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Authors: Christian Cameron

Tags: #Novela histórica

Maratón (23 page)

BOOK: Maratón
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La perspectiva de unos juegos no me emocionaba tanto como cuando era más joven. Ahora me río de pensar que con veintitrés o veinticuatro años ya me tenía por un viejo curtido.

Recordaréis que yo ya había triunfado en unos juegos militares, allá en Quíos, en los primeros tiempos de la revuelta. De modo que opté por no participar en todas las pruebas ni aspirar a ser declarado vencedor de todo el torneo. Pero las cosas salieron de otro modo.

A la mañana siguiente, Frínico dijo que quería ver Mileto antes de que combatiésemos. Como yo también tenía cosas que hacer allí, tomé un saco pesado y una carta para Teucro y cruzamos a pie las marismas hasta llegar a la ciudad, esquivando a los arqueros persas con las últimas sombras del amanecer para tomarnos una copa de vino con Istes. Este me descorazonó mostrándome el terraplén de asedio, que ya casi alcanzaba la altura de la muralla.

—Veinte días —dijo.

—¿Quieres venirte con nosotros? —le pregunté; e Istes negó con la cabeza.

—Mi lugar es este, con mi hermano —dijo—. Moriremos aquí.

—¡Anímate! —insistí—. Apolo no nos dejará fracasar. —Yo veía el futuro con tanta claridad, que me extrañaba que otros se preocuparan tanto—. Destruiremos su flota, y después liberaremos a toda Asia.

Istes tenía junto a los ojos unas arrugas que no había tenido un año atrás, y bolsas, por las noches de insomnio. Parecía veinte años más viejo que yo. Y bebía constantemente.

Eché una mirada a Frínico.

—Este es el mayor luchador a espada del mundo griego —dije.

Istes sonrió.

—Quizá podamos medirnos algún día —dijo.

Yo asentí; habría estado bien enfrentarme a un hombre tan dotado. Esta es la competitividad impulsada por la admiración, que hace grande a Grecia.

—Pero preferiría estar a tu lado mientras abatimos a los persas.

—Con la adulación llegarás muy lejos, plateo —dijo él—. ¿Crees que ganaremos esta batalla naval?

—Sí, lo creo —dije.

Ganaríamos; me llevaría a Briseida como esposa de guerra, y todo quedaría resuelto. Con las riquezas que ganaría con mi lanza, le levantaría un palacio en mi finca. Aquello era lo que había decidido: tenerla, y castigarla al mismo tiempo.

Reíd si queréis.

—Debo decir que ya llevo un año entero luchando contra los persas todos los jodidos días —dijo Istes—. Aunque destruyáis todos los barcos de su flota, aunque matéis a Datis y ahoguéis a sus navarcas… esta guerra no habrá terminado todavía. Son más duros que todo eso, mucho más que eso —bostezó—. Pero, si perdéis… Mileto cae… y la revuelta se habrá jodido.

—Estás cansado —le dije.

—¿Sabes cómo se siente uno después de un combate? —me preguntó, hablando de matador a matador.

—Claro —asentí.

—Pues imagínate lo que es combatir todos los días —dijo—. Cada día jodido. Llevo un año así, y estoy empezando a volverme loco. Mi hermano está peor; él nunca fue un luchador como lo soy yo, y el miedo se le empieza a meter en las tripas.

Ya conoceréis el personaje de Istes por la obra de teatro, claro está. Frínico sabía su oficio. Era un gran hombre, y sabía reconocer a los grandes hombres.

Lo dejé para que estudiara tranquilamente a su nuevo héroe, y subí a las murallas, donde encontré a Teucro. Estaba en lo alto de una torre, una construcción precaria de maderos y pieles, con rellenos de piedra, que se acababa de levantar tras un paño de muralla que el enemigo había socavado. La fábrica de las murallas de Mileto era tan antigua y tan buena, que el muro se hundía al socavarlo, pero no se rompía. Por eso no usábamos argamasa en aquellos tiempos; la argamasa da más fuerza; pero cuando se socava un muro construido con argamasa, el muro se derrumba. Con las piedras pesadas encajadas por los maestros canteros no pasa eso. Suele suceder que la manera antigua de hacer las cosas es la mejor… recordadlo, hijos míos.

Tras el muro hundido habían levantado una torre, y para llegar junto a Teucro, muy por encima de la batalla, tuve que subir por una escalera de mano espantosa. Teucro tenía un gran arco persa y disparaba cuidadosamente a los esclavos que trabajaban retirando los escombros de la brecha que no llegaba a serlo. Rara vez fallaba, y los contrarios adelantaban muy poco en su trabajo. Tenía consigo también a otro hombre que le hacía de observador, y se intercambiaban comentarios sobre los objetivos a medida que los iban abatiendo.

—¿Ves al de la bufanda roja? Tiene deseos de morir… ¡Huy! Deseo concedido.

—¿El del cinturón blanco? Se dispone a salir para recoger esa fajina. Ya viene. Has fallado por la izquierda. Ahora va a salir por el otro lado del escudo de mimbre. Oh, buen tiro. Ha caído como un saco de cebada.

