Sacrificamos a Pan un toro; era el sacrificio más rico que nadie recordaba que se hubiera hecho allí; y sumamos un centenar de voces a los himnos. Cuando oscureció, acopiamos leña para hacer una hoguera que creo que fue la más grande que había visto yo en mi vida; porque al cabo de una semana de
agón
, de competiciones varoniles, todos queríamos destacar de los demás hasta a la hora de recoger leña. Los agricultores y campesinos se reían al ver que Euforia, Penélope, Leda y otra docena de damas nobles les servían.
Cuando empezaron las danzas, quedó claro que sobre aquella colina las mujeres bailaban con los hombres, y Aleito lo permitió, de modo que nuestras doncellas y nuestras matronas se unieron al círculo de las mujeres y las vimos bailar, espectáculo raro en aquellos tiempos y más raro todavía en los nuestros. Recuerdo cómo hice girar a Euforia en el centro del círculo cuando me tocó a mí, y cómo me sonreía ella. Y cuando los hombres y las mujeres se perdieron entre la oscuridad, yo los envidié. Intenté besarla al borde de la lumbre, y ella se rio, se escabulló por debajo de mi brazo y desapareció. A los pocos momentos la vi con Pen y con Leda, y se reía. Pen me hizo una seña con la mano, y yo no pude darme por ofendido. Las hijas de los aristócratas no pierden la virginidad sobre la hierba fría.
Pero Briseida sí la habría perdido así.
Mientras yo estaba pensando en Euforia y en Briseida, en sus semejanzas y en sus diferencias, se acercó a mí Milcíades y me puso una mano en el hombro.
—Cásate con ella en seguida, antes de que se dé cuenta de lo viejo y lo feo que eres —me dijo.
Intenté sonreír, pero no pude. Euforia estaba hablando con Licón, que era, me temo, más joven y más guapo que yo. Pero cuando empezaba a calentárseme el corazón, Licón me señaló entre la lumbre; y cuando nuestras miradas se cruzaron, sonrió.
Le devolví la sonrisa. Es difícil tener celos de un muchacho que es tan franco que habla en tu favor. Y todavía creo que es lo que debía de estar haciendo en esos momentos.
—Cleito se ha exiliado —dijo Milcíades.
—Me parece bien —dije yo. Estaba pensando en otras cosas.
—No es bueno para ti, plateo. Juró en el templo de Atenea que tendría tu cabeza. Tengo testigos. Se ha exiliado voluntariamente para poder organizar con mayor libertad su venganza y mi caída. Está reclutando mercenarios por toda Grecia, hombres sin amo y guerreros errantes.
Me reí. El problema de Cleito podría resolverlo mucho más fácilmente que el de Euforia. La luz de la lumbre le jugaba en los cabellos dorados y se los volvía anaranjados; y ahora estaba bailando con Pen y con Leda una danza femenina en la que se movían las caderas y los hombros. Euforia bamboleaba las caderas de una manera que daba a entender que tenía fuego dentro, y tuve que apartar la vista. Mi mirada se cruzó con la de Milcíades.
Él sacudió la cabeza con gesto humorístico de incredulidad.
—Te ha dado fuerte, Doru.
Yo me encogí de hombros. Me pareció inútil negarlo, tanto más cuanto que mis ojos habían vuelto a clavarse en ella.
También Licón la miraba.
—Cleito quiere matarte —dijo Milcíades.
Yo volví a encogerme de hombros.
—Que lo intente, si quiere.
—Tu arrogancia raya con el
hibris
, muchacho —dijo Milcíades, y me pasó un brazo por el hombro—. Creo que uno de los motivos por los que siempre te he querido es porque me recuerdas tanto a mí mismo —comentó, con un cierto matiz de estarse riendo de sí mismo. Me ofreció una bota de vino resinado, y tomé un largo trago—. No va a presentarse ante ti para desafiarse a un combate de uno contra uno. Vendrá con cien hombres.
