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Authors: Christian Cameron

Tags: #Novela histórica

Maratón (24 page)

BOOK: Maratón
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Creo que fue entonces cuando caí en la cuenta de que podía salir ganador. Los que habéis bebido el vino embriagador de la victoria conoceréis este momento, cuando empiezas a dejar atrás el pelotón.

La prueba siguiente fue sorprendente, pues Filócrates, mi Filócrates, ganó el lanzamiento de disco con su primer tiro, con un tiro tan largo y tan poderoso que otros hombres mucho más corpulentos que él se limitaron a sacudir la cabeza y no quisieron lanzar. Le ciñeron la corona de olivo antes de que hubieran lanzado los últimos, y los hombres decían que estaba henchido de los dioses, lo que me hizo reír. Pero la victoria lo volvió un hombre distinto, de expresión franca y rebosante de buena voluntad.

—¡No tengo idea de dónde ha salido ese lanzamiento! —me dijo—. Todavía no estoy seguro de que fuera yo.

—¿Has hecho tu ofrenda como vencedor? —le pregunté.

—No —dijo él.

—Pues no lo olvides —le dije—. Blasfema en privado todo lo que quieras; pero, mientras estés en mi barco, rendirás homenaje a los dioses en público.

Cuando estás al mando, estás al mando siempre, hijos míos. Hasta cuando vence en los juegos un hombre al que consideras amigo tuyo. A mí me agradaba haber quedado bien; pero, como jefe que era, me agradaba más que muchos de los míos quedaban bien también. Fui felicitándolos uno a uno.

El sol seguía en lo alto del cielo, y los jueces decretaron un descanso de una hora para todos los participantes. Después empezó el tiro con arco. Los lesbios tenían varios arqueros buenos, y los samios tenían a uno, Asclepio, que tiraba con tanta fuerza que no me parecía posible vencerle. A cincuenta pasos, la mayoría de los hombres tiraban en una trayectoria curva, pero las flechas de Asclepio volaban tan rectas como si hubieran salido del arco de Apolo. No obstante, como grupo, los mejores eran los cretenses.

Me eliminaron en la primera ronda. Sé tirar con arco, pero no me puedo comparar con arqueros como aquellos.

Allí estaba Teucro, que tiraba con paciencia y con seriedad. Pasó por poco el primer corte y llegó a la segunda ronda el último en la clasificación. En la segunda ronda tuvo que tirar contra Asclepio. Aquel desafío fue digno de verse. Todas las flechas se clavaban con firmeza en la piel tensa dispuesta a cincuenta pasos; todos los tiros entraban en la marca pintada con carbón que indicaba la máxima puntuación. Ninguno habíamos visto tirar de ese modo. Los jueces clasificaron a los dos para la tercera ronda sin que quedara decidido cuál era el mejor.

Idomeneo pasó también a la tercera ronda, así como un lesbio que era arquero al servicio de Epafrodito. Los cuatro vertieron libaciones y bebieron vino juntos, y las pieles que servían de blanco se trasladaron a cien pasos de distancia.

A aquella distancia, hasta el propio Asclepio tenía que tirar en trayectoria curva. Le tocó tirar el primero, y metió todos los tiros en el carbón. Tiró a continuación Idomeneo, que metió dos de sus tres flechas en el carbón; pero la tercera fue impulsada por una racha de brisa y pasó muy alta por encima del blanco. Todos soltamos un suspiro de lástima, e Idomeneo hizo una reverencia y recibió los aplausos de dos mil hombres; había quedado eliminado de la competición, pero de manera muy honrosa. Después tiró el lesbio, que solo dio una vez en el carbón. También él recibió el aplauso de todo el ejército. Por último, Teucro avanzó hasta la línea de tiro. Disparó las tres flechas con tanta rapidez, que un espectador que hubiera vuelto la cabeza para decir algo a su vecino podría haberse perdido toda su intervención; y todos sus tiros alcanzaron el carbón.

Entonces se discutió abiertamente qué se haría, si premiar a los dos hombres o alejar más el blanco. Milcíades se puso de pie blandiendo el bastón de juez.

—En honor del señor Apolo, haremos que estos hombres vuelvan a tirar —dijo—. Aunque a ambos los consideramos dignos de alzarse con el premio.

Hubo grandes aplausos, y las pieles se trasladaron a ciento cincuenta pasos de la línea de tiro.

A esa distancia, una piel de toro se ve más pequeña que la uña del dedo meñique. Basta un instante de descuido para que la flecha quede corta. A ciento cincuenta pasos, el arquero que tira con arco griego debe apuntar al cielo para que la flecha caiga en el blanco.

Le tocaba a Teucro tirar primero. Empleó el arco persa que le había regalado yo, lo cual me agradó. Disparó una sola flecha, según lo acordado, y acertó en el carbón.

Le aclamamos ruidosamente.

Asclepio tardó mucho tiempo en disparar. El samio, según había reconocido él mismo, era experto en disparar de cerca, con tiro tenso, y no brillaba a larga distancia. Esperó con paciencia que se calmara la brisa. El reglamento no lo impedía.

Bebí agua.

