Maratón (14 page)

Read Maratón Online

Authors: Christian Cameron

Tags: #Novela histórica

BOOK: Maratón
11.97Mb size Format: txt, pdf, ePub

Esperé a que no hubiera luna, y los dioses me enviaron una noche oscura y mar picada. Llevábamos luces en las popas, y cruzamos remando a oscuras; los remeros maldecían su suerte y rezaban a cada golpe de remo, pero, tras un mes de aventuras constantes, mi tripulación ya sabía remar a oscuras.

Bajamos por la bahía con el viento a popa, solo con las velas
akateion
, rodeando la isla de Lade por el norte. El viento podía más que las corrientes y nos permitió movernos deprisa; y cuando pasamos por delante de los fenicios, estos estaban bien arrebujados en sus mantas, porque llovía y había llegado el invierno. Pero algún necio se rio en voz alta y los alertó; y cuando hubimos descargado y pusimos la proa al mar abierto, estaban dispuestos en formación a través de la bahía, quince barcos esperando a los tres nuestros. Y eran buenos marinos. Los contemplé durante un rato desde la seguridad que me ofrecían los arqueros milesios; y después volví a entrar en el puerto con mi pequeña escuadra.

Todos los dáricos de oro del mundo no me iban a servir para salvarme. Estaba bloqueado en Mileto, y parecía que se nos había agotado la suerte.

4

En la flota persa no había en realidad ningún persa, claro está. En aquellas playas había griegos jonios, fenicios y un puñado de egipcios muy bien preparados, y yo los observaba desde la torre de Mileto que llaman la Torre de los Vientos.

Hacia el sur, el terraplén de asedio de los persas crecía día a día. Allí tampoco había persas; solo esclavos arrancados del campo, centenares y centenares de esclavos agrícolas de las fincas de los propios milesios, que acarreaban tierra y fajina mientras esquivaban las piedras y las flechas que les arrojaban, y la echaban al pie de las murallas, de modo que el terraplén ascendía un palmo cada noche.

Pero los aristócratas milesios no perdían la confianza. Su ciudad no había caído jamás, y todavía tenían provisiones; aún no habían matado todo su ganado, y solo sufría la gente de clase baja. Cuando me hicieron subir a la Acrópolis fue como si hubiera entrado en una ciudad libre de guerras: me bañaron esclavos, me ungieron con aceite y me sirvieron una comida con finos filetes de lengua de buey.

Pero en la ciudad baja la gente se moría de hambre.

Mi cargamento de grano les dio ánimos, y yo no había sido el único capitán que había conseguido pasar; solo era el único que lo había hecho dos veces. Y a aquellas alturas de la estación, mi segundo cargamento, tres barcos enteros, había salvado la ciudad. Histieo y su hermano me lo dijeron así sin rodeos.

En mi segunda noche en la ciudad, Istes fue en cabeza de los guerreros en una salida por una poterna, y prendieron fuego a un montón de fajina que tenía preparado el enemigo; un montón tan alto como la muralla de la ciudad y que debía servir en los últimos días de la construcción del terraplén. Pero no podían quemar la tierra, y los esclavos habían vuelto al trabajo a la mañana siguiente.

Aparecían periódicamente arqueros persas que disparaban sobre la ciudad; a veces eran flechas incendiarias, pero en general solían ser simples flechas de guerra, bien apuntadas. Cada día mataban a un hombre o dos en la muralla. Por otra parte, mantenían provista de flechas a la ciudad.

Arquílogos, o quien estuviera al mando allí en las playas de Lade, tampoco se rendía. Todas las noches formaban un cordón, y ponían barcas pequeñas a remar de un lado a otro del canal, y al menos dos barcos en la bahía al norte de la isla. Al amanecer y al anochecer hacían batidas con quince barcos, por lo menos, y yo no veía grandes posibilidades de escapar.

Pero en la tercera noche los defensores de la ciudad hicieron una nueva salida, y esta vez los acompañé. Es paradójico, pero cuando te has labrado una reputación de gran guerrero, tienes que estar renovándola constantemente. Quedarme en la Acrópolis mientras los hombres salían a atacar al enemigo me habría resultado tan imposible como vivir sin comer.

La ciudad estaba bien provista de armaduras, y el señor Histieo me dio un coselete de campana y un buen casco cretense con magnífico penacho de crin. Aquello era un poco como estar en la
Ilíada
. Me llevé a mis infantes de marina y a Filócrates el Blasfemo, que se había hecho a la vida de pirata como si fuera un veterano. También a él le di armas, una panoplia completa.

—Pareces Ares vuelto a la vida —le dije cuando estuvo vestido de bronce.

—Ares no es más que un mito para meter miedo a los niños —dijo él.

—Veo que una tormenta en alta mar y la vida de guerrero no te bastan para recuperar el respeto a los dioses —le dije. Él se encogió de hombros.

—No se puede respetar lo que no existe —replicó.

Me aparté un poco de él para contemplarlo mejor. Había algo en él que daba miedo. Despreciaba los presagios, se reía de los talismanes y llamaba a los dioses con nombres insultantes. Al principio solo se querían sentar a comer con él los iberos; pero, en vista de que seguía blasfemando y no le caía el cielo sobre la cabeza, otros hombres empezaron a aceptarle también.