En aquellos momentos, viendo cómo Licón devoraba a Euforia con los ojos, y viendo cómo esta le devolvía tímidamente sus atenciones, yo habría combatido de buena gana contra cien hombres simplemente a modo de prueba deportiva de exhibición, como hacían a veces algunos hombres que libraban combates en los Juegos Olímpicos.
—¿A Platea? —pregunté, después de pensármelo—. ¿Cómo, desde Tebas?
—O por mar —respondió Milcíades—. Está a solo cuarenta estadios.
Asentí, más serio. Y mientras pensaba el modo de defenderme de aquel hijo de puta de Cleito, Euforia y las demás muchachas unieron los brazos y, con las manos en alto, empezaron a oscilar. Adelantaron al unísono las caderas como hacen las mujeres casadas en las danzas dionisiacas y se separaron por fin entre risitas; y después sus ojos se cruzaron con los míos desde el otro lado de la hoguera.
No desvió la mirada, y en aquellos momentos me sentí capaz de quedarme mirándola para siempre. Tenía suelto un mechón de sus cabellos de color dorado vivo, que le ondeaba con el aire de la hoguera, y su rostro era el rostro de una diosa. De una diosa de cabellos dorados.
Arístides y Sófanes se abrieron paso entre la multitud para sumarse a Milcíades y a mí.
—¡Vaya fiesta! —gritó Sófanes.
Creo que solo tenía veinte años por entonces, y ya había luchado bien en la campaña de Lade, como sabéis. Estaba recién casado y lleno de alegría de vivir.
—Ojalá estuviera aquí mi esposa —añadió—. Me la llevaría a la oscuridad como un sátiro.
—Y ella te diría que hacía demasiado frío para hacer el amor —dijo Milcíades.
—Mi esposa no diría tal cosa —dijo Sófanes—. Yo la caliento.
Arístides me puso una mano en el brazo y miró a Milcíades.
—¿Le has advertido? —preguntó.
—Sí —respondió el gran hombre—. Y se lo ha tomado a risa. El amor le ha nublado su fino sentido del peligro.
Arístides sacudió la cabeza.
—Si los medos vienen en la primavera, tus plateos y tú seréis muy importantes para nosotros —me dijo—. Esto es algo más que amistad. Ve con cuidado.
Euforia se había perdido de vista entre la oscuridad.
—Si Cleito viene a por mí en Platea, me haré un copa para vino con su cráneo —dije.
Arístides, que estaba bebiendo, se atragantó.
—Así me gusta, muchacho —dijo Milcíades.
Euforia no me hacía arder el corazón como Briseida; pero, de pronto, la tuve metida dentro de él. Así que, el ultimo día, fui a ver a su padre, le hice una reverencia y le pedí su mano.
Venían tras de mí Milcíades y Arístides, Alceo, Antígono, Filipo y Temístocles, además de otra docena de caballeros.
Los recorrió a todos con la mirada antes de mirarme a los ojos a mí.
—Supongo que, si te la niego, sería un suicidio político por mi parte —dijo. Y sonrió; y yo pensé que, a pesar de nuestros primeros roces, podríamos llegar a ser amigos—. Pero cuando la madre de la muchacha se estaba muriendo, yo juré a Artemisa que le dejaría elegir marido a ella misma. ¿La hago venir?
De pronto, me sentí nervioso… yo, que había despejado de enemigos la cubierta de un trirreme fenicio. El corazón me palpitaba como me suele palpitar antes de entrar en combate, y me daban ganas de marcharme de allí.
Euforia bajó al patio rodeada de las demás muchachas. Pen bajó los escalones a su lado, y Leda la seguía de cerca. Pero ya no jugaban ni soltaban risitas. Su porte era solemne, y Pen no me miraba a los ojos.