De pronto, sin previo aviso, Asclepio levantó el arco y disparó. Su flecha subió alta, muy alta, y volvió a caer en picado hasta el blanco. Dionisio proclamó que estaba en el carbón, y volvimos a aclamar. Aquello sí que era una competición que los dioses apreciarían. Recuerdo que di a Frínico una palmada en la espalda y le dije que ya tenía tema para escribir.

Y entonces apareció una flecha por detrás de nosotros. Voló muy alta, por encima de los espectadores y del toldo rojo donde estaban sentados los jueces, y cayó a tierra como un halcón que se abalanza sobre su presa, para dar en el blanco, a pocos pasos de donde estaba Dionisio. Este dio un salto y se alejó a trompicones.

Yo, que estaba bebiendo agua cerca del toldo, me volví y vi al arquero, que había tirado desde doscientos cincuenta pasos como mínimo. De hecho, lo medí más tarde y eran doscientos setenta pasos. Su flecha dio en el carbón. Alzó su arco en señal de triunfo, soltó un largo grito de guerra y echó a correr.

Era un persa. Debía de haber cruzado las marismas pasando desapercibido mientras todos presenciábamos la competición. No mató a ningún griego. Tiró más lejos y mejor.

Milcíades le concedió a él el premio, una flecha con plumas de oro.

Todos aclamamos en muestra de aprobación, incluso Teucro y Asclepio, que habían tirado como dioses.

Pero más tarde, mucho más tarde, vi que Teucro medía a pasos la distancia. Caía la noche y creía que no lo estaba mirando nadie. Alzó su arco, y la flecha cayó bien, pero la desvió una racha de brisa. Me dijo después que había fallado el carbón por un palmo.

Aquella exhibición de tiro nos había levantado los ánimos; era el tipo de heroísmo del que podía disfrutar cualquier griego (y, al parecer, cualquier persa).

Me puse la armadura con cierta inquietud. No era mía; era una buena coraza de campana de bronce que me había dado Milcíades; y, aunque me gustaba, no tenía la flexibilidad ni la ligereza de la coraza de escamas que había ganado yo en mis primeros juegos; una coraza que estaba colgada en su soporte de madera en mi salón de Platea, con mi escudo y mis lanzas de guerra. Parece que las corazas de bronce nunca se ajustan bien en las caderas. Por allí se ensanchan para que las caderas tengan todo su juego para correr; pero ese mismo ensanchamiento produce un reborde interior donde carga la mayor parte del peso de la armadura, justo por encima de los músculos duros del estómago, y así puede resultar incómodo correr.

Mucho peor todavía es correr con grebas mal ajustadas. Las grebas se ciñen a la pierna del guerrero y la ciñen desde el tobillo hasta la rodilla; y si son demasiado grandes, se deslizan y te muerden el empeine; y si son demasiado pequeñas te pinzan los tobillos y dejan unas moraduras que sangran, aun después de correr solo un estadio. Yo había dedicado todo mi tiempo libre a ajustar y reajustar aquellas grebas, un par sencillo al estilo cretense, puesto sobre vendas de lino.

Los participantes eran fuertes; entre ellos, Epafrodito, Sófanes, Estéfano, el propio Arístides, Nestor, sobrino del señor Pelagio, Nearco de Creta, y el hermano menor de este, Neoptolomeo; Glaucón, amigo de Sófanes, e Hiparco, hijo de Dionisio de Samos, que era un buen joven, libre de la arrogancia de su padre. Hiparco estaba junto a mí en la primera manga, y yo cometí el error de quedarme atrás en el primer paso, y ya no conseguí alcanzarle. Pero quedé en segundo lugar, y pasé a la ronda siguiente.

Todos los que he citado habían superado sus eliminatorias. Quedábamos dos grupos de ocho, y los que corrían eran los héroes de nuestro ejército, los campeones de los griegos orientales y sus aliados. Yo me sentía orgulloso solo de correr con ellos. Bebí agua, meé una parte, y pasé a la línea de salida. El
aspis
que llevaba al brazo me pesaba como el plomo después de una sola manga.

Estaba entre Epafrodito y Arístides, charlando con ambos, esperando a que Milcíades nos diera la salida, cuando corrió un grito entre todos los presentes.

La flota persa estaba rodeando el cabo. Era una flota inmensa, y aparecían más, y más, y más. Cruzaron la bahía a vela y desembarcaron en las playas al pie de Micale; y yo, de pie en la orilla, los fui contando.

Quinientos cincuenta y tres barcos, del primero al último, contando los birremes y las hemiolias. Justamente doscientos barcos más de los que teníamos nosotros, contando todos los nuestros más ligeros.

Por otra parte, los chipriotas navegaban como necios, y los egipcios eran tan desconfiados que se iban apartando de nosotros, a pesar de que no echamos al agua ni un solo barco.

Consideramos un presagio que los persas hubieran llegado cuando nosotros estábamos compitiendo. Los contemplamos, nos reímos y les gritamos que vinieran a competir con nosotros; y después, como de común acuerdo, dimos la espalda a aquella exhibición suya de poderío imperial y seguimos con nuestros deportes.

