mi techo mientras estés manchado por un crimen como ese —dijo Arístides.

Estuve a punto de caerme del susto.

—Pero nos atacaron —dije.

Pero lo leí en su rostro. Estábamos en Atenas. Yo había pasado demasiado tiempo en el campamento de Milcíades. Aquí, la gente no se degollaba mutuamente sin más. Sin saberlo, había cometido un crimen y había ofendido a mi anfitrión y protector.

No soy tonto. Me puse de pie.

—Entendido, mi señor. Pero, a aquel hombre… ¿qué le esperaba, sino la muerte en las minas? Y podrían haberlo empleado en nuestra contra ante la ley.

Arístides apartaba de mí la cabeza, como si le fuera a hacer daño respirar el mismo aire que respiraba yo.

—¿Un asesino a sueldo? ¿Un meteco? No podrían haberlo presentado en un juicio de ninguna manera. Y deberías haber sabido lo que hacías. ¿Acaso eres un dios, para decidir quién vive y quién muere? Lo mataste porque
era fácil
.

Tenía razón, por desgracia.

—Un dios, o una de las Moiras, bien podría decir que a aquel hombre no le quedaba más perspectiva que ir directamente a las minas y sufrir durante unos cuantos meses —dijo Arístides, cubriéndose la cabeza con la clámide en señal de repugnancia—. Pero tú no sabes tal cosa. Lo mataste por conveniencia. Por tu propia conveniencia. Ya empiezo a dudar de mi propia prudencia al haberte defendido.

Yocasta se apartaba de mí todo lo que podía. Era una casa muy religiosa, y mi pragmatismo sangriento ya me parecía a mí mismo un crimen egoísta, como se lo parecía a ellos.

Tenía dos opciones: la indignación amoral del hombre pragmático, o reconocer que había obrado mal. Se me despertaba la ira dentro de mí, pero allí también estaba Heráclito.

—Tienes razón —dije.

Contuve mi ira. Aquello había estado mal… feo, indigno.

Arístides alzó la cabeza.

—¿Lo dices de verdad?

—Sí —dije—. Me has hecho condenarme en el tribunal de mi propia mente. No debería haberlo matado, aunque no sirviera de nada, ni siquiera para sí mismo.

Me estremecí. Era muy fácil volver a caer en las costumbres de pirata.

—Purifícate —me dijo.

—Necesito mi caballo, y a mi mujer —dije—. Hice un juramento.

Arístides sacudió la cabeza.

—Purifícate, y los dioses proveerán, quizá.

En aquellos tiempos existían algunos templos que purificaban a los que estaban manchados por muertes y actos impíos. Hasta el propio santuario de Leito, en Platea, aunque este solo atendía a soldados.

Pero los centros principales de purificación por los crímenes eran Olimpia, Delfos y Delos. Y el viaje a Delos era el más fácil, aunque quizá fuera el templo más distante en estadios. Y el Apolo de allí era el más dispuesto a escuchar a un hombre corriente.

—Iré a Delos —dije.

—Puedes estar en Sunión mañana por la mañana —dijo Arístides—. ¿Tienes dinero?

No le dije que me quedaban veinte dracmas de los muertos.

—Sí —dije.

—Que los dioses te acompañen hasta allí —dijo Arístides. Esperó de pie a mi lado mientras yo enrollaba mis mantas y una piel de oso vieja, y me siguió hasta que salimos por el portón de su casa.

—Escucha, Arímnestos. Quizá me tomes por un tonto piadoso, o por hipócrita.

—Por ninguna de las dos cosas, mi señor.

Estábamos a solas en la oscuridad.

—Debes marcharte antes de que llegue tu carreta con el cadáver y con las mercancías, y encuentren alguna excusa para detenerte de nuevo. Yo intentaré encontrar a tu muchacha. Pero este asesinato es una mancha, y debes purificarte antes de volver aquí. Puede que haya sido algún dios el que te haya dirigido en ese camino, porque lo cierto es que debes marcharte de aquí, esta noche mejor que mañana. —Se encogió de hombros—. Si no te pueden condenar, te matarán.