Me di cuenta de que lo que lo había echado todo a perder eran las manos sucias. Ella no quería a un herrero de baja cuna, que le mancharía los tejidos. Quería un hombre como Arístides, capaz de combatir en primera fila cuando hacía falta, pero que tenía las manos limpias el resto del tiempo.
Aquello se parecía bastante a una batalla perdida. Cuando comprendí lo mal que andaba mi pleito, recuperé la calma y tomé la determinación de llevar su negativa con elegancia, porque la apreciaba mucho.
Vino hasta mí con los ojos bajos, con los cabellos rubios amontonados sin orden sobre la cabeza y el cuello. El quitón sencillo de lana que llevaba debía de estar tejido con la lana de sus propias ovejas, y le marcaba la figura, el talle delgado, ligeramente redondeado, las caderas anchas y la espalda recta. Pocas mujeres tienen dignidad a los catorce años. Euforia la tenía. Llegó a mi lado, y solo entonces me di cuenta de que era mucho más baja que yo; le sacaba la cabeza o más. Aquella impresión de altura la daba con su porte y con su dignidad.
Esperé que echara una mirada a Licón, pero no lo hizo. Mantuvo los ojos clavados firmemente en el suelo, ante sus pies.
—Encantadora doncella —dije, y conseguí sonreír—. Me harías el más feliz de los hombres si consintieras en ser mi esposa. Pero yo vivo en la lejana Beocia —añadí, para suavizar el golpe—, en una finca, y trabajo el bronce para ganarme el pan; y si prefieres quedarte más cerca de tu hogar y de tu casa, lo entenderé mejor que nadie.
Entonces, ella levantó los ojos, que eran de color azul claro como el buen acero. Y sonrió con una especie de media sonrisa como si estuviera a punto de reírse… de sí misma.
—Supongo que mi telar estará tan cómodo en tu fragua como en cualquier casa de la Ática —dijo.
Pen sonreía.
No entendí; y, en mi confusión, me puse a pensar alguna respuesta noble o ingeniosa para disimular con ella mi desilusión. Mis amigos me han contado veinte veces que nunca había tenido tal aspecto de tonto en toda mi vida, y que lo único que dije fue:
—¿Eh?
Ella se rio con fuerza, una verdadera carcajada de las que suelen evitar las doncellas, hasta el punto de que movió el vientre y los pechos le oscilaron arriba y abajo entre las ligaduras de su quitón.
—¡Sí! —me dijo Pen, clavándome un dedo en el costado—. ¡Ha dicho que sí!
¿Que había dicho que sí?
Tardé mucho tiempo en entenderlo. Solo cuando hube asimilado su aceptación entendí lo importante que se había vuelto para mí que me dijera que sí. Por el capricho de una doncella, en el tiempo que tarda Zeus en arrojar un rayo sobre la tierra, mi vida había cambiado.
Acordamos la boda para finales del invierno, y me volví a caballo con mis compañeros a través de las montañas. Celebramos la fiesta de Artemisa en Platea, y ellos regresaron después a sus casas.
Una de las muestras más tristes de la condición humana, cariño, es que con la guerra y la muerte se puede contar largos relatos, pero un invierno de felicidad y satisfacción se puede resumir en un suspiro. Teníamos llenos los graneros, teníamos llenos los establos, y pasamos todo el invierno cazando en el Citerón, bailando la pírrica y debatiendo estrategias contra Persia. Las mujeres hacían comentarios mientras tejían en sus telares. Almacenamos alimentos, trabajamos el cuero. Mi fragua rugía todos los días, y yo hacía cascos; unos pocos buenos, y más del estilo moderno de capacetes de cara abierta, los que llaman ahora «beocios». Nosotros los llamábamos «gorras de perro». Aquel invierno habría sido perfecto, y habría pasado sin nada que recordar, si no hubiera sido por Cleón.
Yo me pasaba el tiempo libre aprendiendo a grabar. Tireo entendía un poco de aquello, y tenía un juego de buriles entre las herramientas que había traído de cuando era hojalatero. Yo compré más herramientas de buen acero de Corinto.
