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Authors: Christian Cameron

Tags: #Novela histórica

Maratón (15 page)

BOOK: Maratón
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—Esta noche me marcho —dije.

Sacudió la cabeza.

—No te lo recomiendo —dijo—. Claro que, si te quedas mucho tiempo más, tendré que empezar a venderte tu propio cereal.

—Te agradecería que me prestaras una docena de tus arqueros para ayudarme a salir —le dije—. Te los traeré en mi próximo viaje.

—¿Piensas abrirte camino disparando flechas? —dijo Istes—. Los arqueros son nuestras tropas más valiosas. —Se encogió de hombros—. Eres el mejor amigo que ha ganado esta ciudad desde hace muchos meses… pero perder a diez arqueros sería un golpe.

—Lo entiendo. Pero necesito a los arqueros para mi maniobra de distracción; y os dejaré en prenda un trirreme, el fenicio que tomé al entrar —dije, señalando la nave—. Alguna noche oscura… os puede servir para sacar de aquí a alguna gente.

Él sacudió la cabeza, confuso.

—¿Por qué quieres dejar un barco? —me preguntó.

Gruñí. No quería explicárselo. Como en todo asedio, la ciudad estaría saturada de desertores, traidores y agentes dobles. No me cabía duda de ello.

—Nos pondremos en marcha cuando no haya luna —dije.

—Que Poseidón os bendiga, entonces —dijo el tirano. Pero volvió los ojos hacia su hermano, y los dos se cruzaron una mirada que no me gustó.

Vaya, ya tenía ganas de marcharme.

Pasé casi todo el día durmiendo, y al anochecer reuní a todos mis hombres (infantes de marina, remeros, tripulación de cubierta). Les expuse mi plan mientras el sol se perdía entre las nubes, y se presentaron los voluntarios suficientes como para darme esperanzas. Quisiera poder contar que todos se ofrecieron voluntarios; pero una semana a media ración en una ciudad condenada es suficiente para desmoralizar a cualquiera.

Saqué a mi grupo por el portillo de salida del puerto cuando empezaba a llover. Conseguimos alcanzar las rocas que están al sur de la ciudad, aunque pasé un mal rato hasta que las localicé entre la oscuridad. Siempre es más fácil ir
hacia
una ciudad que alejarse de ella.

Cuando llegamos a las rocas ya estábamos empapados y tiritando, y desde allí fuimos deslizándonos. Las conteras de las lanzas retumbaban como aludes al rozar la piedra. Filócrates maldecía sin cesar. Cuando llegamos a la playa, frente a Lade, nos desnudamos y nos echamos a nadar, sujetando nuestras lanzas como podíamos.

Nos perdimos; la oscuridad era profunda y no había luna. Os diré simplemente que nadar a oscuras, sin ver nada, con tanto frío que tiritas, aferrado a tus armas, es quizá la prueba definitiva del guerrero. Algunos se volvieron atrás. ¿Cómo puedo culparlos?

Acabamos en las rocas que estaban al este de los barcos, y no nos quedó más opción que ir gateando. Esto ya se lo había explicado a los hombres, pero llevarlo a la práctica resultaba mucho más difícil de lo que yo había esperado. Probad a ir a gatas una noche de lluvia, sin más ropa que una clámide mojada, llevando una lanza, por un terreno irregular cubierto de matorrales.

¡Ja! Metíamos tanto ruido como un rebaño de vacas. Pero con todo lo necios e ineptos que éramos, los enemigos eran iguales o peores.

Yo era el que hacía más ruido, pues llevaba puesto el regalo de Histieo, la coraza de bronce. Había nadado con ella y no había estado mal; pero cuando gateaba entre las rocas era ruidosa, y el reborde de la cintura se enganchaba con todo.

Aquella fue una de las noches más largas y más oscuras de mi vida. No había contado con perderme otra vez (solo teníamos que cruzar un estadio de terreno despejado), pero me perdí. Al final, tuve que ponerme de pie, vacilando como un borracho, y girar despacio sobre mí mismo (a la vista de cualquier posible centinela enemigo), para darme cuenta de que había dejado atrás el campamento enemigo.

Era demasiado tarde para enmendar el rumbo. Estaba muy al sur de mi objetivo; pero veía a la izquierda los cascos negros de sus trirremes, que brillaban entre la oscuridad. Tenía conmigo a una docena de hombres o más, hombres que habían optado por seguirme aun cuando su intuición les había dicho que íbamos por mal camino, y nos deslizamos sobre las dunas y atravesamos después ruidosamente la lengua de roca que había entre la marisma y el mar, hasta que estuvimos agazapados junto a los barcos.

La mayoría de los hombres habían traído paquetes de trapos aceitados y de pez, o incluso de bitumen
[2]
, del que había bastante en Mileto, y preparamos bajo uno de los cascos una pira con estas sustancias.

Aunque no había luna, la lluvia amainó mientras estábamos allí agazapados. En el campamento había hogueras, principalmente de carbón, y varios iberos se deslizaron entre las velas que servían de tiendas de campaña y encendieron sus antorchas en las hogueras. Ya había treinta o cuarenta hombres entre los cascos de los barcos enemigos, y todos nos pusimos a gritar «¡alarma! ¡alarma!» con todas nuestras fuerzas. Nuestros hombres recorrieron el campamento con antorchas encendidas antes de arrojarlas a la pira que habíamos preparado.