—¡Teucro! —le llamé.

—¡Ah! —dejó el arco y me abrazó—. Es un placer verte, mi señor.

Una flecha enemiga me pasó rozando la clámide, y me puse en cuclillas.

—Este es un lugar de trabajo caliente —dije.

Teucro se rio.

—Así es mi vida últimamente.

—¿Quieres embarcarte para la batalla? —le pregunté con toda la tranquilidad que pude aparentar.

Me echó una mirada, disparó otra flecha y cruzó una larga mirada con su observador.

—No podemos —dijo, tras una pausa tan larga que temí haberle ofendido.

El observador era Creusis, un arquero más joven que también había servido a bordo de mi barco. No lo había reconocido al principio porque llevaba marcas de hollín en la cara.

—Lo siento, señor. Histieo nos cortaría las orejas. Debemos defender la Torre de los Vientos mientras vosotros, los marinos, combatís a la flota enemiga. Nuestro señor teme que se produzca un asalto con escalas durante el combate naval.

No podía rebatir aquello. Yo mismo habría intentado una cosa así.

Di a Teucro un saco de regalos que le enviaban sus amigos del
Cortatormentas
: una bota de vino, una bolsa de embutidos atenienses, y otras cosas de comer que en una ciudad asediada eran grandes lujos. Creusis y él se pusieron a comer embutidos con pan allí mismo.

También le entregué una carta de su esposa, que había pasado el invierno en Galípoli, y a la que yo había enviado a Platea con el buen tiempo, con una bolsa de dinero y una larga carta.

Se le saltaron las lágrimas leyéndola, y por último la plegó y la guardó.

Por último, le di el buen arco persa que había comprado en Sardes para él. Lo tomó sin darme las gracias. Él no veía en aquello más que una herramienta… era una muestra de lo mal que tenía ya la cabeza.

—Vamos a morir aquí —dijo—. Pero ahora sé, gracias a ti, que mi mujer y mi hijo vivirán. Eso significa mucho para mí. Quisiera poder embarcarme contigo… navegar muy lejos.

Le dije que dejara de decir tonterías; que los persas estaban prácticamente vencidos. Pero me daba cuenta de que él ya estaba más allá de esas cosas. Yo mismo me he encontrado en esa situación, en la que tu horizonte ya no es la semana siguiente, ni siquiera el día siguiente; no es más que el instante siguiente. Cuando estás así, no ves más allá.

Volvimos a abrazarnos, y bajé de la torre, lleno de ideas negras.

Frínico seguía hablando con Istes. Di un abrazo al luchador.

—Venceremos —dije.

—Más vale —respondió él.

Cuando Frínico y yo volvíamos del puerto a pie, un par de arqueros persas se pusieron a dispararnos, corriendo por las rocas que nos dominaban. Eso sí que aterroriza, que te disparen desde lejos sin que puedas responder. Tuvimos que meternos por el agua para rodear el final de las líneas enemigas; no podíamos avanzar deprisa, y maldije mi propia arrogancia que me había llevado a ir a hacer la visita de día. Y sin llevar escudo.

Uno de los persas soltó un gran alarido y cayó a plomo al mar desde la roca. Me acerqué y recuperé su arco y sus flechas; estaban empapados, pero no estropeados.

Vi que Teucro me saludaba agitando el brazo desde la muralla. Había abatido al hombre desde una distancia increíble. Frínico puso ese tiro en la obra de teatro, claro está.

Frínico se encogió de hombros. Era hombre frío ante la furia de Ares.

—Esto es un poco como vivir en la
Ilíada
—dijo.

—Imagínate lo nerviosos que estarían los de Troya tras diez años de asedio —dije; y el poeta asintió con la cabeza.

—Estaba pensando en Istes —dijo.

—Exactamente —dije yo.

En cuanto llegué al barco, Idomeneo se hizo cargo de mi arco nuevo; lo secó, le puso cuerda nueva, y empezó a disparar a todo lo que podía. Como ya he dicho, era un arquero excelente, y había llegado a la conclusión de que necesitaba un arco para el combate naval que se avecinaba, lo cual me pareció bien a mí. Al fin y al cabo, los arqueros de Arquílogos me habían inquietado en el combate junto al puerto.

Nos dijo que venían los persas.

—Están acampados cerca, costa abajo —dijo—. Epafrodito los ha visto.

Aquella misma tarde pasó a nuestra orilla en una barca Leago, el timonel de Dionisio, para pedir permiso a Milcíades para celebrar los juegos en nuestra playa. Accedimos encantados, y Milcíades y Arístides se aplicaron a porfía a hacer hogueras, a marcar las pistas para las carreras y a preparar un altar y los sacrificios.

El día siguiente amaneció gris, con tiempo que amenazaba tormenta por occidente. Pero los atletas acudieron en barcas, y no pocos atravesaron nadando el canal de medio estadio, impulsados por su entusiasmo, por su arrogancia o por su pobreza.