Pero pocas semanas antes de la fecha en que yo tenía que volverme a la Ática, me encontré a Cleón, que dormía borracho, tendido bajo la lluvia helada. Al principio lo tomé por muerto. Me lo llevé a casa, lo limpié y le hice serenarse, y él se echó a llorar.
Al día siguiente volvió a emborracharse. Esperé a que se le pasara.
Tireo estaba en el taller.
—Pierdes el tiempo —dijo—. Es un borracho. Déjalo marchar.
—Me salvó la vida una vez —dije, y volví a seguir intentando trazar marcas con precisión sobre el bronce liso.
Por entonces yo ya era mejor grabador que Tireo, y empecé a adornar todo lo que hacía con orlas de hojas de acanto, hojas de olivo, laureles, olas, lo que se me ocurría. Pensaba preparar un buen juego de mesa para mi nueva esposa.
En vez de ello, tenía que dedicarme a serenar a Cleón. Perdí por él un día de arar, pues tuve que encomendar a otros hombres el trabajo de labrar la tierra fría y húmeda para poder quedarme en casa sentado a su lado. Pero cuando aquello se repitió un día más, y después de pedir las debidas disculpas a Hermógenes, a Tireo y a Estiges, que en la práctica vivían conmigo, envié todo el vino a mi almacén de la ciudad. Todo. En la colina no nos quedó para beber nada más que agua.
Pero Cleón seguía arreglándoselas para encontrar vino. Al día siguiente volvió a estar borracho, borracho y desesperado por el arrepentimiento, hasta el punto de que me seguía por toda la finca suplicándome que le perdonara y que lo matara. Lamento decir que le di un puñetazo y lo dejé allí donde cayó.
El quinto día que estuvo en mi casa intentó suicidarse con una de mis espadas. Encajó la espada entre las grietas de las tablas de un suelo; pero estaba borracho y lo hizo mal, de manera que cuando se arrojó sobre la espada, su peso la desvió casi por completo. Se abrió las carnes por encima de las costillas, y todos los esclavos tuvieron que ayudar a trasladarlo y a limpiarlo.
Aquella noche,
mater
bajó al piso inferior. Vino al
andrón
, donde yo estaba sentado junto a él. Yo no tenía ningún pensamiento en la cabeza; me limitaba a salvar las apariencias de la amistad, porque en solo cinco días había terminado por odiarlo a él y su debilidad.
Pero
mater
bajó y se sentó a su lado.
—Déjamelo a mí —dijo.
Yo lo hice así.
No tengo idea de lo que le dijo… de borracha a borracho.
Pero a la semana siguiente, pocos días antes de mi partida para la Ática, Cleón salió a la fragua, sereno y vestido con un quitón limpio. Pasó un rato sentado junto a la lumbre, observándome. Yo intentaba grabar un dibujo de animales; quería poner mi ciervo en el cuenco que estaba terminando, y lo había hecho tan mal, que estaba puliendo las líneas, disgustado, para volver a borrarlas.
—¿Me permites que te enseñe a dibujar un ciervo? —me preguntó Cleón. Estaba tan amedrentado que a ti te habría partido el corazón, cariño.
Yo, por mi parte, no lo traté con gran ternura.
—Prueba —le dije—. Adelante.
No sé qué esperaba yo; los borrachos aseguran ser capaces de todo tipo de cosas, y yo todavía no sabía si le había dado al odre aquel día o no, aunque parecía estar bastante pálido.
Llevó el metal a la ventana de piel sin curtir para tener más luz, y tomó mi cera negra y se puso a dibujar.
A las tres líneas yo ya veía el ciervo. Antes de haber empezado con la cornamenta, lo borró todo del bronce y empezó de nuevo, pero esta vez con mano más firme, y las líneas salían como si las estuviera copiando de algo que veía… y quizá pudiera verlo dentro de su cabeza.