Cuando estuve tan cerca que casi podía tocar a Milcíades, subió a la
bema
un hombre que parecía ser uno de los de Temístocles. Se quedó un momento con la cabeza gacha, y después la levantó.
—¿Qué más podemos hacer? —preguntó—. Milcíades pide que formemos la falange y que salgamos a defender la costa, incluso a salvar a Calcis. Pero yo pregunto: ¿por qué debemos luchar solos? Tenemos murallas. Y Esparta no viene. Tebas ha acordado la paz por su cuenta. Estamos solos, hombres de Atenas. ¿Acaso somos los protectores de Grecia? Esparta aspira a ese título… ¡que se lo gane!
Él se ganó una buena ovación.
Mientras los hombres aplaudían (he observado que es fácil aplaudir la propuesta de que otros hagan el trabajo difícil mientras tú te quedas tranquilamente en tu casa), Milcíades levantó la cabeza. Iba vestido con sencillez, para como solía ir él, con una clámide oscura sobre un quitón blanco sencillo con una sola franja. El único detalle que indicaba su categoría era la fíbula de oro que llevaba en el hombro. Alzó la cabeza, y sus ojos se cruzaron con los míos, y se iluminaron como se iluminaban los míos cuando se cruzaban con los de Euforia.
Esperó hasta que pudo alcanzar mi mano. Y entonces tiró de mí con viveza, remolcándome como un barco que remolca a otro después de una tormenta. No se molestó en subirse a la
bema
. Se limitó a levantarme la mano, como hacen los jueces en los juegos al levantar la mano de un vencedor.
—Mientes —rugió—. ¡Platea está aquí!
Se desató la confusión general.
Los hombres gritaban, primero una cosa y después otra. Vi entre la multitud a mi suegro, y vi a Arístides, y vi a Cleito. Hasta entonces lo había creído exiliado. Nuestras miradas se cruzaron, y el odio corrió como corre el vino.
Seguía enzarzado en ese duelo de miradas cuando el arconte
basileus
llegó a mi lado entre empujones.
—¿Tienes un ejército? —me preguntó.
—Un millar de hoplitas —dije—. Son todos los hombres que tenemos.
Me abrazó. Él, un aristócrata que no tenía ningún aprecio hacia mí ni hacia los míos, me abrazó, no obstante; y después señaló la
bema
.
—Te doy licencia para hablar —dijo.
Así pues, aunque yo era extranjero, subí a la tribuna de oradores.
La multitud no guardaba silencio, pero a mí me daba igual. Levanté la mano.
—Os he traído a todas las fuerzas de Platea —grité—. Y he dejado a Tebas asustada. ¡Platea está con Atenas!
Y cuando bajé de la tribuna, ya estaban votando para nombrar estrategos a Arístides y a Milcíades, y para enviar la falange a combatir.
Como saben todos los escolares, la asamblea eligió a diez estrategos. Arístides y Milcíades fueron solo dos de ellos, y Cleito de los alcmeónidas era un tercero. E incluso cuando habían empezado a movilizar la falange, la mitad de los generales seguían opuestos radicalmente a la guerra, o por lo menos a una guerra ofensiva. Lo primero que hicieron acto seguido fue votar que se despachara un corredor a Esparta para que suplicara ayuda; o al menos a mí me sonó a eso. Y ¿por qué no? A pesar de todas mis burlas, los espartanos eran los mejores soldados de Grecia, y quizá del mundo entero.
Acompañé a Milcíades mientras este metía prisa a los hombres para que fueran a preparar su equipo. Muchos hombres de la falange ya estaban preparados desde hacía días. Los del partido contrario no lo estaban, al menos en su mayoría, pues habían confiado en que la falange no se movilizaría.
Era polemarca de Atenas, Calímaco de Afidna. Era hombre de edad avanzada, de buena reputación como guerrero y como político. He oído decir a algunos que vaciló, que solo se puso en marcha cuando Milcíades amenazó con largarse en sus barcos y llevarse a sus hombres; al fin y al cabo, Milcíades tenía su propio ejército del Quersoneso, casi mil hoplitas que tenían más experiencia militar que todo el resto de Atenas junto. Pero no fue así. Seamos justos. Vaciló; vaciló mucho sobre si debía ponerse en marcha o no. Recordad que esto sucedía antes de que se hubiera avistado siquiera a la flota persa. Los persas no eran más que un rumor de terror costa arriba, aunque los días despejados se veía subir al cielo los incendios de Eubea.
Si vacilaba, era con razón. Yo mismo he llegado a conocer esas vacilaciones.
Una cosa es marchar en la falange. Otra cosa es ir en la primera fila; y otra es ser matador de hombres, héroe, hombre capaz de dar la vuelta a una batalla. Pero todos ellos, el matador, el de primera fila, el de última fila, tienen más en común entre sí que lo que pueda tener ninguno de ellos con el polemarca y con el estratego. Estos tienen encima la carga de las decisiones. Luchar o no luchar. Marchar o no marchar. Si eliges bien, tu nombre vivirá eternamente. Eternamente. Si eliges mal, o si te maldicen los dioses, tu ciudad se perderá, matarán a tus amigos, pasarán a cuchillo a tus ancianos, violarán a tus mujeres y las venderán como esclavas.