Milcíades ejercía de anfitrión, y Dionisio y él se sentaron juntos con aparente camaradería, hicieron los sacrificios con los sacerdotes y contemplaron las competiciones como si fueran hermanos. Aquellas muestras de decoro nos encantaron a todos. Nos quedamos más encantados todavía cuando los hombres de Mileto enviaron un equipo propio para competir en los juegos, encabezado por Histieo y por su hermano Istes. También estos dos se sentaron a contemplar los juegos desde el gran toldo rojo que había levantado Milcíades.

Las pruebas serían, por este orden, la carrera de un estadio, la carrera de dos estadios, el lanzamiento de jabalina a distancia, la jabalina a puntería, el disco, el tiro con arco a puntería, el hoplitódromo o carrera con armadura, y el
pankration
o combate con armadura. Yo solo había pensado apuntarme al combate con armadura; pero cuando estaba tendido sobre mi piel de oso, junto al toldo desde donde observaban los juegos los jueces, llegó corriendo el joven Sófanes de Atenas, desnudo y reluciente de aceite, y se puso en cuclillas a mi lado.

—Tú eres el hombre más famoso, como luchador, de toda esta hueste —dijo, y me dirigió una sonrisa tímida. No habíamos sido amigos desde que yo había matado a aquel asesino a sueldo en Atenas—. Quiero competir contra ti. Esos jonios… la mayoría no están en forma, ni mucho menos.

—Espera a correr contra mi amigo Epafrodito —le dije. Pero su deseo era sincero.

—Yo… —hizo una pausa y miró a un lado y otro—. Creo que te estaba culpando a ti… por haber matado yo a un hombre. Me hizo sentirme…

Calló, se sonrojó y bajó la vista hacia el suelo, entre sus pies.

Yo asentí con la cabeza.

—Te hizo sentirte más grande y menos que un hombre a la vez, ¿verdad?

—Sacrificaste a ese ladrón como a un cordero. Y yo quedé como un chico —se encogió de hombros—. Y soy un chico. Pero hoy quiero ganar, y quiero ganar contra los mejores. Contra los más nobles. Y he venido a decirte que fui injusto contigo por aquella muerte. No me gustó lo que habías hecho… y lo identifiqué contigo.

—Lo has expresado muy bien —dije. Cielos, era sincero, educado y apuesto, y probablemente sería también valiente y moralmente bueno. A mis veintitrés años me hacía sentirme viejo—. Pero me he pasado un año entero reflexionando sobre el acto de matar. Lo que hice aquel día estuvo mal. No me arrepiento de haber matado a aquel otro hombre en la pelea. Pero el hombre de la bodega… Arístides tiene razón. Aquello fue un asesinato. He pasado un año haciendo penitencia por mi
hibris
ante el señor Apolo y ante todos los dioses.

Sófanes sonrió.

—Entonces, debes correr, señor. La competición es un sacrificio a los dioses.

¿Qué iba a hacer yo? Tenía razón. Además, me hacía sentirme perezoso. De modo que me eché la clámide sobre la cabeza, e Idomeneo vino con mi
aryballos
, me ungió con aceite y me dio una palmada en la espalda.

—Ya era hora de que movieras el culo —gruñó. Velaba mucho por mi reputación, que en cierto modo era también la suya.

Os diré unas palabras acerca del ejercicio, aunque en general procuro no aburrir hablando de cuánto tiempo dedicaba a mi cuerpo cada día, y le sigo dedicando. Cuando estábamos en la mar, remaba al menos una hora al día con los remeros. Una parte de la danza pírrica de Platea consiste en una tabla de ejercicios con el
aspis
, y yo practicaba todos los días esa parte de la danza, levantando el escudo sobre la cabeza y moviéndolo de un lado al otro de mi cuerpo. Los días de ejercicio completo corría de dieciocho a veinte estadios y levantaba piedras pesadas como me había enseñado Calcas en la tumba de Leito. Además, practicaba el combate con una espada de madera contra alguno de mis infantes de marina; algunos días, contra todos ellos. Filócrates se había convertido en mi compañero favorito para las prácticas. No era el mejor de ellos, ni mucho menos, pero luchaba con ánimo, tenía los brazos largos y era un adversario peligroso, dotado de una inventiva sorprendente.

En todo caso, si os cuento esto es para que no os penséis que me ablandaba entre batalla y batalla. En aquellos tiempos en que la libertad o la esclavitud dependían de nuestra capacidad para abatir a un enemigo, ninguno podíamos permitirnos el lujo de ablandarnos.

En la carrera de un estadio llegué a la final, y lo mismo conseguí en la de dos estadios, en la que terminé segundo, con gran contento por mi parte. Sófanes ganó la carrera de un estadio y quedó por detrás de mí en la de dos estadios, que ganó Epafrodito. Me sorprendí y me alegré al ver que Harpago, primo de Estéfano, corría bien en las dos pruebas. Se había convertido en caballero, en virtud de su cargo, y sabía estar a la altura. Hay hombres que no son capaces de ello. Después de la segunda manga compartí una cantimplora con Epafrodito y con él. Reímos juntos y nos dijimos que seguíamos siendo los que habíamos sido hacía cinco años.

Estéfano quedó bien en el lanzamiento de jabalina a distancia, y yo perdí la jabalina a puntería por un dedo.

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