Y entonces reinó el caos.

El fuego surgió en el tiempo que tardaría un hombre en hacer la carrera de un estadio; en ese tiempo, unas tenues llamas se convirtieron en una llamarada del doble de la altura de un hombre, y con el estrépito de una carrera de caballos. El barco prendió inmediatamente; los cascos revestidos de pez son muy inflamables, aun cuando llueve. Mis marinos corrían de un lado a otro, arrojando velas y remos al incendio, y echando después restos encendidos a otros cascos.

Salían hombres de las tiendas, y nosotros los matábamos. Como los que dábamos la voz de alarma éramos nosotros mismos, siguieron acudiendo a nosotros durante muchos minutos, desarmados o provistos de cubos para apagar el fuego, y nosotros los abatíamos.

Por entonces habíamos prendido fuego a tres barcos, y los dos míos habían salido al canal y ya navegaban libres mientras, desde sus cubiertas, los arqueros disparaban flechas incendiarias a las naves negras. Una flecha incendiaria no es gran cosa, y ninguna prendió; pero también servían como distracción. Engañamos a los enemigos (una vez más), haciéndoles creer que eran las flechas incendiarias las que habían provocado los incendios. Tardaron mucho tiempo en darse cuenta de que estábamos entre ellos.

Yo no tenía idea de a cuántos hombres tenía a mi mando ni de cuánto daño habíamos hecho; pero sí sabía que era hora de marcharse. Llevaba una bocina, regalo de Istes, y me retiré de las llamas, seguido de los hombres que estaban más cerca de mí, y me detuve entre la oscuridad para hacer sonar la bocina; pero el único sonido que logré sacarle fue como el balido de una oveja vieja que busca a su último corderito.

—Dame eso —dijo Filócrates; y sopló en la bocina, que emitió un bramido poderoso.

Se oyó ruido de pies que corrían; y nos dispusimos para la defensa; no llevábamos escudos, y si el enemigo nos podía echar encima una falange, nos segarían como espigas maduras.

Pero era Idomeneo, que se reía como una hiena, seguido de cincuenta de nuestros marineros e infantes de marina. Los últimos de su grupo luchaban, pero hasta el momento nuestros enemigos estaban desorganizados.

—¡Llévalos al barco! —le grité; porque el
Cortatormentas
venía a la orilla a recogernos.

Algunos hombres tomaron barcas de cuero que encontraron allí; Tique favorece a los valientes, o eso dicen; y treinta hombres consiguieron salir en las pequeñas barcas. Pero la lucha se volvía más intensa, y oí que los enemigos formaban en línea; oí el entrechocar de sus escudos entre la oscuridad, y a la luz de las hogueras que tenían a su espalda aprecié la rapidez con que formaban el muro de escudos.

Los hoplitas enemigos quedaban iluminados a contraluz por los barcos incendiados, y los míos estaban ocultos por la oscuridad.

—¡Una carga rápida! —dije a los hombres que pude encontrar—. ¡Seguidme, seguidme! —exclamé, y tomé una piedra pesada—. ¡Acercaos, y lanzad! —dije—. Abatid a un hombre, y corred hacia el barco. ¡No os quedéis a luchar!

Los que me escucharon y me obedecieron puede que fueran una docena. Salimos de la oscuridad, corriendo duna abajo, y cuando estábamos a solo uno o dos pasos de su muro de escudos arrojé mi piedra; y era una piedra grande, os lo puedo asegurar. La mía dio a un enemigo en la espinilla; el hombre cayó, y yo salté entre la fila enemiga por el espacio vacío que había dejado el hombre y clavé la lanza en el costado no protegido del hombre que estaba a mi lado.

Entonces, la noche se llenó de gritos. Luchar de noche no tiene nada que ver con luchar de día. Los hombres caen sin que los haya atacado ningún enemigo; se pierden entre la confusión. Me volví para salir corriendo, pero de alguna manera me encontré más dentro de sus líneas.

Me encontré con Arquílogos en el momento en que otra nave saltaba en llamas alimentadas por su propia pez, a espaldas de mi antiguo amigo. Creo que me reconoció al mismo tiempo que yo a él. Ninguno llevábamos casco; nadie lleva casco de noche.

Sabía que, si dejaba de moverme, me matarían o me tomarían prisionero; de modo que le di un empujón. El llevaba escudo y yo no. Como yo había jurado protegerle, no podía intentar hacerle daño; una cosa así me habría perseguido eternamente.

Él bramó y me lanzó un tajo con un
kopis
largo; la espada relució sobre mi cabeza como una llama. Bloqueé su golpe con mi espada y retrocedí de un salto, dándome con un hombre que no tenía idea de si yo era amigo o enemigo. Me caí; perdí la lanza y rodé por el suelo, y otro hombre cayó sobre mí.

Aquello debía haber sido mi fin.

Arquílogos exclamó:

—¡Doru! ¡Levántate y hazme frente!