¿Entendéis?
Si no vacilas sobre si debes luchar o no, es que eres un jodido idiota. Y los hombres que votaron en contra de luchar tuvieron que salir hombro con hombro con los que habían votado a favor, y los unos tenían que confiar en los otros. Yo diría que la ciudad estaba dividida aproximadamente a partes iguales, una mitad a favor de la gloria y la otra a favor de la cautela.
Calímaco hacía bien en vacilar.
Contemplando el caos de los preparativos (el mismo ajetreo que cuando nos habíamos preparado nosotros en Platea, pero multiplicado por diez), sacudí la cabeza.
—¿A qué tanta prisa? —pregunté—. Dará lo mismo estar preparados mañana por la mañana que esta noche; y supongo que no queréis poneros en marcha antes de que anochezca.
Milcíades frunció los labios.
—Si no hubieras llegado cuando llegaste, enviado por los dioses, yo no habría podido sacar adelante este debate —dijo.
Se presentaron unos esclavos con su equipo, y su hipaspista, un tracio al que yo ya había visto a su lado otras veces, se echó su escudo al hombro y me dedicó una sonrisa rubia.
El propio Milcíades sonrió también al ver su panoplia.
—Si puedo sacarlos de la ciudad antes de que caiga la noche, tendré una posibilidad —dijo—. Si seguimos aquí mañana por la mañana, no nos pondremos en marcha jamás. —Se encogió de hombros—. Quizá me equivoque, pero creo que no. Estas cosas las noto.
Llegó Arístides, acompañado de hombres a los que yo conocía. Estaba Sófanes, por supuesto, pero también Agios, y Frínico, y una docena de remeros a los que reconocí, vestidos todos de hoplitas. Su equipo era tan bueno como el de los nuestros de primera fila. Atenas tiene dinero, y con dinero se pueden comprar armaduras.
—He propuesto que liberemos a mil esclavos para ponerlos en las filas —dijo Arístides—. Y esos necios han rechazado la moción, diciendo que sería demasiado complicado decidir a qué tribus irían. —Sacudió la cabeza—. Algunos hasta querían rechazar que prestaran servicio los metecos armados.
Seguí allí mientras iba cayendo el sol, y no tenía otra cosa que hacer más que pensar. Al cabo de unos minutos, o quizá de una hora entera, me dirigí a Arístides.
—Platea aceptará a vuestros libertos —dije—. Ponedlos en mis últimas filas. Así, vuestros conciudadanos orgullosos no tendrán nada de qué quejarse.
Él me devolvió una sonrisa tensa.
—Mañana —dijo Arístides—. Hoy tenemos que salir de la ciudad. Milcíades tiene razón. Hoy, o nunca.
Cuando Milcíades salió con su tribu por la puerta de la ciudad, las sombras ya se habían alargado lo suficiente para hacer alto a un hombre de corta estatura. Era una marcha puramente simbólica; Milcíades era para Atenas lo que yo era para la pequeña Platea, y sus hombres estaban preparados. Muchos de ellos llevaban a cuestas todo su equipo; eran hombres pobres que no conocían más oficio que la guerra y que habían estado reunidos y dispuestos desde la última votación.
Salió después Arístides, en cabeza de los hombres de la tribu de los Antíocos. Cuando los hombres de Milcíades hubieron terminado de desfilar por la puerta sagrada, los de Arístides ya estaban dispuestos para ponerse en marcha, a pesar de que en su tribu, por desgracia, figuraban muchos de los que se habían opuesto con más firmeza a la guerra.
Los demás estrategos estaban menos preparados, pero Arístides había dado ejemplo poniéndose en marcha a pesar de que le faltaba la tercera parte de su
taxis
, y de este modo los demás
taxeis
de las tribus se pusieron a su vez en marcha en cuanto les llegó el turno. Yo me quedé en el sitio, esperando (tenía un caballo, al fin y al cabo), y lo que vi me alentó. Los hombres seguían llegando a la plaza que está ante la puerta sagrada, besaban a sus esposas, vertían una libación rápida y salían corriendo por el camino, seguidos a toda prisa de un esclavo o criado con un asno, de manera que había un flujo constante de rezagados y perezosos que seguían la marcha del ejército. Los estrategos habían dejado atrás a casi la mitad del ejército. Aquello podría haber sido un desastre, pero los hombres de Atenas, hasta los que se oponían a la guerra, hicieron su deber.
Cuando me monté en mi caballo, estaba oscureciendo.
—¿Crees que hemos ganado? —me preguntó Gelón. Me reí al oírle decir «hemos».
—No hemos ganado —dije yo—. Tampoco hemos perdido. Nos hemos puesto en marcha; y, si hemos de creer a Milcíades, eso significa que seguimos adelante.
—Podrías liberarme ahora —dijo Gelón—. Por aquí no hay nadie que me quiera matar.
—Podría —asentí—; pero no lo haré. Tú lucha en la falange, y lucha bien. Si sales vivo, te liberaré.