—No les tengo miedo —dije; pero no decía la verdad.

—De aquí a un año habrá cambiado el equilibrio de fuerzas. Ahora mismo, no puedes estar aquí. Hasta la propia Platea podría ser peligrosa para ti. Ve a Delos y haz lo que te mande el dios. —Me tendió su mano—. No tengo tanto miedo a la impureza como para no darte la mano.

Y me puse a andar a oscuras por el camino pedregoso que conduce a Sunión.

3

En Sunión conseguí encontrar un barco, prácticamente al pie de la escalinata del templo de Poseidón. Era un fenicio que iba a Delos con un cargamento de esclavos procedentes de Italia y de Iberia. Yo no tenía gran concepto de los tratantes de esclavos, y los fenicios me caen mal por principio, a pesar de que son grandes marinos; pero lo interpreté como que los dioses me estaban poniendo a prueba, y cerré la boca y abrí los ojos.

Todos los esclavos eran iberos, hombres corpulentos de gruesos bigotes, con tatuajes y con la rabia profunda de los que han caído en la esclavitud hace poco. Miraban mis armas, y yo me mantenía a distancia. Todos parecían luchadores.

El navarca, que llevaba la barba recortada al estilo egipcio, torcida desde la barbilla como un espolón, les hacía remar por turnos entre sus remeros profesionales. Los estaba entrenando para venderlos a mejor precio. Me dijo que pensaba vender a los mejores en Delos, y al resto en Tiro o en Éfeso.

—¿En Éfeso? —dije. Éfeso siempre me interesaba.

—El sátrapa de Frigia está asediando Mileto con un ejército —me dijo él—. Su flota tiene su base en Éfeso.

Aquello era una novedad para mí.

—¿Ya? —pregunté. La caída de Mileto, la ciudad más poderosa del mundo griego, o eso creíamos, sería el fin de la Revuelta Jónica.

Tengo que interrumpir el hilo de mi relato para dar explicaciones una vez más. En aquellos tiempos, la mayoría de las ciudades de la Jonia, que eran docenas, desde la hermosa Heraclea, en el Euxino, pasando por la poderosa Mileto, según se sigue la costa de Asia, hasta llegar a Éfeso, la ciudad de mi juventud, cinco veces más rica que Atenas, y luego por el mar de Chipre hasta Chipre y Creta, vivían más griegos en la Jonia que en Grecia. Solo que la mayoría de aquellos griegos vivían bajo el imperio del Rey de Reyes, del Gran Rey de los persas.

Cuando yo me hacía hombre, en casa de Hiponacte, vivía bajo el Imperio persa. Los persas eran buenos gobernantes,
zugater
. No te creas nunca esas sandeces que dicen ahora de que eran una nación de esclavos. Eran guerreros y hombres de honor; en la mayoría de los casos, tenían más honor que nosotros, los griegos. Artafernes, sátrapa de Frigia, fue mi amigo y mi enemigo en mi juventud. Era un gran hombre.

En aquellos tiempos de mi juventud, los griegos de la Jonia se alzaron para liberarse de las cadenas de la esclavitud persa. ¡Ja! Eso sí que es un cuento de mierda. Unos ambiciosos que querían hacerse ellos mismos con el poder engañaron a los ciudadanos de muchas ciudades jónicas para hacer que cambiaran la seguridad y la estabilidad del mayor imperio del mundo por la «libertad». Para la mayoría de los jonios, aquella libertad sería la libertad de dejarse matar por un persa. Ningún jonio se fiaba de ningún otro jonio, y todos ellos querían tener poder sobre los demás. Los persas tenían un mando unificado, generales brillantes y provisiones excelentes. Y dinero.