Recuerdo aquel camino de vuelta de la playa por lo mucho que odiaba el
aspis
que llevaba al brazo, una cosa incómoda con el capacete mal torneado y con un
porpax
de bronce que ajustaba mal. Yo tenía aún el escudo beocio barato de mimbre que había comprado en la playa de Quíos hacía un año; un escudo mucho menos bonito, con el frontal de tiras de fresno y
porpax
sencillo de cuero; pero no pesaba nada. En aquellos tiempos no estaban reglamentados los escudos que se podían llevar en las competiciones; y, por otra parte, el escudo beocio sería el que llevaría en las batallas en realidad. Dejé caer mi pesado
aspis
sobre mi petate, tomé mi escudo beocio y fui trotando hasta la línea de salida.

Arístides miró mi escudo con interés.

—Esa cosa tan grande te molestará para correr, sin duda —dijo.

Yo me encogí de hombros.

—Me pesa menos en el brazo —dije.

—Creo recordar que me venciste en esta carrera hace cuatro años —dijo.

Yo sonreí.

—Fue suerte, mi señor. Buena fortuna.

—Eres raro entre los hombres, Arímnestos —dijo Arístides con una sonrisa—. La mayoría de los hombres me habrían dicho que se disponían a vencerme de nuevo.

Me encogí de hombros mientras miraba a Milcíades, que venía hacia la línea de salida.

—De aquí a pocos latidos del corazón lo sabremos con certeza —dije.

Epafrodito se rio.

—Escucharos a los dos es como tomar lecciones de
areté
—dijo—. Yo, por mi parte, correré todo lo que pueda y nada más. Pero, Arístides, dejemos una cosa clara; aunque él te haya ganado en esta carrera, recuerdo que yo le gané a él.

Sonrió y le brillaron los dientes.

Todos nos reímos. Recuerdo bien cómo nos reímos los ocho. Durante toda la Guerra Larga hubo algunos momentos como aquel que brillaron al sol como el bronce. No estábamos luchando a vida o muerte. No nos estábamos helando de frío ni asando de calor. No iba a morir nadie. Éramos camaradas; capitanes, jefes, pero hombres que estábamos unidos. Más tarde, cuando toda Grecia estuvo al borde de la extinción, no nos reímos nunca de esa manera.

Los espartanos dicen en broma que la
eirene
, la paz, es un concepto ideal que deducen los hombres observando los breves intervalos que se producen entre guerra y guerra.

Os reís, niños. Hum.

Quisiera poder poner fin a este relato aquí mismo, con los ocho en fila en la arena, preparados para empezar la carrera. Qué bien lo recuerdo. El joven Hiparco, el samio, se estaba volviendo a atar las sandalias cuando Milcíades nos mandó prepararnos, y el pobre muchacho se las ató mal y acabó corriendo con una sola sandalia.

Milcíades sostuvo el bastón en paralelo al suelo, y después lo apartó como si blandiera una espada, y echamos a correr.

La carrera en sí resultó muy decepcionante en cierto modo, porque Arístides y Epafrodito se trabaron entre sí a los pocos pasos de la línea de salida; y, aunque ninguno de los dos cayó, ya no alcanzaron a los demás; y lo más probable es que hubieran sido los primeros. O puede que no. Pero eran los dos que yo había esperado tener que superar, y el no tenerlos por delante me daba alas.

Adelanté a Sófanes en los primeros cinco pasos, y corrí con soltura, con las rodillas altas, braceando bien, porque las grebas me venían a la perfección. En la carrera con armadura, la armadura forma parte de la prueba, y mi armadura estaba bien ajustada.

Pero Sófanes no estaba dispuesto a rendirse sin más; y al cabo de quince pasos estábamos lado con lado, muy por delante de los demás corredores. Al llegar al poste de mitad de carrera intentó cortarme por el interior, pero yo lo aparté de un empujón con mi gran escudo beocio, y tuvo que perder un paso.

Hiparco, que corría con una sandalia suelta, seguía dando batalla, y había adelantado a los que debían ir en primera fila; supongo que porque estos irían desanimados por su choque. Pero la sandalia mal atada terminó por caérsele, haciéndolo tropezar, y cayó. Soltó un grito al caer, y creo que Sófanes debió de mirar atrás entonces, y el paso que perdió no lo llegó a recuperar. Corrí hasta la meta y llegué el primero por el largo de mi pierna.

Entonces pude descansar largo rato mientras se corrían las demás mangas, otras tres. Los ocho que corrieron en la final eran, además de mí, Sófanes de Atenas, mi propio hombre, el eolio Heráclides, Nearco de Creta y unos quiotas a los que yo no conocía.

Nearco acudió a mi lado y me rodeó con un brazo.

—Esto es vivir —dijo—. Mejor que estar arando campos en Creta.

—Tú no has arado un campo en toda tu vida, señor —dije; y todos se rieron.

—Fue mi tutor de guerra —dijo Nearco a Sófanes.

—Entonces, no es de extrañar que ahora seas un héroe —dijo Sófanes. El muchacho sabía expresarse bien.

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