—Libérame primero —dijo él—. No quiero luchar siendo un jodido esclavo. En todo caso, nadie me querrá. ¿Cuándo se ha oído hablar de un hoplita esclavo?
Aquello era cierto.
—Te diré lo que haré, Gelón. Si los atenienses liberan a sus esclavos, te pondré con ellos.
—¿De esclavo? —me preguntó con descaro.
—De hombre libre, hijo de puta. Ahora, a mover el culo por la carretera.
Gelón me hacía gracia, de alguna manera siniestra. Empezaba a caerme bien. Llevaba la esclavitud con un cierto desprecio humorístico que me imposibilitaba castigarle, a pesar de sus muestras constantes de resistencia. Aquello me inspiraba respeto. Aunque también me daba cuenta de que otro hombre en mi lugar (Idomeneo, por ejemplo) lo habría molido a palos.
Se estaba poniendo el sol y, aunque todavía no lo sabíamos, Calcis acababa de sucumbir. Una de las ciudades más ricas de Grecia, antigua rival de Atenas por mar y por tierra; la ciudad que había colonizado Sicilia y el sur de Italia, e incluso la costa de Asia, había caído en manos del Gran Rey por una traición. Datis mandó pasar a cuchillo a los guerreros y vender como esclavos a las mujeres y a los niños, tal como había hecho en Mileto y en Lesbos.
Sus secuaces griegos no participaron en la matanza, pero los sakas, los medos y los persas mataron a los hombres y a los ancianos e incendiaron la ciudad, todas las casas y todos los templos. La columna de humo ascendía a los cielos como la de un sacrificio, y se veía desde la Acrópolis, que era la intención de Datis.
Datis envió a su caballería a través del puente para que sembraran el terror como un campesino siembra cebada.
Cargaron en sus barcos de transporte de tropas a las mujeres, que lloraban por su situación; mujeres que habían sido esposas, que habían conocido el amor, que se habían sentado ante sus telares, orgullosas del nombre de sus familias.
Y los barcos, con tripulaciones de fenicios y de griegos jonios, echaron las popas al agua, desplegaron las alas poderosas de sus remos y apuntaron con los espolones de sus proas al sur, impulsados de un suave viento, por un mar benigno. Era demasiado tarde para que interviniera Poseidón. La flota del Gran Rey estaba en la mar; sus remos se movían al son de los lamentos de cinco mil nuevos esclavos.
Los espolones apuntaban a la Ática. Y mientras nosotros salíamos de Atenas y establecíamos nuestro primer campamento en las colinas al norte de la ciudad, mientras los hombres refunfuñaban o titubeaban, los exploradores de Datis cabalgaban a través de la hierba alta que crece junto a la playa de Maratón.
Anoche, mientras bebíamos, ese joven de Halicarnaso que escribe me preguntó por qué Atenas no salió al encuentro de Datis por mar. La pregunta es muy buena si se piensa en el tamaño de la flota de Atenas en nuestros tiempos.
La verdad es que en el tiempo de Maratón no existía una flota ateniense. Me doy cuenta de que parece imposible, pero la verdad es que los tiranos y los oligarcas tenían en común un prudente temor a la
demos
, porque el poderío de la flota no estribaba en sus hoplitas sino en sus remeros, en los
thetes
que tiraban de los remos. Así pues, los nobles tenían navíos de guerra… ¡por el Tártaro, amigos, yo mismo tenía un navío de guerra en el tiempo de Maratón! Arístides tenía uno; la familia de Sófanes tenía otro, y Milcíades poseía diez cuando estaba en la cúspide de su poder. Aquella era la flota ateniense, el conjunto de navíos privados de los ricos; bien pensado, se parece bastante al modo en que formaban las falanges. Y en conjunto Atenas habría podido reunir un total de cincuenta navíos. Antes de Lade, cincuenta navíos se habría considerado una flota poderosa. Pero la decisión del Gran Rey de derrotar a Grecia a fuerza de gastar dinero había cambiado el mundo. Sus seiscientos trirremes (cien más, cien menos) le dieron la victoria en Lade, aunque mantenerlas era una carga pesada para su imperio, y dejaban los mares desprovistos de remeros bien preparados.
Pero Atenas no podía presentar nada en contra de sus seiscientos navíos. Todos los nuestros, los que no estaban trasladando refugiados a Salamina o a la costa del Peloponeso, estaban en la playa de El Pireo.
La primera noche acampamos en el recinto de un templo de Heracles que está posado en lo alto del risco que domina la ciudad de Atenea. Mis plateos estaban todavía a cuarenta estadios al norte y yo no veía ningún motivo para hacerlos venir todavía, pues no teníamos noticias del enemigo, y el campamento ateniense ya estaba bastante desordenado de por sí.
Los ejércitos griegos suelen ser tanto mejores cuanto más lejos estén de sus casas, en tiempo y en distancia. La primera noche, cuando el ejército está tan cerca de casa que podría haber dormido allí si hubiera querido, cuando faltan todavía la disciplina y la comunidad de experiencias que se van forjando en un ejército a cada campamento y a cada comida con olor a humo, no son más que una turba de hombres que tienen poco en común, salvo su deber para con su ciudad.