Eso dicho, debo añadir que

había cambiado. Yo no era capaz de determinar en qué exactamente, pero él mismo lo explicó más tarde, y lo oiréis si volvéis mañana a seguir escuchando este relato.

En todo caso, salimos sesenta por la poterna más próxima al puerto. Llovía a raudales; nos resbalábamos en el barro, y yo bendecía mis buenas botas beocias mientras los demás hombres maldecían sus sandalias abiertas. Ante la muralla, el terreno estaba machacado por las pisadas de millares de hombres, esclavos y soldados, y ambos bandos arrojaban la basura y los desechos en aquella tierra de nadie. Era repugnante.

Cabría suponer que al cabo de un centenar de salidas de este tipo por los sitiados, los persas habrían optado por poner centinelas; pero de entre todo su contingente, solo los egipcios montaban guardia con regularidad. La mayoría de sus tropas escogidas eran de caballería, que despreciaban un pasatiempo tan riguroso como es montar guardia; y ¿con qué derecho voy a criticarlos yo? No he conocido nunca a ningún griego dispuesto a soportar una guardia nocturna.

Atravesamos el barro y las basuras bajo el azote de la lluvia, y subimos después la fajina nueva que habían amontonado alrededor de su campamento a modo de muro. En una noche como aquella no podíamos contar con provocar un incendio; nuestro objetivo era otro.

No íbamos en busca de Artafernes. Si este hubiera estado en el asedio, podría haber tenido consigo a Briseida, y entonces yo me habría planteado las cosas de manera muy distinta. De hecho, y ya que aquí pretendo contar toda la verdad, añadiré que no sentía ningún compromiso especial con los rebeldes. Para empezar, no eran plateos. Yo era bastante leal a Milcíades, pero habréis advertido que tampoco me dedicaba a surcar los mares en su busca. Ni tampoco buscaba por los mares a la flota rebelde para ofrecerle mis servicios. Es cierto que, cuando me encontré atrapado en Mileto, solo me quedaron unas opciones limitadas. Pero yo no era ningún idealista; era plateo, y era el amante de Briseida… o, mejor dicho, era esas cosas en el orden inverso.

Pero aquel otoño no estaban en el asedio ni el sátrapa ni su nueva esposa. El lugarteniente de Artafernes era Datis, y lo que pretendíamos era matarle a él. Su gran tienda roja y morada se veía claramente de día desde nuestro lado, y habíamos preparado un par de indicaciones visuales (antorchas dispuestas a dos alturas diferentes en la ciudad) para guiarnos de noche hasta la tienda. Datis era pariente del Gran Rey. Artafernes era uno de los muchos hermanos del rey, y este Datis era primo suyo o cosa así, y guerrero famoso; y corría el rumor de que, cuando hubiera tomado a Mileto, lo enviarían con una gran flota sobre Quíos y Lesbos, y quizá sobre Atenas. O eso decía la gente.

Nadie esperaba que consiguiésemos matarlo; pero aquella presión constante servía para mantener inquietos a los sitiadores y animarlos que se retiraran para pasar el invierno en sus casas.

Nos deslizamos entre la oscuridad, empapados hasta los huesos, chapoteando en el barro, volviéndonos con frecuencia para observar los puntos visuales de referencia en las murallas de la ciudad, y seguíamos deslizándonos, soportando las maldiciones que nos dedicaban los hombres dentro de las tiendas cuando tropezábamos con los vientos; naturalmente, no sabían que éramos sus enemigos mortales. Me pregunté si se habría sentido así Odiseo cuando salió del caballo de Troya para colarse en la ciudad asediada. La
Ilíada
es muy realista a veces, pero parece que nadie se moja, ni pasa frío, ni se acatarra. A mí me parece que estos tres efectos son los verdaderos hijos de Ares, y no el Terror y la Fuga, o los demás que le asignan los poetas. ¿Quién ha hecho nunca una guerra sin mojarse ni pasar frío?

Íbamos por la mitad de la columna, de modo que no nos pudimos enterar de qué o de quién dio la alarma en el campamento; el caso fue que, de pronto, nos descubrieron. Llovía con tal fuerza que nadie podía encender una antorcha, y en cuanto los enemigos salían de sus tiendas, perdían toda noción de la situación.

Nuestros hombres mataron a los primeros que se les acercaron, y se dispersaron. Era lo que teníamos planeado. Los milesios se esfumaron sin más. Ya habían dado golpes de mano en el campamento en otras ocasiones, y lo conocían bastante bien. Mis infantes de marina no tenían esa suerte y, entre la oscuridad, seguimos a los que no debíamos. Creímos que estábamos siguiendo a los milesios, y acabamos en las hileras de los caballos, donde se habían dirigido una docena de jinetes persas cautos para proteger a sus monturas. Nuestros hombres se pusieron a luchar con ellos sin que yo les diera ninguna orden. Mis infantes llevaban armadura y los persas iban desarmados, y murieron, aunque llevándose consigo a dos de mis hombres. Los persas son valientes de verdad.