La Revuelta Jónica ya duraba diez años, pero nunca había tenido gran éxito. Y a estas alturas de mi relato, cuando embarqué de pasajero en un barco de tratantes de esclavos, llegaba a su fase final, aunque eso no lo sabíamos. Ya había parecido otras veces que los persas estaban a punto de triunfar, y en aquellas ocasiones la revuelta había sido rescatada, generalmente por Atenas o por atenienses que intervenían como sustitutos de su ciudad de origen, como Milcíades.

Pero Atenas tenía sus problemas propios… la situación que he descrito, próxima a una guerra civil. En la ciudad entraba a raudales el oro persa, que alimentaba el poder del partido aristocrático y de los alcmeónidas, y Persia apoyaba a los pisistrátidas para que restauraran la tiranía; aunque yo no lo sabía por entonces. El oro persa estaba paralizando Atenas, y el hacha persa se cernía sobre Mileto.

Para el navarca de aquel barco traficante de esclavos, todo aquello significaba que podía obtener un buen beneficio vendiendo remeros semientrenados a la flota persa que estaba anclada en las playas próximas a Éfeso, apoyando el asedio de Mileto.

Yo escuchaba, y conseguí no hablar.

Tardamos quince días en hacer un viaje de tres días, y cuando desembarcamos, yo ya odiaba aquel barco. Su casco, largo y negro, era limpio y veloz, y era la perfección misma como trirreme ligero; pero aquel perro fenicio lo gobernaba como un cerdo. El fenicio tenía miedo a todas las ráfagas de viento, y se ceñía a la costa bordeando todos los promontorios, sin aventurarse en aguas abiertas más que muy a disgusto. No he apreciado nunca a los fenicios, pero la mayoría eran grandes marinos. En todo rebaño tiene que haber una oveja negra.

Yo me sentaba a solas en la proa, cantaba el himno de Apolo como lo cantamos en Platea (llevo en mi escudo el cuervo de Apolo) y me preparaba para encontrarme con el dios de la lira y de la peste. Procuraba no pensar en lo fácil que me resultaría apoderarme del aquel barco. Aquellos tiempos ya habían pasado. O eso creía yo.

La última noche a bordo tuve un sueño; un sueño tal, que ahora mismo todavía recuerdo algunos fragmentos. Venían a mí unos cuervos y se me llevaban mi cuchillo bueno, y uno me ponía en la mano una lira para sustituirlo. No me hacía falta ningún sacerdote que me lo explicara.

El más peligroso de los iberos (se le veía en los ojos) tenía tatuado un cuervo en la mano y otro en el brazo de la espada. Cuando el barco esclavista tuvo la popa bien varada en la arena profunda de una playa de Delos y su tripulación se ocupaba de mover el cargamento, dejé caer mi pesado cuchillo en la oscuridad, bajo el banco del ibero, que estaba tendido mirándome, agotado de remar.

Nuestras miradas se cruzaron. Él tenía la cara completamente inexpresiva. Ni siquiera tuve la certeza de que hubiera visto el cuchillo, y desembarqué; aquello me había costado un buen puñal.

Los sacerdotes son lo mismo en todo el mundo; he observado una cierta semejanza entre ellos desde Olimpia hasta Menfis, en Egipto. Muchos son buenos hombres y mujeres; hay algunos notables, verdaderamente benditos. Los demás son una morralla lamentable que, según creo, no se podrían ganar la vida de ninguna otra manera, salvo como mendigos o peones del campo.

El hombre que salió a mi encuentro cuando besé la roca junto a la popa del barco esclavista era uno de estos últimos. Tenía las manos suaves y el apretón que me dio era flácido y desagradable; y me deseó un rápido encuentro con el dios con una voz blanda que parecía muy oportuna para pedir y para adular.

—Eres Arímnestos de Platea —me dijo.