Y lanzó un tajo al hombre con el que yo me había tropezado. Los combates a oscuras son así. Vi el brillo de su golpe y oí el golpe sordo contra el escudo de otro hombre.

Renuncié a encontrar mi lanza, o incluso a ponerme de pie. Fui gateando, y después rodé sobre mí mismo, y en un momento dado un hombre pisó mi coraza en la oscuridad. Las bisagras cedieron pero aguantaron, y el hombre se apartó, tomándome por un cadáver.

Se oían gritos por detrás de mí, donde había estado yo. Supuse que los griegos jonios luchaban entre sí. Me enteré más tarde de que los griegos y los fenicios se habían enzarzado unos con otros. Había muchos hombres que eran aliados de los persas a la fuerza y no les importaba matar a un tirio a oscuras, os lo puedo asegurar; y es posible que si salimos de aquella fue solo porque los jonios nos ayudaron.

En cualquier caso, me puse de pie después de estar inerme durante un rato que me había parecido una eternidad; me arranqué la clámide del cuello, me la arrojé a los pies y corrí a la playa.

El
Cortatormentas
ya ciaba.

Me quité la coraza sin dejar de correr; corté las correas con mi cuchillo de comer, corriendo en paralelo a la marcha del barco, alcanzándolo fácilmente mientras ciaba. Dejé la coraza en la arena (era una fortuna en bronce bien trabajado, pero solo una modesta ofrenda a los dioses a cambio de mi libertad), y corrí hasta el borde del agua y me arrojé de cabeza sin detenerme en la grava y con el cuchillo todavía en la mano.

Después de nadar cuatro brazadas, así un remo entre los brazos y grité a los remeros para que me subieran a bordo. Algo me golpeó en la cabeza, y empecé a hundirme. Recibí otro golpe entre los omóplatos, y lo último que pensé fue que los arqueros enemigos me habían alcanzado.

5

Pues bien, no morí. ¿Sorprendidos? Me izaron por la banda de la nave entre Idomeneo y Filócrates. Un remo me había golpeado la cabeza; y cuando volví en mí, tenía una brecha en el cuero cabelludo y una magulladura en el costado como si me hubieran dado con un hacha.

Habíamos perdido a dieciséis hombres; muchas bajas entre los sesenta aventureros, o cosa así, que habíamos salido juntos aquella noche. Más tarde, me enteré que seis de ellos se habían vuelto atrás durante la travesía a nado y se habían quedado en Mileto. Los demás habían muerto. Dos eran infantes de marina, hombres que habían estado conmigo durante años.

Por otra parte, estábamos libres. En aquellos tiempos no solíamos detenernos a llorar a los muertos; aunque era humillante para mí haber dejado atrás sus huesos. Los griegos tienen a gala recuperar a sus muertos, hasta en los golpes de mano. No fui capaz de pensar con claridad hasta que el sol estuvo bien alto en el cielo; pero mis primeros pensamientos fueron de alegría; de alegría por lo límpido que era el mar y lo azul que era el cielo. Los asedios son cosa fea. El mar nunca es feo, ni siquiera cuando quiere matarte. Navegamos hacia el norte, subiendo por el canal de Samos, sin avanzar mucho, porque llevábamos tres tripulaciones amontonadas en solo dos barcos, además de una docena de arqueros milesios de propina. Estos eran buenos hombres. Su jefe se llamaba Teucro… cuando un padre pone a su hijo el nombre del mejor arquero de la Ilíada, debe de esperar que su hijo sepa tender el arco de mayor, ¿no? Teucro y Filócrates se hicieron amigos casi antes de que aquel se hubiera quitado las sandalias, y se les veía jugar a las tabas todo el día junto al puesto del timonel, pues ninguno de los dos tenía otro puesto que atender más que en caso de combate.

Nos deteníamos para las comidas y poníamos buenos vigías; pero el mar siguió despejado hasta que estuvimos en aguas de Éfeso.

Allí, a la altura de los fondeaderos, alcanzamos a un par de barcos egipcios que llevaban de escolta a un par de navíos cilicios, o eso nos pareció. Pues bien, los cilicios eran grandes piratas; pirateaban a todo el mundo; pero, al extenderse la Revuelta Jónica, se habían puesto al servicio del Gran Rey, porque las presas jónicas y carias eran las que prometían botines más ricos.

Los cilicios no suelen emplear trirremes casi nunca. Son pobres, y prefieren barcos más pequeños y más ligeros, como la hemiolia, un birreme con jarcias veleras pesadas y una tercera media cubierta a popa. Los dos barcos cilicios que se veían a lo lejos eran hemiolias. Se advertía lo que eran por sus mástiles inclinados.

Me dolía la cabeza como si me la hubiera pisado un caballo, y tuve que quedarme sentado en el banco junto al timonel, mirando, mientras Idomeneo y Estéfano planeaban el ataque al pequeño convoy.

Al acercarnos más, vimos que los dos barcos cilicios no estaban escoltando a los egipcios.
Los estaban apresando
. Uno de los barcos mercantes, de poca altura, ya estaba sujeto con garfios de abordaje, y había sangre en el agua.

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