—Cortad los ronzales y desatad las maniotas —ordené.

Los que quedaban de mis hombres se dispersaron y sembraron la confusión entre las hileras de caballos, arrancando los piquetes del suelo. Subí corriendo a una colina baja y miré de nuevo hacia la ciudad, y solo entonces me di cuenta de que entre ella y nosotros estaba toda la extensión del campamento enemigo.

Como preocupación más urgente, se veía con el fondo de las luces que estaban sobre la muralla de la ciudad el bullicio de los hombres que salían del campamento. Los persas quieren mucho a sus caballos. Mis diez hombres durarían pocos momentos contra un regimiento de soldados de la caballería persa.

Pensé en apoderarnos de unos caballos y huir tierra adentro; pero esas cosas solo dan resultado en la literatura épica. En la vida real, tus enemigos tienen más caballos y guías locales, y te alcanzan. Además, mis hombres eran marinos con armadura, no jinetes. Lo más probable era que la mayoría no se hubieran subido a un caballo en toda su vida.

Se me acababan las ideas; pero Poseidón no nos desamparó. Los caballos se dispersaban en todas direcciones, y no había que ser un Odiseo para darse cuenta de que podíamos escaparnos entre la manada. Unos pocos nos montamos en caballos, y otros se limitaron a asirse de crines, o incluso de colas de caballos, y nos dejamos llevar con ellos, moviéndonos hacia el oeste y hacia el norte, volviendo hacia la ciudad. Yo monté, me perdí y me separé de mis compañeros, y pasé una guardia de la noche entre las rocas al sur de la ciudad, donde me había dejado mi caballo.

Los dioses ayudan a los que se ayudan a sí mismos, o eso he oído decir; y mientras estaba tendido entre las rocas, contemplando la ciudad y la tropa de arqueros persas dispuestos entre mí y las murallas, y maldiciendo mi suerte, caí en la cuenta que podía llegar a la playa opuesta a Tírtaro caminando seis estadios por el risco de roca. Y no había ni un centinela por el camino.

Me tomé el tiempo necesario para buscar por el risco rocoso. En todo terreno baldío hay senderos para el que sabe buscarlos; los hacen las cabras, y los pastores, y los chicos y las chicas que se cortejan o que juegan a los héroes. La luna salió tarde, y dejó de llover, y caminé hasta la playa opuesta a Lade; me desnudé del todo y fui nadando hasta las naves que había enfrente; en realidad, estaban a solo unos cuantos cuerpos de caballo, era bastante menos de un estadio. Salí, chorreando, entre los cascos negros de las naves, tan cerca del campamento enemigo que oía los ronquidos de los remeros de Arquílogos, o eso me pareció. Después, volví nadando y fui sorteando las rocas. Los persas habían vuelto a acostarse, tal como esperaba yo. Gateé entre el barro y la mierda hasta llegar a la muralla de la ciudad, y perdí otra media hora en convencer al centinela para que me dejara subir a la muralla sin abrirme las tripas. ¡Ay, qué romántica es la guerra de asedio!

Fui el último que volví del golpe de mano, y no había llegado a desenvainar la espada. En la ciudad alta hubo hombres que se rieron de mí. Los dejé reír. Yo ya no era un muchacho acalorado, y no me convenía contraer deudas de sangre en la ciudad. Lo que quería era marcharme con mi oro, aunque también tenía ganas de demostrar a Istes la madera de la que estaba hecho. Él había matado a tres persas, y se había traído sus arcos y sus flechas como prueba.

Dormí bastante bien. A la mañana siguiente comí almendras con miel en la ciudad alta y me di un largo baño para quitarme el olor del barro. Histieo e Istes vinieron a acompañarme.

—Tus hombres han conseguido un milagro —dijo Histieo—. Hoy no hay un solo esclavo trabajando en el terraplén. Han salido todos a buscar a los caballos —esbozó una sonrisa torva—. Aunque no matamos a Datis, les hicimos daño; un desertor dice que matamos a quince persas y a algunos más.

Yo asentí con la cabeza. Nada de aquello me interesaba gran cosa. En realidad, no era capaz de apreciar aquella guerra a base de victorias minúsculas. A mí me parecía que la ciudad estaba condenada a caer, y quería largarme antes de que me volvieran a vender como esclavo.

—¿Volveréis a hacer una salida esta noche? —le pregunté.

Negó con la cabeza. Hasta él, que era el guerrero mejor alimentado de la ciudad, tenía unas ojeras que parecían fundas de escudo, y las líneas de su cara eran tan profundas como surcos recién labrados.

—No —dijo—. Ya hemos salido dos noches seguidas. No aguantamos más. Los combatientes están agotados. Los combatientes de verdad, los hombres de valía.

Echó una mirada a Istes, que también parecía estar al borde del agotamiento.

Other books

On The Texas Border by Linda Warren
The First Man in Rome by Colleen McCullough
Tartarín de Tarascón by Alphonse Daudet
Absolute Brightness by James Lecesne
The Homeward Bounders by Diana Wynne Jones
Forbidden Planet by W.J. Stuart