Bueno, aquello me dejó desconcertado. Yo era ingenuo por entonces, y no sabía cuánto trabajaban los grandes colegios sacerdotales para mantenerse informados. Tampoco sospechaba lo bien preparado que podía estar aquello.

—Sí —reconocí.

—El dios te ha traído aquí para oírte en penitencia por un asesinato —dijo, con la misma voz con que un hombre puede hablar a una muchacha para convencerla de que se meta con él en su petate. No me agradaba. Pero me había impresionado, os lo aseguro.

—Sí —dije.

—El dios nos ha hablado de ti —dijo. Apoyó la barbilla en la empuñadura de su bastón—. ¿Qué nos has traído como ofrenda?

Así, sin más. Yo todavía estaba pisando la arena de la playa, y los sacerdotes de Apolo ya me habían pedido su remuneración.

Suspiré.

—He servido a Apolo y a Hefesto toda mi vida —dije—. Venero a todos los dioses, y sirvo en el santuario del héroe Leito, de Platea.

Dije aquello a modo de credenciales religiosas, por así decirlo.

Él no dijo nada. Desvió la mirada hacia la bolsa que llevaba yo en la mano.

—Tengo veinte dracmas, menos una que debo a ese tratante de esclavos por mi pasaje.

¿Es preciso que aclare que los sacerdotes de Apolo desempeñaban un papel activo en la trata?

—¿Diecinueve lechuzas de plata? ¿Esa es toda la contribución que pagas al dios, tú, al que te llaman Lanza de los Griegos? Me parece que no —dijo, sacudiendo la cabeza—. Vete, y regresa cuando tengas intención de dar al dios lo suyo.

Y bien, por si vosotros los jóvenes no tenéis claras las cuentas, diecinueve lechuzas de plata era lo que rentaba una finca en todo un año. Pero claro está que aquello no era nada comparado con lo que podía ganar un hombre con el comercio… o con la piratería.

No supe qué decir. En aquellos tiempos yo respetaba más a los sacerdotes, hasta a los seres venales como aquel.

—Estas diecinueve dracmas son todo lo que tengo —protesté.

Él se rio.

—Entonces, el señor Apolo te dará diecinueve dracmas de profecía… siento sus palabras en mi corazón. Vete… y vuelve cuando hayas aprendido la sabiduría suficiente para pagar tus diezmos.

Quizá le hubiera obedecido cuando tenía dieciocho años.

Pero yo ya era mayor.

—Quita de en medio —dije—. Tengo que encontrar a un sacerdote.

Se mostró muy ofendido.

—Yo soy el sacerdote asignado por el dios.

Me encogí de hombros y lo dejé atrás.

—Sospecho que el dios puede ofrecerme algo mejor.

Me siguió por la subida de la roca, exigiéndome que le hablara, con voz cada vez más aguda, pero yo seguí subiendo los escalones hasta llegar al recinto del templo. Ante el portón, seguía gritándome mientras yo pedía al portero que me buscara un sacerdote.

El portero gruñó; yo le di una dracma, y él envió a un muchacho.

—¡Arímnestos de Platea! —insistía el sacerdote de la playa—. ¡Así no se comporta un caballero!

—Solo me quedan dieciocho dracmas —dije—. Y para cuando me consiga un nuevo guía que me conduzca al altar, ya no me quedará ninguna.

—Tu arrogancia te costará la vida —decía él—. ¡Pretendes engañar al dios!

—No es así —dije—. Soy agricultor en Beocia, no pirata del Quersoneso. Estas monedas son una parte justa de lo que he ganado en el último año.

Eso dije… pero empezaba a sentir miedo. Como sabéis, aquellas monedas procedían del despojo de los cadáveres de unos hombres que habían querido matarme. Puede que las monedas estuvieran contaminadas. Pero mis palabras eran verdaderas en lo esencial. Las dieciocho monedas que llevaba en mi bolsa valían más de la décima parte de todas las monedas que yo tenía en el mundo.

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